viernes, 26 de octubre de 2018

Extremistas. Guía rápida

Conviene distinguir a los extremistas. No sé si el extremismo es siempre malo, pero desde luego conviene reconocer esa cualidad en discursos y personas. Y más en estos tiempos. Todo el mundo parece asustado por los extremistas. La extrema derecha europea, brasileña y norteamericana asusta a mucha gente. En España preocupa también la extrema derecha, que Casado sea cada vez más extremista y que Rivera se parezca tanto a Casado. Rajoy anda diciendo que lo echó del gobierno la extrema izquierda como señal de la negrura de los tiempos. Los empresarios temen el extravío extremista de un gobierno podemizado. Dolors Montserrat, literalmente, no encuentra palabras para expresar su alarma por el extremismo que nos amenaza. Y a los obispos hace tiempo que les faltan manos y dedos para repetir la señal de la cruz ante el feminismo liberticida, el extremismo de la ideología de género y el laicismo excluyente. Todo el mundo anda como un pollo sin cabeza aterrado por la sombra del extremismo. Y no es broma. Se huele el extremismo, se oye en los bramidos de la vida pública, se siente en la aspereza de la convivencia. Pero hay que saber reconocerlo.
Lo que oculta al extremismo es la reciprocidad que hay entre él y la templanza. Los extremistas siempre ven extremistas a los demás. Si alguien ve a Zapatero como un extremista que colabora con el gobierno de Venezuela, hay que decidir si la persona que lo dice es un demócrata asustado por el sectarismo, o si el demócrata es Zapatero y la persona que había hablado es tan extremista que la mesura le parece de extrema izquierda, vista desde su espacio. Si un obispo ve extremistas a las feministas, hay que valorar si el obispo es una persona sensata que se alarma por una pretensión sectaria, o si es él un sectario que ve extremista que la mitad de la población sea igual en derechos que la otra mitad.
Podríamos pensar que los extremistas suelen ser los menos y resolver que el extremista es el que se aparta de lo normal. El juicio oscuro y hasta siniestro que la Iglesia suele hacer de las parejas de hecho, de la homosexualidad o del aborto se aparta de la sensibilidad más normal y eso es un síntoma de que quizá sea la Iglesia la extremista. Pero no podemos fiarnos siempre de este criterio. Para la sensibilidad más común el que arma más ruido es el extremista y el moderado es el que no produce rupturas ni sobresaltos. Es decir, la mayoría de la gente intuye que es moderado lo que mantiene las cosas o las modifica suavemente y es extremista lo que las pone patas arriba. La cuestión es que siempre es más disruptivo y ruidoso chocar con un poderoso que con un humilde. Pretender que la banca pague más impuestos, que el Rey (emérito o en ejercicio) responda ante la ley o que la Iglesia pague el IBI parece más radical que congelar las pensiones, quitar becas o permitir que la nota de Religión cuente para estudiar Medicina. Tratar al Rey y a la Iglesia como a cualquier otra persona o entidad no parece algo radical, pero no es sencillo, hay que vencer a fuerzas muy poderosas y por ello hay que movilizar mucha energía y aceptar confrontación. El volumen y decibelios de batalla es lo que lo hace parecer extremista. Así visto, siempre parecerá más extremista enfrentar posiciones de poderosos que de gente común. Parece más moderado poner en cuestión las pensiones que movilizar presiones en organismos internacionales para evitar la constante trampa fiscal de las grandes empresas. Por eso no podemos fiarnos ciegamente del criterio de que el que se aparta de lo normal es el extremista. Lo normal es siempre lo que los poderosos dicen que es normal.
Para identificar al extremista podemos fijarnos en la ley del embudo, es decir, en ese razonamiento por el que no se cuestiona la norma pero se pretenden excepciones injustificadas a esa norma, esa famosa doble vara de medir por la que las reglas son siempre para unos y no para otros. Todos tendemos a ese vicio tan humano. Pero cuando la incoherencia alcanza niveles de desvarío, podemos sospechar que estamos ante sectarios extremistas. Podemos fijarnos en las alarmas y picazones que se dispararon con el proyecto de presupuestos de este año. Una de sus medidas, como se sabe, es la subida del salario mínimo a 900 €. En la misma semana supimos que los consejeros de las empresas del Íbex se subieron el sueldo un 18% y sabemos desde hace tiempo que estas empresas cada vez tienen más recursos en paraísos fiscales. Pero Casado lleva a Bruselas su berrinche por un salario mínimo más bajo que el de otros países europeos. Y va a Bruselas a pedir auxilio porque gastar dinero en modestas ayudas sociales y subir ese salario mínimo enterrará nuestro país. Semejante incoherencia sí es síntoma de extremismo. El FMI se mostró preocupado. Nunca, ni siquiera en los momentos más graves de la crisis de la deuda, pidieron que se aliviaran las cuentas públicas del peso de la Iglesia y de sus privilegios fiscales, ni exigieron medidas que bloquearan las artimañas con las que las grandes empresas eludían sus impuestos, ni pusieron vigilancia en las empresas que expresamente se dedican a gestionar esas artimañas. Siempre eran los gastos sociales los peligrosos. Esa es la ley del embudo que delata cuál de los dos cabos de la cuerda es el extremista. Y por cierto, que nadie se engañe con la diferencia de decibelios del FMI y Casado. Un mohín de Christine Lagarde significa más que los ademanes descompuestos con los que Casado patea el ancho mundo para hablar de su país. A mediados de los 90 Chomsky recordaba que entre los 50 individuos más influyentes del planeta no había ningún político. Lo hacía para señalar que el verdadero poder no lo tenían aquellos a los que los ciudadanos podían votar y que las democracias estaban por eso viciadas. Pocos personajes ilustran mejor que Casado esta evidencia. Quién podría creer que este personaje, incluso siendo Presidente, al lado de grandes empresarios y banqueros es algo más que un entretenimiento. O Rivera, sin más currículum que los besamanos que consigue acumular.
Como decía antes, los extremistas ven extremistas a los demás, de tanta distancia a la que se sitúan. Otra señal de su extremismo es que crean y propalen que lo que marca esa distancia suya sean justamente las cosas comunes. Que alguien crea que la bandera y el nombre de su país es lo que los aleja de sus rivales políticos es señal de sectarismo. Lo es porque es indicio de que interpretan a los otros, no como discrepantes, sino como amenaza exógena. Lo mismo sucede cuando se consideran muy lejos de los demás por estar contra el terrorismo o «con la familia». Normalmente intentan proyectar en la población esa crispación extrema, de manera que a la gente tienda a resultarle intolerable la discrepancia de su vecino. Casado, Rivera y acólitos de a pie o con toga manifiestan profusamente síntomas de extremismo de este tipo. Los independentistas que bordean el patria libre o morir no lo hacen mal tampoco. Y la Iglesia es especialista en trasladar a la opinión pública historias de persecuciones, liberticidios y martirios de distintas intensidades por cualquier mínimo revés que tenga de los poderes públicos. Digo mínimo porque no pasa de mínimo.
Ciertamente, el aire se está espesando de extremismo, de sectarismo y de falta de racionalidad. Sean o no iguales todos los extremismos, no nos amenazan todos ellos. Los extremismos que nos amenazan vienen de la derecha, en España y fuera de España. ¿Qué extremismo de izquierda se está haciendo fuerte en alguna parte? ¿Qué medidas son esas de extrema izquierda que amenazan con podemizarnos a todos? ¿Hay nacionalizaciones descerebradas en el horizonte, intervencionismos imprudentes en alguna agenda? ¿Hace falta salir de la templanza para abominar del franquismo y de que la tumba del dictador sea un homenaje permanente a período tan oscuro? La derecha, Iglesia incluida, es la que está tirando al monte, tanto la de verdad como sus politicastros titiriteros. Ellos necesitan más que nadie un buen baño de racionalidad.

La extrema derecha y el discurso de la izquierda

Esta semana anduvo la gente revuelta por la concentración de nuestra extrema derecha patria. Seguramente la inquietud viene de lo que está pasando fuera. La extrema derecha debe parte de su caudal al apoyo en las clases bajas. No es un apoyo mayoritario, pero es un apoyo movilizado, no resignado como el que las clases bajas venían prestando al neoliberalismo (como en el caso de Rajoy) y sin él no llegaría tan lejos. Pero también debe su caudal al apoyo en las clases altas y muy altas. La extrema derecha no es cosa sólo de países pobres. Y no es cosa de pobres en cada país. La ultraderecha mantiene la impiedad social del neoliberalismo. Y hay dos cosas más. Esto no es lo que quería el neoliberalismo. Trump tiene a los republicanos de antaño con los pelos de punta. Y la emergencia de estos grupos no es culpa de la izquierda. Los errores de la izquierda tienen mucho que ver con que el neoliberalismo asilvestrado sea la cultura política dominante, pero no con que Salvini ande esparciendo «carne humana» por el Mediterráneo. Esto no quiere decir que la izquierda no esté cometiendo errores de bulto en su reacción.
La extrema derecha es tolerada o directamente apoyada por las clases altas porque conviene a sus intereses, al menos de momento. Las clases bajas que apoyan a la extrema derecha lo hacen contra sus intereses y esto sucede cuando la conducta es regulada más por emociones intensas o por referencias morales que por planteamientos racionales. Con distintas variantes según países la fuente de emociones que está afectando a que gente de clase baja vote contra sus intereses es la inmigración. La inmigración es un gancho que arrastra emociones negativas de miedo, inseguridad y sostenibilidad del gasto social. Un cóctel con esas emociones y la furia de unas condiciones de vida cada vez peores es ya movilizador. Se necesita sólo darle forma ideológica, por tosca que sea esa ideología, para tener una especie de causa y hasta una esperanza. La ideología es el nacionalismo con componentes racistas, la patria protectora que ahora es irreconocible por la invasión de inmigrantes y la cesión de la soberanía a los burócratas de la UE. El populismo ultra empatiza con la furia de los que siempre pierden y agita los símbolos patrios contra aquello que lo desmangó todo y nos dejó como estamos. La injusticia se suele percibir por comparación y tendemos a comparar las cosas próximas, no las distantes. En los años sesenta los agricultores se dolían de que los trabajadores de la industria tuvieran un mes de vacaciones y pudieran quedarse de baja cuando enfermaban, cuando ellos no podían apartarse de sus tareas ningún día. No se contrastaban con ese par de vecinos adinerados que había en todos los pueblos que vivían literalmente de rentas, por lo mismo que no comparamos un plátano con un charco. Así que una parte de la gente que vive cada día peor, con sus emociones negativas debidamente crispadas, se llega a irritar comparándose con la atención pública que empiezan a suscitar grupos de personas tradicionalmente discriminados o abiertamente maltratados, como ciertas minorías (homosexuales o minorías raciales, por ejemplo) o las mujeres, que son media población. Como suele ser la izquierda quien asume políticamente los problemas de estos grupos, la indignación que surge de la comparación caricaturiza a la izquierda. Es fácil airar a parte de la gente que malvive con salarios de pobreza comparando su situación con la medida de hacer unisex los baños de la universidad por sensibilidad con los transexuales. Una medida que quiera modificar estereotipos sobre la mujer alimenta con facilidad la demagogia de que hay cosas más importantes, como si un médico no nos curase la rotura del dedo meñique porque son más importantes el corazón y el hígado.
La sarta de errores ideológicos y discursivos de la izquierda requiere un análisis más amplio. Podemos mencionar dos: la confusión sobre la llamada «diversidad» y el batiburrillo sobre la nación. Los prejuicios sobre mujeres y minorías anidaron y anidan igual en la izquierda que en la derecha, pero la izquierda tiene más problemas de principio para reconocerlo. Por eso una parte de esta izquierda parece ansiosa por que alguien le dé un argumento izquierdista al que agarrarse para vocear sus prejuicios. Sólo así se entiende que haya hecho fortuna el discurso que toma lo más extravagante de la corrección política y reivindicaciones identitarias de minorías, para caricaturizar todos esos movimientos y hacerlos causantes del extravío de la izquierda en su conjunto. A algunos, por vivencia propia o por lecturas, parece habérseles quedado en el cerebro como un quiste la época de fábricas con muchos obreros, sirenas para el cambio de turno y barriada aneja y creen que hubo una unidad obrera que se fue rompiendo por reivindicaciones urbanas postmodernas y coloristas de indios, negros, feministas o transexuales. Y así un discurso nacido en la izquierda y otro nacido en el populismo ultra se encuentran y se alimentan.
Sobre la nación, andan socialdemócratas e izquierdistas más izquierdistas asumiendo que la inmigración degrada los salarios de los nacionales y que el coto a la inmigración es parte de la protección de los proletarios. Ahí tenemos a Anguita aplaudiendo las medidas de Trump y el gobierno italiano (Anguita dice ser muy laico en política y por eso acepta las buenas ideas vengan de donde vengan. Me parece una persona respetable, pero como él soy laico y abomino la barbarie venga de donde venga. Cree que se puede estar en parte de acuerdo con un gobierno que en conjunto sea ultra. Yo soy zalamero con los niños, supongo que tendré que decir que los pederastas en parte hacen las cosas bien). Frente a esta postura, otros izquierdistas se desmelenan contra naciones y estados diciendo que lo importante es la clase social, no la nación, como si hubiera política apátrida imaginable. No comprendo la dificultad de ver lo obvio. La izquierda debe interiorizar dos cosas: 1. el estado nos protege de los poderosos de fuera y de dentro, no de los pobres de fuera (por eso los poderosos de fuera no quieren naciones y los de dentro quieren un estado «pequeño»); y 2. sólo en la estructura estatal cabe la democracia. El estado nos protege de la rapacería de los imperios económicos y financieros. Por eso los neoliberales querían el TTIP, por eso a Eurovegas le sobraba que en España hubiera leyes, por eso Vargas Llosa habla contra la nación y la tribu. El estado es el ámbito en el que es posible la democracia, no hay democracias continentales ni planetarias. La globalización debería consistir en estructuras que articulen estados. Cualquier izquierdista debería ver esto claro y no perderse en internacionalismos sin estados. Pero más chocantes son los izquierdistas que creen que el estado nos protege de los pobres y que creen que son los inmigrantes la amenaza. Está pasando con la socialdemocracia e izquierdas alternativas. Y Anguita.
Pero no confundamos. La izquierda es culpable de desnortar su discurso y fortalecer a la extrema derecha infectando su discurso con el suyo. Pero no tiene la culpa de su irrupción y ascenso. Los neoliberales se dedicaron a crispar las diferencias benignas que se dan en la población, haciendo creer a la gente que su vecino es una amenaza para su familia o tiene ribetes terroristas. Y aprovecharon para ello el dogmatismo que inyecta la iglesia de turno en la gente. Ellos sí tienen culpa de la emergencia ultra. Ni Merkel quería a Salvini ni Bush quería un Trump proteccionista que echara a perder el TTIP. Se les fue de las manos.
Y no hablé de Vox. No lo hice porque no tiene que ver con todo esto. Vox es un charco residual y cutre de un franquismo zombi que practica un patrioterismo hortera y ruidoso. No es peligroso. Casado quiere incorporar esa ranciedad porque él es así, un rancio sin estudios y con poca inteligencia natural. Y Rivera hace lo mismo por lo mismo. Cuando las encuestas lo hicieron sentir presidente mostró su nivel y fue de sonrojo. De momento España está al margen de ese mal viento. Los de aquí son sólo unos memos horteras.

Aznar, Grecia y Salvini. Juntemos piezas

Lo de Aznar es muy sencillo porque requiere pocas pautas. Y a la vez es difícil porque se necesitan cualidades infrecuentes. Limpiar la fachada de un rascacielos a la altura del piso 93 es sencillo: sólo hay que ponerse en un andamio y limpiar; es sencillo si no hay altura que te dé vértigo y esa es una cualidad poco habitual. También es sencillo ir a la Universidad y dar clase desnudo: sólo hay que quitarse la ropa antes de entrar en el campus. Lo que lo hace difícil es que se requiere una falta de pudor infrecuente en la población. Aznar es capaz de ponerse ante el Parlamento durante horas, con terribles delitos y bochornos en su gestión pública y en el partido que dirigió, ante diputados hostiles hasta el límite, y salir del envite sin pasar apuros, ufano y casi divertido. Los suyos creen que es un crack.
Decía que no es tan difícil porque sólo es seguir tres pautas. La primera es mentir y negar lo que haga falta sin pestañear, con aplomo, sin vacilaciones, sin argumentos ni rodeos y sin dar importancia a los hechos palmarios. Aznar puede negar con convencimiento que no conoce al padrino de boda de su hija o que haya sentencias judiciales contra su partido. La segunda es reformular la pregunta que se le haga y decir lo que quiera como respuesta a la pregunta que nadie le hizo. Es seguir al pie de la letra la técnica de aquella antología del disparate que se publicó hace no sé cuántos años. En un examen se preguntaba dónde desembocaba el Volga y un estudiante contestó: «no lo sé, el tema que me sé bien es el del esqueleto». Así, en la época de Irak cuando a Aznar se le escapaba el acento tejano, le preguntaron por las atrocidades de las cárceles de Guantánamo. Aznar decía «si lo que me está preguntando es si EEUU es una democracia, le contesto que ya me gustaría a mí que España tuviera la solidez democrática de ese país». De Guantánamo no decía nada, contestó la del esqueleto, que era la que se sabía. Y así sigue. Y la tercera pauta es soltar todo tipo de acusaciones, basadas en cualquier mentira que alguien haya dicho en alguna parte, contra quien le hace las preguntas. Las acusaciones palmariamente falsas soltadas en batería son provocativas. Si le dice a un diputado que un juez sentenció que Podemos había recibido dinero de Venezuela y de Irán y que la cantidad es más o menos la de toda la Gürtel junta, la respuesta civilizada es complicada, porque la acumulación de mentiras hace dispersa y errática cualquier respuesta y porque el nivel de absurdo hace difícil improvisar un hilo racional: ningún juez sentenció nada contra Podemos, Venezuela no financió a Podemos, Gürtel fue mucho más grave que unas decenas de miles de euros; por dónde empezamos.
Todo consiste en mentir sin concesiones, en contestar a lo que no se pregunta y en acumular insultos rápidos y frecuentes. No hay apuros y se está indignando permanentemente al adversario. No es tan difícil. Pero no todo el mundo puede estar tan tranquilo en un andamio en el piso 93 ni todo el mundo puede juntar el cinismo que requieren pautas tan sencillas como las que sigue Aznar. El cinismo requiere una desafectación singular del efecto que uno pueda estar causando en la estima de los demás cuando incumple el decoro o las reglas más habituales. El problema para andar desnudo por el campus universitario es que la mayoría de la gente no puede sobreponerse a la conciencia del efecto que causa en los demás. El mecanismo se llama vergüenza. La técnica de Aznar es fácil si eres lo bastante cínico y sólo se puede llegar a esa cima de cinismo desde una falta de vergüenza inusual incluso en políticos montaraces. Los suyos creen que gana, porque nadie le hace pasar un mal rato y los demás bufan de indignación. Y no dan importancia al detalle de que sólo convence a los acólitos y provoca sonrojo en los demás.
No deben pasarnos inadvertidos los detalles relevantes. Con Aznar llegó a la política lo que la Iglesia ya hacía y que en EEUU Lakoff llamó guerra civil cultural. Los neoconamericanos, los de Bush, querían favorecer a los ricos y quitar programas sociales a los pobres. Pero necesitaban los votos de los pobres para ganar y, por tanto, que votaran contra sus intereses. La gente vota por sus intereses, pero más por identificación cultural o moral con los candidatos. Así que había que forzar el contraste de modelos morales y tensar las emociones al respecto. Los oponentes tenían que ser un peligro para la nación, para la familia y para la riqueza. Eran enemigos. La Iglesia lleva años predicando, no el evangelio, sino el caos del laicismo, el odio de las feministas, la desaparición de la familia y del reducto más íntimo de lo que somos con los homosexuales. Aznar se apuntó a esa guerra civil cultural y Zapatero era casi ETA, o ETA entera. Siendo Aznar Presidente, cada atentado de ETA era una catarata descerebrada de acusaciones contra el PSOE. Aznar consiguió que los suyos odiasen a la otra parte. Rajoy fue más extremista que Aznar, pero no siguió esa pauta neocon. Por eso les parecía blando y de convicciones poco firmes.
La cosa es que a los neoconamericanos les estalló Trump debajo de la mesa. Cultivaron un cóctel muy peligroso. Inyectaron a la vez desesperación y furia. La desigualdad disparó la pobreza y la desprotección. Y el estilo desabrido de proyectar furia contra el enemigo y señalar como enemigo al vecino llenó amplias capas de la población de indignación. Para eso estaban sus tertulianos y lacayos mediáticos. Y la bestia se hizo posible. Bush y los neoconno querían esto. Se oponen públicamente a Trump y ahora predicen tormentas de recesión económica, pero no por los liberales demócratas, sino por su colega republicano. Su programa no era el fascismo, pero ahí surgió. Europa no quiso cultivar el enfrentamiento cultural a la manera de los neocon, Aznar y la Iglesia. Pero quiso cortar de cuajo las veleidades de una izquierda alternativa de propósitos poco claros que asomaba cuando llegó la onda expansiva del derrumbe financiero de Lehman Brothers, las fatídicas consecuencias de tanta desregulación que habían practicado Bush y susneocon. La UE escarmentó a todos en el culo de Grecia. El rigor en el tratamiento de la deuda griega con aquellos nefastos rescates llegó a niveles de crueldad. Y aquí en España fue también una práctica devastadora e innecesaria. Se podían haber hecho otras cosas, ahora lo dice ya la prensa mainstream. Había que escarmentar y advertir a los populismos de izquierda. Y ahora a la UE le estalla debajo de la mesa Salvini, Le Pen, Orbán y toda la ultraderecha europea, coordinada y fuertemente ayudada por el fanático americano Steve Bannon. El rigor extremo de la UE creó el mismo cóctel: desesperación y furia. Parar los pies al populismo de izquierdas no hace desaparecer la desesperación y la furia. Y ese combustible es fácilmente inflamable. Ahora en la UE crece el monstruo que quiere corroerla y dinamitarla de verdad. La izquierda quería un cambio de reglas, no la disolución de la Unión. Lo de la extrema derecha es otra cosa. Y ahora los padres del rigor presupuestario y fiscal, los adalides de los devastadores rescates griegos, están desbordados y no saben cómo parar esto.
Aznar es un grumo ácido del pasado y de él sólo hay que recordar esa estrategia de extender infamias y desquiciar nuestras apacibles diferencias como si fueran trincheras, para que la gente no vote guiada por sus intereses. Y que el ambiente resultante, cuando se le añade tanta injusticia como hicieron los neoconen EEUU y los yonquis del rigor fiscal en la UE, lleva a esa furia antisistema que acaba en Trump o Salvini. Por fortuna, en España el miedo a la inmigración es todavía bajo y Casado y Rivera andan despistados. El cuelgue de los inciensos santurrones del nacional catolicismo y de antiguallas franquistas los aleja de lo que está dando músculo a la extrema derecha en otros sitios. Son demasiado mediocres y poco intuitivos. Pero el combustible de la desigualdad y la indignación está derramado y es inflamable. Como en todas partes. Qué cuadro González y Aznar aclarándonos el rumbo de la historia.

Cataluña reloaded: la misma desesperanza pero más claridad

El alcalde pepero de Torrox dijo que el crimen machista sucedido en su pueblo tuvo la parte positiva de que ahora se conoce el pueblo en toda España. Luego pidió perdón. Si se trata de mujeres asesinadas o de asesinatos franquistas, uno sólo tiene que disculparse con desgana por «si ha ofendido a alguien». Pero la gente positiva como este alcalde me contagia y buscaré lo positivo del marasmo hispano-catalán. Lo único bueno que se puede decir en el año 1 después del 1-O es que las cosas no están mejor, pero sí más claras. Y eso no es poca cosa. Citius emergit veritas ex errore quam ex confusione, dice una manida cita de Bacon. Antes se llega a la verdad desde el error que desde la confusión, mejor acumular errores claros que verdades confusas.
Empezamos por las estrellas de este 1-O, los CDR. Con los movimientos sociales pasa como con los grupos que salen a cenar un sábado. Cuando la cohesión o el tamaño del grupo alcanza un punto difícil de precisar, el grupo se hace ensimismado, pierde la referencia del exterior y desaparece de sus modales toda compostura hacia los demás parroquianos que también intentan distenderse masticando sus calamares fritos. Quien se haya topado con una despedida de soltero, de esas con penes de plástico en la cabeza, sabe de lo que hablo. La fuerza de una causa social no se mide sólo por su número de seguidores. Se mide también por la movilización que comporte. Es evidente que el independentismo catalán está fuertemente movilizado y que esa es parte de su fortaleza. No tengo empatía con los nacionalismos como para disfrutar con ello, pero las Diadas de los últimos años fueron envidiables. Las siguieron multitudes, la identificación con el acto fue intensa y la organización impecable (no es fácil semejante movilización sin que haya altercados que revienten el guion). Los CDR aparecieron como grupos organizados y muy motivados, que lo mismo sembraban las playas de lazos amarillos que paraban el AVE. Pero es que hay un punto, también difícil de precisar, en que esas agrupaciones civiles que irrumpen organizadamente en la vida cotidiana y hacen sentir que están ahí siempre y en todas partes toman aire paraoficial, como de escuadrones. Dan resquemor organizaciones de cualquier tipo que actúen como autoridad paralela tolerada. Acaban actuando con reglas propias y sin referencia a normas y situaciones, como una despedida de soltero a lo grande. Llegan a ser puro interior y a no tener más resortes de conducta que los que surjan de ese interior. Este 1-O desplegaron ya conductas agresivas y ensimismadas. Se hizo más claro que no son buena señal grupos tan operativos con tufo paraoficial.
C’s fue la fuerza más votada en las elecciones a las que abocó el 1-O. Desde posición tan ventajosa mostraron durante estos meses las ideas e iniciativas que tienen para Cataluña: ninguna. Ni siquiera hicieron el gesto de presentar su candidatura a la Presidencia de la Generalitat. La bronca catalana llenó la política nacional de sensación de emergencia y C’s se disparó en las encuestas. El protagonismo demoscópico desnudó la pequeñez de Rivera y la moción de censura lo desenmascaró. Pero el combustible de mala saña que esparce la crisis catalana sigue ahí y es el único que hizo carburar a C’s. Así que esa es toda su estrategia: enconar y malmeter, que todo el mundo saque lo peor que tenga, que Cataluña sea el surtidor que llene de resentimiento a España, visto que en ese río llegaron a pescar. Casado invitó al PP a disputarle esas miserias a Rivera y el PP dijo que sí. Ahora compiten en brutalidad, porque el primero que le dé por razonar pierde. El PP no necesita imitar a Rivera en este afán porque tiene ya experiencia en crispar inquinas territoriales en busca de bocados. Este lunes dieron una última y lamentable muestra. Los gobiernos de España y Francia, con las víctimas, proclamaron el fin y derrota de ETA en un acto solemne. Pero allí ya no había cadáveres. Y las víctimas ya habían exigido que su nombre y memoria no se utilizaran en las pendencias políticas. Así que al PP no se le había perdido nada en ese acto. Si no hay muertos de los que culpar a los rivales, ni víctimas que manipular, el asunto no va con ellos. Cualquier día Rafael Hernando les dice que sólo buscan subvenciones.
El balance de Rajoy no admite dudas: un fiasco para España. El 1-O los servicios de inteligencia hicieron el ridículo; les pasaron por el morro miles de colegios electorales abiertos y llenos de urnas y papeletas que ellos creían haber requisado. La perreta del Gobierno arrastró el nombre y credenciales de España con imágenes de dementes cargas policiales, Puigdemont pasó de payaso de feria a personaje y los nacionalistas pusieron la cuestión catalana donde siempre había querido: en la atención internacional. Los presos preventivos que quedaron de aquello son justo lo que mantiene unido al independentismo. España no para de llevar desaires judiciales que denigran nuestra imagen. Nadie con buen juicio puede entender que la independencia sea desenlace de consenso. Nadie puede convalidar el sectarismo rabioso con el que los nacionalistas dan por inexistente a la mitad del Parlamento catalán y de la población, como si fueran okupas marcianos. Pero lo más visible del problema son los presos. Rajoy dañó gravemente la imagen de España justo donde realmente se juega la partida: en la comunidad internacional.
El PSOE está manteniendo la templanza sin entrar al trapo, como debe. Pero ahora se ve más claro que volvió a ser absurdamente arrastrado por el PP hace un año. El PSOE es poco combativo. Cuando el PP aprovecha un momento de tensión para acusarlo de cómplice con los separatistas, de los antisistema o de los terroristas, se acobarda y encubre su pusilanimidad con un falso «sentido de Estado» difuminando su posición, que es bien necesaria. Hace un año tenía que haberse opuesto en caliente, en vivo y en directo, a la enloquecida actuación policial del PP, además de cargar contra la Generalitat. Tenía que haberlo hecho porque era lo que pensaba. Hubiera soportado por unas horas que lo asimilaran a la ruptura de España y a todos los demonios. Pero ahora tendría una voz más sólida en España, en Cataluña y en el exterior. En los momentos de tensión (Cataluña, pacto antiterrorista, crisis económica), renuncia a sus ideas y se oculta bajo un sentido de Estado que en realidad son las faldas del PP. Cuántas crisis necesita para ver esto.
El nacionalismo tiene a las instituciones catalanas yéndose por el desagüe. Además sólo las catalanas. En el Parlamento nacional PDeCAT y Esquerra están manteniendo sus posturas sin ensimismamiento y están interviniendo con contenido. Son bastante más cerriles y camorristas PP y C’s. Lo único que impide que el tejido nacionalista se haga harapos son los presos preventivos. No hay estrategia, ni rumbo. No hay ventanas que den al exterior ni se encuentran a sí mismos en su espacio cerrado. Se enredan en simbologías sin fin y llegaron a convencerse de que hay una «legitimidad democrática» por encima de la ley o de que «la gente» es antes que la ley. El combustible de arranque del furor independentista era tóxico, entre ramalazos supremacistas y egoísmo de comunidad rica. Ahora entre CDR desnortados, CUP en las nubes, PDeCAT en lo más alto de la extravagancia y Esquerra circunspecta alcanzaron niveles de ridiculez que ya no invitan al debate, sino sólo a la contemplación. El pintoresco señor Torra se asustó con el vocerío de los CDR y lanzó un ultimátum y escribió a Trump y al Papa. ¿No queda vida inteligente por ahí?
El enfrentamiento y el odio es la esperanza de las derechas y de los independentistas. Los dos sacan ventaja de él y lo seguirán avivando. La Corona se desvaneció hace un año, la templanza no encuentra sitio y nadie puede imaginar si lo siguiente a Torra será mineral, animal o vegetal. Pero el tiempo va dando claridad. Algo saldrá de eso.

Charlas privadas y comisarios infectos

La escena más recordada de Río Bravoes el momento en que Dean Martin, con ansia de alcohólico, necesita dinero para beber y el malvado Nathan le ofrece una moneda pero tirándosela a una escupidera de metal con aspecto ánfora pequeña. Coger la moneda tenía dos inconvenientes. El primero es que es asqueroso revolver con la mano las babas y esputos acumulados para buscar entre esa masa viscosa la apetecida moneda. El segundo es la humillación de trabajo tan ingrato entre las risotadas de la parroquia que se divertía con su degradación. Y tenía una ventaja: con la moneda tendría su vaso de whisky y calmaría su ansiedad insoportable. Por supuesto la ansiedad es mayor que la autoestima y, si no fuera por la patada salvadora de John Wayne a la escupidera, allí habría dejado sus últimas raspas de dignidad. A favor de Dean Martin hay que decir que la tentación es muy comprensible. Sólo eran unos segundos asquerosos a cambio de unas horas de calma.
Y en la vida pública también es comprensible. Cómo ignorar información de evidente relevancia pública que divulgue Villarejo. Y cómo no sentir arcadas si la información la filtra él, es decir, si hay que revolver al Estado y sus instituciones entre flemas de rufianes para sacar esos datos. El incidente de esta semana plantea cuestiones más trascedentes que la dimisión o permanencia de Dolores Delgado en el Gobierno. Plantea cuestiones de método, es decir, si somos leales a la etimología de esta palabra, cuestiones de buenas prácticas enredadas en las babas que Villarejo tiene pingando sobre nuestra actualidad.
La primera cuestión es que si hay basureros como Villarejo es porque hay basura. Nadie puede pringar al Estado con información si no hay mierda de la que informar. Y la porquería es sistémica. Proteger a personajes de alta relevancia pública para evitar la desestabilización que puede venir con el escándalo acumula ignominia en el Estado y sus estructuras. Así quedan las instituciones vulnerables para que cualquier basurero paciente que acumule mondongos y detritus las desestabilice más de lo que las desestabilizaría el escándalo que se tapó. Deben acabarse ya aforamientos, inviolabilidades, prescripciones de delitos de trascendencia pública, secretos de estado que no tienen que ver con el estado y opacidades. Hay demasiadas líneas de investigación que se estrangulan porque el cable acaba pasando por la Zarzuela. Si alguien cree que los lodos que se acumulan con esos estrangulamientos dan estabilidad a la Corona deberían ir sumando dos más dos.
La segunda cuestión es manida: los partidos deberían sobreponerse a las miserias del corto plazo y educar un poco más su actividad en un estilo reconocible y una mínima coherencia sostenida en el tiempo. No es la primera vez que la fetidez del aliento de Villarejo ofende la vida pública. La respuesta que hubo a las gravísimas maniobras del sectario Jorge Fernández para fabricar pruebas falsas contra rivales políticos fue una respuesta tibia si la comparamos con la que vivimos esta semana. Y no sólo por parte del PP. La conjura de Jorge Fernández iba contra los independentistas y contra Podemos. Parte de la tibieza del PSOE tiene que ver con esa debilidad tan humana de sentir como una caricia al enemigo de mi enemigo. Un partido tiene más predicamento si no tolera lo intolerable ni cuando le perjudica a él ni cuando perjudica a su enemigo. Lo que da alas a la mefítica influencia de Villarejo no es sólo la existencia objetiva de basura bajo las alfombras del Reino. Es también el oportunismo mezquino del beneficiado de turno en cada maniobra.
La tercera cuestión son los efectos devastadores de la famosa ley del embudo. La ley del embudo no cuestiona la norma, sino que pretende una excepción injustificada. Pero es infecciosa y acaba con esa norma y las normas contiguas. El problema no es que se entierre la gravedad de lo que contenía la cinta de Corinna sobre el Rey emérito. El problema es que, tras semejante excepción, puede parece inmoral examinar lo que pudiera atañer a la ministra Delgado o a cualquier otro. La excepción injustificada acaba minando la norma y conduciendo a una barra libre insoportable. El PP gritó en nombre del movimiento LGBT, se desgañitó por la mentira de la ministra que decía no conocer a Villarejo, se rasgó las vestidura por el machismo de aquellas palabras grabadas. El PP golpeaba la mesa con los zapatos porque una ministra había mentido, quién lo diría: el PP; por mentir. Y por los homosexuales y la igualdad de género. No se puede negar que unas dosis de cinismo demasiado elevadas nos llenan los engranajes cerebrales de arena e impurezas y nos puede hacer perder las referencias normativas que deberían estar claras para escrutar la conducta de Delgado. La ley del embudo, el cinismo desbocado, lo mina todo.
La cuarta cuestión tiene que ver con la trascendencia pública de conversaciones privadas. Aquí todo consiste en separar el grano de la paja. La mayoría de lo que se dice en privado (no importa si es amigo íntimo el interlocutor o es alguien a quien acabamos de conocer) es paja. En privado no se habla con más sinceridad. Se habla con más descuido, la falta de consecuencias nos hace salirnos de los renglones, nos gusta quitarnos la faja y ponernos en zapatillas cuando estamos fuera de los focos. Cuando uno está solo en casa y eructa, no demuestra sus verdaderos modales. Si fuera mágicamente posible, creo que nadie querría oír lo más duro que haya dicho de él cualquiera de sus amigos más próximos. Y haría bien, porque esa no sería la realidad de su afecto. Las tecnologías permitirán airear cada vez más cosas que se dicen con distensión y tenemos que acostumbrarnos a tratarlas como lo que son: paja; y no enredar por mal que suenen. La gente seguirá teniendo privacidad y no pueden servirnos para la vida pública sólo quienes interpreten modales sociales hasta cuando se echan a dormir. Revolver en los humores cambiantes y expresivos de la privacidad sólo sirve para alimentar el oficio de basurero del Reino. Pero decía que no podemos pasar por alto el grano. Jefes de Estado con testaferros de cuentas oscuras o amantes en tareas de Estado no pueden pasarse por alto, por fétidas que sean las fuentes.
La quinta cuestión es agridulce y tiene que ver con la conducta de bancada de la derecha. Oyendo los gritos y aporreos de PP y C’s y su cinismo y leyendo las bajezas de su prensa afín, se percibe que Villarejo no es un basurero excéntrico, sino sólo la avanzadilla. Malo es que haya que recoger datos de una escupidera llena de flemas, pero peor es comprobar cuántos políticos hay que se encuentran en su elemento en la inmundicia. Eso es agrio. Pero hay una parte dulce. El desapego de la población por sus representantes y la furia por sus condiciones de vida provocó la explosión de Podemos. Esa furia no la pilota ya Podemos, pero sigue siendo combustible derramado y la extrema derecha se está alimentando en Europa de él. La conducta de nuestras derechas hace pensar que España no parece de momento cerca de ese padecimiento. Puede que con su gamberrismo y sus algaradas franquistas la derecha saque algo. Pero el tipo de indignación que está nutriendo a la extrema derecha de verdad se sustancia en un discurso más unívoco, menos ondulante, más mimético de discursos populares adulterados, más ateo y descreído, con una apariencia más de clase baja. Estas histerias impostadas (¡qué babosada de Cherines decir que el peaje del Huerna es para Urkullu y Torra!) desafinan con la incomodidad de la población y no están en el surco que lleva a Salvini y demás indeseables.
Esta semana la vida política empeoró y se hizo un poco más vulgar. No vale la resistencia cínica con que el PP mantuvo a delincuentes en cargos, ni la resistencia ofendida de Montón cuando no podía ignorar desde el principio su situación, ni las reacciones ofendidas histéricas a la primera insidia de la derecha y su caverna mediática. Ahora no toca añadir ruido al ruido de los camorristas. Ahora toca un poco de estilo.