domingo, 9 de diciembre de 2018

Después de Andalucía. Por una izquierda menos reactiva y más reflexiva

Ya lo decía yo, están diciendo todos. Para el graduado Pablo Casado el resultado de Vox demuestra que él tenía razón. Vox es el PP escurrido y concentrado, lo que es el PP cuando están a solas y llaman al pan pan. Es lo que él decía en las primarias, que Soraya era hojarasca sin tronco ni raíz y esos diputados de Vox demuestran lo que él decía, que somos lo que nos decimos cuando no nos oye nadie. Rivera también se dice que ya lo decía él, que constitución y Franco no son incompatibles, que él sólo ve españoles. Susana Díaz dice que ya lo decía ella, que con tanto populista y separatista enredado con Sánchez pasa lo que pasa. Sánchez y Ábalos se dicen que ya lo decían ellos, que no es no, y que Susana Díaz no es que deba dimitir, pero el PSOE andaluz tiene que regenerarse sin ella. Errejón y Llamazares se estarán diciendo que ya lo decían ellos, que Unidos y Podemos no pegan.
Lo de Vox tiene que ser culpa de alguien. La izquierda está llena de egos y ya rugen sus púlpitos. Lo de Vox es culpa de la izquierda. Esa es la liturgia, a pesar de las evidencias: la izquierda no lleva a la gente al fascismo; y si resulta que por mover la momia de Franco salen de sus alcantarillas, es que ya estaban ahí y no fueron los polvos de hadas de la izquierda. La clase baja está cada vez más desprotegida, pero no porque la haya abandonado la izquierda. El supuesto apoyo a la extrema derecha de la clase baja desesperada y abandonada por la izquierda es una necedad de chigre. Hay, sí, una capa baja que vota a la extrema derecha, pero demasiado fina en el sandwich ultra para ser relevante. A la extrema derecha la apoyan y la financian gente rica y organizaciones ultraconservadoras (ya oímos a algún obispo). Los puntos exigidos por Vox se concentran en la reivindicación de Franco y el centralismo, el machismo sin maquillar y la bajada de impuestos a los ricos (incluido el de sucesiones). No hay nada para las clases bajas. Hay extrema derecha, y no extrema izquierda, simplemente porque la extrema derecha es viable, porque tiene financiación y el sistema acepta esa deformidad, y ni una ni otra cosa ocurre con la extrema izquierda. La extrema derecha es cosa de ricos y acomodados con especial impiedad.
Lo divertido de la tesis de que la izquierda abandonó a las clases bajas no es la afirmación en sí, ni la de que eso convierte en fascistas a los más débiles (como si el fascismo fuera cosa de débiles). Lo divertido es la manera en que el relato establece que la izquierda abandona a las clases bajas. La izquierda se distrae de las desigualdades de clase porque anda con flores en la cabeza en causas feministas, animalistas, LGBTI o veganas y las clases bajas se entregan a nuevos credos enérgicos. Se citan causas variadas, urbanas y universitarias, pero en realidad el enfado es con el feminismo. Si no fuera tan activo el feminismo, no molestaría a ninguna izquierda el veganismo ni la retirada del timbre en las escuelas porque sobresalta a los niños. No se ve por qué la indignación ante cada violación, cada mujer muerta o cada estereotipo irritante distrae de la desigualdad de clase, como si además la condición de mujer no fuera un factor estadístico de pobreza o menoscabo económico. Los prejuicios de género son tan profundos como los raciales y afloran en los más variados dialectos según se sea obispo, novelista, ex político en formol o teórico de la revolución.
La izquierda tiene culpa de que la gente no los vote, pero no de que haya votos fascistas. Y por eso no es bueno reaccionar como un juguete roto. A veces hay más sabiduría en la tozudez que en tomar nota y cambiar. Una vez decía en un corrillo que también es bueno no aprender. Si le ponemos a un alumno un examen aparte porque no podía ir en la fecha oficial y luego sabemos que nos mintió, lo prudente es no aprender. A base de escarmentar y no volver a tropezar en cada piedra, con los años te vas convirtiendo en este tipo raro y hosco que nadie sabe qué le pasa ni dónde tiene la escocedura. La izquierda no tiene que tomar nota y hacerse un poco más nacionalista y severa con los inmigrantes. Ni tiene que aprender de la experiencia y ser más displicente con la desigualdad de género. Ni añadir alboroto al estrépito independentista. Es decir, no tiene que inyectarse una dosis leve de la brutalidad ultra para conjurarla. Ni tampoco decretar alarmas fascistas desencajadas. Pero no está mal que reflexione. Al menos sobre tres cosas.
En primer lugar, la izquierda toleró, por renuncia o por incompetencia, un discurso sobre el franquismo y la reconciliación equivocado. En ese discurso se identifica a Franco con la guerra y a partir de ahí vienen las milongas de dejar atrás aquella contienda fratricida y de no remover viejas heridas, como si la guerra hubiera terminado en el 75. La guerra terminó en el 39. Y Franco siguió persiguiendo y matando hasta el 75. Siempre se dijo que era un dictador, pero la izquierda no introdujo en el imaginario común con la debida gravedad que Franco fue un criminal, con más víctimas y calamidades que ETA. La derecha nunca cortó las sondas por las que le llegaban materiales franquistas y la abulia izquierdista permitió que siempre se pudieran enhebrar hilos franquistas en los discursos conservadores sin que se perciba tal cosa como complacencia con el crimen. Es notable que hoy el nombre de Venezuela sea más antisistema que el de Franco. Y el PSOE no debe olvidar quién sembró la patraña de Venezuela en España: fue Felipe González y sus oscuros intereses y razones para que Podemos no se acercara al Centro Nacional de Inteligencia. Ahora le escupen también al PSOE el nombre de ese país, al que algún día habrá que pedir disculpas, mientras se vitorea a Franco a plena luz del día.
En segundo lugar, la socialdemocracia en general y el PSOE en particular deberían empezar a comprender que los consensos no tienen por qué alterar los idearios. Una cosa es que se llegue a consensos y compromisos que incluyan la monarquía y otra distinta que dejes por ello de ser republicano y mantener en la agenda pública tu condición de republicano. Es sólo un ejemplo. La socialdemocracia tiende a convertir en ideario propio el consenso con otras fuerzas, por lo que el ideario de partida se va desdibujando y la socialdemocracia se va vaciando de contenido y convirtiendo en apenas un colorante del caudal neoliberal. Cuanto más voraz y poderosa es la otra parte, más combativa es la actitud de mantenerte en el mismo sitio y la socialdemocracia prefiere su condición de establishment que la actitud de lucha. Hasta que desaparece de todas partes. Aquí el PSOE cree que ya pasó su mal momento y se equivoca.
Y en tercer lugar, en la izquierda hay un problema de identidad que se mueve, según los casos, entre la autoafirmación adolescente y el narcisismo y que afecta a políticos y votantes. El votante de izquierda ideologizado no percibe su voto como algo instrumental sino como una descripción de sí mismo. Los líderes le dan motivos sobrados de deserción (que nos lo digan a los gijoneses), pero no necesita mucho. Deja de votar a la mínima y confunde la exigencia con la falta de compromiso. Pero esa plaga está enredada en los políticos. Ahí tenemos a unos cuantos egos montando Actúa u otras agrupaciones inanes con cara de trascendencia y siempre por la integración donde yo sea visible. Y ahí tenemos los jolgorios de Podemos, que serían bienvenidos si hubiera forma de explicarlos como diferencias de ideas o estrategias y no confrontaciones de egos o efectos de intrahistorias espurias.
El coscorrón andaluz no requiere reacciones nerviosas ni alarmas sin rumbo, sino repasar el rumbo, exigirse un poco más y dejar de hacer el memo. Los niñatos narcisistas que vayan a tratarse, los votantes que muevan un poco el culo y dejen de ser tan estupendos y los que no quieren molestar que sean honestos y se pasen a Ciudadanos, que para eso está.

Ética. Bebés tuneados y esa mala palabra

Lo más inquietante de esos bebés chinos alterados genéticamente para ser resistentes al SIDA, haya lo que haya de verdad en ello, es que ya se puso en el centro la palabra «ética» y el asunto amenaza con quedar bajo la carpa de esa palabra. Lo que dice el diccionario de ella es, desde luego, ampliamente apetecido, pero en la vida pública la palabra se usa unas veces para cosas malas y otras, como el caso que nos ocupa, para cosas muy malas.
Frédéric Pajak atribuye a Bougainville la frase de que sólo cuando abandonamos una cosa le damos nombre. Cuando el mundo era tan reciente en Macondo que las cosas no tenían nombre, dice García Márquez que la gente se refería a las cosas señalándolas con el dedo. Es posible que, si siempre tuviéramos a nuestro lado el objeto al que queremos referirnos, nos conformaríamos con señalarlo con el dedo y que ciertamente darle nombre sea la manera de tratar con su ausencia y poder traerlo a la mente cuando no está delante. Esto puede ser dolorosamente cierto en la vida pública. La gestión pública se compone de medidas y actuaciones inspiradas en principios. Los principios tienen que decir algo sobre el tipo de medidas que infunden y, por tanto, deben contener compromiso. En la vida pública compromiso quiere decir contraste con lo que piensan y pretenden otros y a veces hasta conflicto con esos otros. No hay compromiso cuando se dice que se pretende el bien común, la felicidad general o la convivencia en paz. En esas afirmaciones nadie se contrasta con nadie por lo que no se está diciendo nada sobre el tipo de gestión que se pretende. No es que no haya que decirnos o recordarnos alguna vez que la política debe buscar el bien común. Lo que es mala señal es que eso se repita y se proclame como un principio ideológico. A ese tipo de expresiones pertenece la palabra ética. Un político puede decirnos lo que va a hacer para que el Tribunal de Cuentas deje de ser un abrevadero de los principales partidos y sus familias y pueda ser un contrapoder que ayude a la limpieza. O puede decirnos que dejarán de prescribir delitos frecuentes y dañinos que suelen quedar impunes por prescripción. Ahí hay ética con compromiso, es decir, contraste y conflicto. Pero cuando lo que se repite es la palabra ética o moral, con la que nadie contrasta con nadie su punto de vista, hay que pensar en la cita de Pajak y concluir que se repite el nombre de la ética porque estamos tratando con su ausencia. Cuando lo que repites para moralizar la vida pública es moral y ética, no pretendes convocar medidas purificadoras, sino tapar con la palabra la hondonada que deja la ausencia de lo que la palabra dice. Por eso, a pesar de la altura con que reposa en el diccionario, la palabra ética se usa para cosas malas.
Pero decíamos también que para cosas muy malas. Hay temas de gestión pública que son éticos de plantilla, como la manipulación genética de bebés. Uno podría pensar que, de una manera u otra, todos los aspectos de la política tienen que ver con la ética y los conflictos éticos. Pero unos sí y otros no. Un cómico finge sonarse los mocos con la bandera nacional y se le juzga por injuriar símbolos y sembrar odio. A resultas de la broma nadie fue hostigado ni insultado por exhibir ninguna bandera. Sin embargo, sí se aglomera gente por donde pasa el cómico para agitar puños apretados y chillar insultos y amenazas. Uno puede sentir el legítimo conflicto de si la ley que quiere eliminar la siembra de odio no provoca ella misma más odio, porque desde luego hay más alaridos de los que habría si sólo hubiera un cómico que se sonase los mocos con la bandera sin ley que lo castigara. Y hasta podríamos pensar que se trata de un problema ético. Pero en el tratamiento del odio no hay «espinosos conflictos éticos» y sí en lo que hagamos con las placentas. Después diremos por qué los problemas éticos tienden a ser bioéticos. No me sorprende que se considere que hay aspectos de la dignidad humana implicados en el cultivo de células madre y en enredar en el genoma de las personas. Pero yo diría que hay tajadas enteras de la condición humana implicadas en una reforma laboral. Si alguien ve en la manipulación genética una amenaza para convertir a los niños en productos de laboratorio, debería considerar si hay reformas laborales que convierten a muchos adultos en productos sin más y a muchos niños en futuros productos sin más horizonte que ser productos.
La primera razón por la que puede ser perverso clasificar un asunto como éticamente conflictivo es que seguramente no se va a razonar en serio. Llamarlo ético es como arrugar la cara frotar la yema del pulgar con las yemas de los otros dedos y decir que es «complicado» y como que no tiene solución fácil, inaugurar una morralla de tertulias y testimonios y marear la perdiz por tiempo indefinido mientras las cosas tuercen su curso por falta de regulación, prohibición o permiso. Es también sumergir la gestión y racionalización de los problemas en las fantasmagorías inducidas por miedos atávicos, o pesadillas de relatos ciberpunk o en las perturbaciones culturales que producen las novedades. Que sea posible, ahora o en unos años, alteraciones genéticas en humanos no es un tema de poca monta como para sumergirlo desde el principio en oscuridades y a eso apunta la dichosa ética.
Pero además no podemos obviar que los asuntos que tienen implicaciones éticas, aunque hayan aumentado su radio, son los que plantean conflictos de conciencia en las consecuencias de su tratamiento. Y los conflictos de conciencia aluden siempre a credos religiosos. No se reconoce problema de conciencia a los jueces que tengan que aplicar una ley laboral que permita la depredación sin reglas. Los temas éticamente conflictivos de partida son aquellos en los que la Iglesia (en nuestro caso, la Iglesia católica) tiene doctrina y actividad pública comprometida. Son esos casos en que la ley puede chocar explícitamente con obligaciones o prohibiciones de autoridades religiosas y en los que un profesional creyente puede sentir contradicción entre lo que dice la ley y lo que le dicen los intérpretes de su fe. Aunque haya muchos estudiosos ateos y hasta anticlericales, el tratar ciertos temas de gestión pública como éticamente conflictivos es situar la cuestión en el marco religioso. Estar en el marco religioso no es necesariamente ser religioso, pero es jugar en ese campo. La posibilidad de alterar genéticamente a seres humanos es una cuestión necesitada de tratamiento legal, de asesoramiento técnico y de debate público exactamente igual que el tratamiento de las migraciones, las leyes laborales o la sostenibilidad del sistema sanitario. La palabra ética es un roto en el tejido democrático por el que se cuelan prejuicios religiosos en el tratamiento de los asuntos públicos. No se trata de que haya nada perverso en que haya políticos o analistas que tengan motivaciones religiosas en sus posiciones públicas, como tampoco pasa nada que otros tengan motivaciones marxistas. Lo que no sucede es que se considere que el choque de determinados asuntos con el credo marxista deba poner límites a la actividad legislativa o excepciones a los procedimientos. Una sociedad democrática es, por definición, laica, esto es, los preceptos de ningún credo religioso pueden ser marco ni límites a la actividad legislativa, aunque sean la inspiración de las posiciones de algunos legisladores. Por el roto de la ética se pasa a dar entidad legal a los problemas de conciencia y con ellos a tratar de una manera excepcional o directamente prejuiciosa asuntos de gestión pública tan delicados y complejos como muchos otros.
Los credos religiosos tienden a inducir emociones negativas relacionadas con el miedo y la culpa y el centro de la culpa y de la imperfección suelen situarlo en lo que somos y siempre está con nosotros: el cuerpo y sus impulsos. Por eso no creo que sea casualidad que los problemas éticos acaben siendo siempre bioéticos. Situar en la biología el nudo de la dignidad humana sólo se explica por la filtración religiosa en la manera de gestionar estas cuestiones. Por eso, me sumo a quienes manifestaron su preocupación por la noticia de los bebés chinos alterados genéticamente. La noticia se difundió con la consideración de las complejas implicaciones éticas de estas investigaciones. Eso último es lo preocupante.

sábado, 8 de diciembre de 2018

Justicia lameculos, leyes y malas prácticas

El enorme peso de PSOE y PP parece haber deformado las instituciones, como se deforma una cama elástica si depositamos en ella dos bolas de billar. El episodio del Consejo General del Poder Judicial, uno de esos momentos en que la democracia se endereza o acentúa su deformidad, precipitó a los dos partidos nuevos a las dos hondonadas con que los dos partidos viejos habían abombado la estructura del estado. Podemos quedó engullido en los chanchullos del PSOE y C’s se disolvió en una propuesta corporativa alcanforada conservadora. Es un poco raro el escándalo de estos días. Los enredos de la administración de justicia con la parte más grosera de la política son desde hace tiempo una evidencia que no se oculta. Las maquinaciones para quitar y poner jueces según el culo político que estuvieran dispuestos a lamer fueron, son, un enredo insoportable que fue escarneciendo más y más la democracia y nuestra paciencia y que siempre se practicó a la luz del día.
La renovación ahora aplazada del Consejo General del Poder Judicial había sido transparente: los dos partidos principales habían repartido las vocalías por la docilidad con sus intereses que atribuían a los jueces. Nadie lo ocultó. Todo el mundo oyó a los dos partidos explicar que iban a votar a Marchena para la Presidencia unos vocales aún no nombrados, pero ya con el voto cautivo. Casado, que miente cada vez que habla como si estuviera escribiendo su currículum, finge ahora estupor, como si se hubiera quedado sin habla una semana entera del disgusto. Pero fueron los dos partidos los que se felicitaron por una Presidencia apañada. Y Casado más que nadie, porque Marchena fue el juez que decidió que en su caso, y sólo en su caso, no procedía investigar sus másteres regalados o sus alegrías por Aravaca. Hasta sabíamos que Ignacio Cosidó era uno de estos gandules sin talento que se ganan chollos presentes y canonjías futuras por servicios de gamberrismo descerebrado. El androide Data, de Star Trek, preguntaba con curiosidad al capitán Picard, cuando este tocaba maravillado una máquina que de todas formas estaba viendo: «¿La sensación táctil añadida a la visual hace que la sientas más real?» Así somos los humanos. Ya lo sabíamos todo, pero verlo escrito sin pudor en un whatsapp nos lo hace sentir más real, nos crispamos con dolor de corazón sincero y a Marchena le da un ataque de dignidad y renuncia, atención, a una Presidencia que no tenía y que ya había aceptado tener con el voto de unos vocales aún no nombrados, pero ya a las órdenes de los dos partidos principales. No sé por qué tantos comentaristas vieron en la renuncia de Marchena un gesto que le honra a él y a la judicatura. En primer lugar, ¿por qué tardó tanto ese vahído que le produce la subordinación del poder judicial a dos partidos políticos? Los demás ya estábamos escandalizados una semana antes. Y en segundo lugar, si aceptamos la observación de Data y reconocemos que el whatsapp de marras hace demasiado real la bochornosa trapisonda, ¿qué remedio le quedaba, a él y al resto de la cofradía, que salir a patadas de ahí? El sombrío proceso a los independentistas sigue su curso. Los indicios de injerencia política y alineamiento político de jueces son tan contundentes como una piedra en el riñón y todo este baile ensombrece aún más el elemento más desestabilizador que vivimos. ¿Alguien cree que Marchena retorna al procéscon más crédito?
Es una mala costumbre la de ver en la corrupción y en las malas prácticas sólo una parte de las dos que concurren. Cada vez que un político o un partido se corrompen es porque hay un corruptor que pone la pasta y que generalmente se va de rositas. La independencia del poder judicial se lleva añorando desde siempre y desde siempre se concentran las críticas en la actitud degradada de los partidos, que ciertamente lo es. Pero no tendríamos estos episodios si no hubiera jueces, es decir, gente que ya se gana la vida muy bien, que perdieran el culo por nombramientos y favores de los que remueven el caldo gordo del triperío de los partidos; o si no hubiera jueces sin honra que quieran aprovechar su puesto en la justicia para volcar su ideología en la vida pública. Cómo olvidar a Concepción Espejel, la querida Concha de Cospedal, y cómo olvidar lo sembrado que está el campo judicial de esas malas hierbas. Las arengas que quieren ir a la esencia de la democracia suelen incorporar cantos floridos a la independencia de sectores que por definición suelen resultar incómodos para el poder político. Los jueces que tienen que aplicar las leyes y los periodistas que tienen que divulgar lo que está pasando son dos ejemplos. Todos queremos jueces independientes y periodistas profesionales. Pero no se puede camuflar en la debida independencia de actuación el corporativismo (es decir, los privilegios de casta), la irresponsabilidad (es decir, el no rendir cuentas ante nadie) y la impunidad (los inviolables de uno en uno, por favor).
Por supuesto, como se acumula ya demasiado descrédito en la administración de justicia y como sus enredos con los partidos son demasiado visibles, se crea ese estado de ánimo en el que todo el mundo clama por que se haga algo, lo que suele conducir a que se haga cualquier cosa. Ahora Casado y Rivera quieren que la mayoría del Consejo lo nombren los propios jueces. Es decir, pretenden que un poder del Estado sea un cascarón corporativo cerrado al control de los poderes públicos, con las ventanas bien cerradas y con una mayoría conservadora estructural. Aparte de que la propuesta es dañina, hay un error de partida. No se pueden cambiar las leyes cada vez que nos castigan las malas prácticas, porque no hay ley que las pueda evitar. El problema no está en la forma de designar al Consejo. El problema es que los partidos, en vez de buscar candidatos aceptables para una mayoría cualificada del Congreso, hacen la chorizada de pactar una mayoría en la que cada uno consiente a los inaceptables de la otra parte. En vez de la intersección de conjuntos que insinúa la ley, ellos hacen una unión de conjuntos. Pero es que pretender una ley que impida estas sordideces de zoco es como pretender una ley que impida a un ministro de economía aumentar la desigualdad o la pobreza. No hay ley que impida eso. El impedimento tiene que venir de los votos, la movilización ciudadana, la agitación mediática y, en definitiva, ese burbujeo que llamamos democracia.
No entendí por qué a resultas de la agresión judicial de la Manada empezaron a reunir expertos para cambiar la ley. No hay ley que bloquee los disparates de un juez prejuicioso. La independencia de los jueces no puede consistir en que un juez convencido de que la raza negra es subhumana pueda denigrar a su antojo a todas las personas de esa raza. No hay forma de redactar una ley que impida a un racista emitir sentencias dictadas por el prejuicio. Y hay jueces machistas y brutales, como los hay fuera de la judicatura. No hay que solucionar ese problema retorciendo las leyes. Hay que echar a esos jueces. Por qué aquellos tres jueces no iban a ver ahora una peleílla ocasional en el casi asesinato de una mujer ante los hijos de un matrimonio, con la inmundicia que habían acreditado. ¿Van ahora a cambiar la redacción de la ley para redefinir lo que es violencia y tentativa?
Podemos perdió una ocasión para mostrar un estilo diferente a los chanchullos de los dos partidos habituales. Con cosas así se le va una parte del apoyo que podía tener. Pedro Sánchez se mostró demasiado parecido al tipo de políticos por el que la gente manifiesta cada vez más desafección. Y por ahí se le va parte de la confianza que podía ir ganando. El PP sigue mostrándose muy interesado en manipular procesos judiciales contra la corrupción. Que se le siga escurriendo crédito por ese boquete. Así es como se combaten las malas prácticas: con la opinión pública y la movilización, electoral y no electoral, de la gente. No hay redacción de leyes que impida las prácticas miserables. Hay un momento en que ya es el pueblo llano el que tiene que sancionar y revolverse contra lo que apesta.

Algunas cosas que están pasando (a propósito de Alcoa)

A veces no notamos lo que está pasando más que cuando se manifiesta en alguna estridencia. Borges decía que la historia es pudorosa y sólo la percibimos cuando ya pasó. Pero no sólo la historia es tímida. La actualidad también es un bosque que no nos dejan ver los árboles próximos. Los sucesos como el cierre de Alcoa son, desde luego, algo más que síntomas. Tienen una gravedad sustantiva. Pero también son una de esas estridencias que nos muestran lo que está pasando. El suceso en sí parece ser una mezcla de la táctica de crear un problema para ofrecer soluciones y del problema estructural que tenemos con el mercado de la energía. La percepción de los trabajadores es que hace unos años que Alcoa tiene descuidadas las factorías que ahora cierran porque la incertidumbre aconsejaba prudencia con las inversiones. La falta de inversiones fue minando su competitividad y haciendo más espesa esa incertidumbre. Así se va creando el problema que luego se soluciona con el cierre, que acabará siendo una reubicación de la actividad en algún país donde se trabaje por menos dinero. Es un episodio repetido. Por eso desata el temor de que Alcoa no sea el último sobresalto. Los gobiernos se enfadan y dan puñetazos en la mesa, la gente se indigna por la ligereza con que se van empresas tras beneficiarse de recursos públicos, los trabajadores se movilizan, los sindicatos exigen. Pero hay más impotencia que otra cosa. Se podrá lograr algo para los trabajadores, pero el desenlace de esta historia está anunciado. A todos nos apetece exigir algo a nuestras autoridades, pero tampoco sabemos qué exigirles. Por eso el suceso debe hacernos recordar algunas de las cosas que nos están pasando. Y están pasando dos cosas que apuntan a dos conclusiones de tipo práctico.
La primera es que los estados tienen muy poca soberanía sobre su economía. Nuestra ministra de trabajo dijo que el Gobierno no puede hacer nada si una empresa decide irse. Nos aclaró, como Barzini en El Padrino, que no somos comunistas. Lo único que pueden hacer los gobiernos es intentar crear condiciones para que a las empresas grandes les guste quedarse aquí, y esas condiciones suelen ser salarios bajos y derechos inexistentes. Lo mismo sucede con los impuestos. Si queremos los impuestos que garanticen la vejez, salud y formación de la población, el dinero se irá a países sin impuestos y con la población a la intemperie. La falta de soberanía consiste en que no importan los convencimientos que tengan los gobiernos y la gente que los vota. No mandamos sobre nuestro mercado.
La segunda cosa que está pasando, relacionada con la anterior, es que el ritmo del mercado y del dinero desborda los tiempos del debate y las decisiones políticas. La tecnología y la dimensión puramente simbólica de la moneda (de hecho, desaparecerá la moneda física) hacen que el mercado sea las cuatro cosas que remarcaba Chomsky: inmaterial, inmediato, permanente y planetario. Todo lo que bulle en el mercado es ubicuo e instantáneo. Las bolsas y los intercambios son permanentes, hay gente dedicada a alterar la expectativa y el valor de las cosas, se compran y venden muchas veces cosechas de soja antes de que nadie ponga una semilla, los ordenadores que conectan las bolsas no duermen. El mercado está fuera del control de la política. No está fuera de la política. Se está ejerciendo la ideología que consiste en que el mercado esté fuera de control y de reglas.
Y todo esto sugiere dos conclusiones. La primera es la de resistirse a que se diluya la soberanía de los estados en el mercado y sus tratados, porque la pérdida excesiva de soberanía no amplía el radio de aplicación de la democracia, sino que la disuelve. La inevitable globalización no será mínimamente democrática si no consiste en la articulación de estados soberanos. La disolución de los estados es la intemperie, no hay democracia fuera de ellos. El estado democrático, susceptible de confederarse con otros estados, tiene dos enemigos bien visibles, uno hegemónico y otro emergente. El primero es el neoliberalismo, que aspira a que la globalización consista en una expansión libre de las grandes empresas sin reglas ni leyes nacionales a las que obligarse. Los estados les molestan porque son los que legislan derechos, equilibrios y protección. Fingen universalismos y superación de prejuicios tribales pero lo que proponen es una jungla sin más ley que la fuerza. El otro enemigo, el emergente, es la ultraderecha. La extrema derecha quiere soberanía nacional y denigra las confederaciones supraestatales. Pero busca una identificación emocional con la nación, racial y excluyente, basada en su defensa frente a supuestos peligros exteriores, que siempre son personas pobres de otros sitios o de otras etnias. En sus discursos populistas se meten con los poderosos a los que se rescató con nuestro dinero y con los africanos o centroamericanos que nos amenazan. Pero sus leyes son sólo contra los migrantes pobres o contra etnias concretas, lo de los poderosos es sólo retórica. La izquierda más protestona reacciona con uno de dos despistes. Algunos, por reacción al nacionalismo ultraderechista, abominan del estado y la nación y creen que el internacionalismo de clase puede ser su sustituto. El neoliberalismo se frotaría las manos si no fuera por la irrelevancia y nulidad de consecuencias del planteamiento. El otro despiste es el inverso, la reacción contra el neoliberalismo con el nacionalismo como receta, hasta convencerse de que la extrema derecha «en parte» tiene razón y asimilar su discurso. El estado que quiere la izquierda nos protege de la rapacería de las empresas mayores que los propios estados y nos protege de la desigualdad en el interior. El estado del nacionalismo racista es el que nos «protege» de los pobres de fuera y de etnias «que no se adaptan», mientras fortalece la ventaja de los ricos. No comprendo la confusión.
La segunda conclusión práctica es dónde está el campo de batalla para parar casos como el de Alcoa. Está en esas estructuras supraestatales, en la UE, OMC y similares. En España no se puede hacer nada. Pero España es miembro de estructuras supraestatales que son las que pueden hacer algo. Ahí no manda España, pero ahí nuestros políticos pueden hacer una cosa u otra, presionar y organizarse. La extrema derecha nos está dando una lección de la que debemos aprender. En contra de lo que vino diciendo la socialdemocracia y su izquierda las cosas pueden cambiar. No vale desgañitarse aquí con los dueños de Alcoa y apoyar en organismos internacionales la desregulación que pretenden los grandes. Sólo hay que comparar la energía que pone la extrema derecha para que el mundo cambie con la abulia socialdemócrata. Hay tres emociones que afectan mucho a la conducta política de la población: el miedo, la esperanza y el entusiasmo. El PSOE, la socialdemocracia que nos toca, sólo cultiva una: el entusiasmo. La esperanza tiene vocación de cambio, el entusiasmo no. El entusiasmo sólo es la alegría por la situación. Desde que Pedro Sánchez consiguió la presidencia, las redes sociales rebosan entusiasmo de los militantes socialistas, porque estar en el gobierno es ya el cambio y la llegada. Y no cultivan el miedo, ese tipo de argumento que resalta los peligros del rival político. No lo cultivan porque suele haber algo, organizado políticamente o no, a su izquierda y no quieren confundirse con los antisistema. Sustituyen el miedo (que la derecha sí usa contra ellos) por «la responsabilidad». Y así están siempre enredados en el establismenten los organismos internacionales, donde deberían estar dando la batalla contra el neoliberalismo que dicen no compartir.
No se puede hacer nada para evitar que ahora o más adelante Alcoa lleve sus cosas donde se trabaje sin derechos y por menos dinero. Pero sí se puede hacer algo para evitar que esto siga pasando. Trump, Salvini o Bolsonaro nos demuestran que es posible organizarse internacionalmente y cambiar las cosas. Cambiando las cosas a peor nos demuestran que las cosas pueden cambiar. Claro que pueden cambiar.

jueves, 6 de diciembre de 2018

El impuesto de las hipotecas: tribunal ínfimo y neoliberalismo

Libertad, competitividad, responsabilidad, … Estas palabras tienen algo en común: se utilizan contra la mayoría de nosotros. Y no porque sean malas palabras tal como reposan en el diccionario. Esa es la trampa: el perjuicio de la mayoría se expresa con buenas palabras. Forman parte de la propaganda neoliberal habitual. El escándalo Supremo del Tribunal Ídem y el impuesto de marras pone en primer plano, como ya se viene subrayando, el estado de nuestra administración de justicia y la bajeza de las prácticas políticas. Pero nos debería recordar también lo que es el neoliberalismo, cuya propaganda pasó de zumbarnos en los oídos a dejar de oírse por ser ya ruido de fondo, como si una opción política radical fuera normalidad, algo así como la «naturaleza de los tiempos». No se trata sólo de si ese impuesto debe existir (que sí), ni de si la ley y la jurisprudencia son claras en atribuir a la banca ese pago (que sí). Nadie cree que el Tribunal Supremo sintiera vértigo ante su propia decisión si no se tratara de la banca. La banca no es sólo la sede del dinero, sino también de la ideología. En la banca anida el núcleo del catecismo neoliberal, con su libertad, su mercado y su competencia. Pero la intervención de la masa pastosa judicial y política de la que está hecho el Supremo en favor de la banca tiene poco que ver con la competencia y el libre mercado. Tiene más que ver con lo que Vargas Llosa llamaba «esa forma degenerada de capitalismo que es el mercantilismo —las alianzas mafiosas del poder político y empresarios influyentes para, prostituyendo el mercado, repartirse dádivas, monopolios y prebendas». Lo que debe recordarnos este incidente es que no hay más neoliberalismo que esa forma degenerada de capitalismo. No existen políticas neoliberales que no se basen en alianzas mafiosas del poder político y empresarios influyentes que se repartan dádivas y den lugar a monopolios u oligopolios. El propio Vargas Llosa, neoliberal, es una muestra bendiciendo a Esperanza Aguirre como ejemplo del mejor liberalismo. ¿Habrá caso más claro que Madrid de enredo mafioso de política, lucro y rapacería empresarial, es decir, de eso que Vargas Llosa llama versión degenerada del capitalismo, como si hubiera otra?
Las palabras más apetecidas por el neoliberalismo son libertad y competencia. El concepto de libertad es trivial, pero no su consumación en la vida pública. Para entender lo que significa sólo debemos pensar en negativo, en qué es lo que nos puede quitar la libertad. Si no es una glaciación o una enfermedad, lo que me puede quitar la libertad es otra gente. Lo que me puede quitar la libertad es que alguien me encierre o me coaccione y me obligue a obrar contra mi voluntad. Y sólo recuperaré mi libertad si esa gente deja de ser tan libre. La libertad procede de la posición ventajosa que unos tenemos sobre otros. La única forma de que la gente, así en general, sea razonablemente libre es que algunos no sean desmesuradamente libres, es decir, que las posiciones de ventaja estén debidamente compensadas y el poder que parte de ellas debidamente contrapesado y controlado. Por eso los neoliberales y conservadores de todo pelaje, banca incluida, usan la palabra libertad para referirse siempre a las posiciones ventajosas de los de arriba, nunca la emplean para los de abajo. La libertad de enseñanza se refiere a los intereses de la Iglesia, esto es, a la financiación pública de sus centros privados. Se grita libertad desde los púlpitos cuando se habla de los privilegios fiscales de la Iglesia y de los fondos públicos que reciben por todos los conceptos y se llama «liberticidas» a quienes cuestionan tanto momio. Nunca oí a ningún conservador hablar despectivamente de la «cultura de la subvención» para referirse a la Iglesia. Amazon, y es sólo un ejemplo, quiere vender sus cosas en España pagando los impuestos en países donde no haya impuestos. No reclama poder competir ventajosamente con los comerciantes locales que pagan sus impuestos religiosamente. Reclaman la libertad de las sociedades libres. Tratándose de los de arriba, libertad es la palabra.
El Tribunal Supremo revolviendo su propio cuerpo para rascarse esa desazón de turbar la cotización en bolsa de la banca nos recuerda que eso es el neoliberalismo: hacer crecer la ventaja de quienes están en ventaja y llamar a eso libertad. La libertad en la que creen y que practican es la que acabamos de ver, la que tienen quienes llevan en el bolsillo a una alta institución del Estado como calderilla y mantienen su posición ejerciendo la ventaja que tienen. Para los de abajo no se usa la palabra libertad, sino la otra palabra querida del neoliberalismo, la competencia. La sagrada libre competencia es lo que tiene que comprender y asimilar el que pierde. Y es lo que tenemos que digerir quienes pagamos tarifas absurdas por servicios de primera necesidad o comisiones bancarias incomprensibles de tan creativas. Competencia es la palabra para los de abajo cuando tienen que echar el cierre de su negocio o cuando los precios lo mantienen pobre incluso sin estar en paro. Hacia arriba no se usa esa palabra. Ahora que el Supremo blanqueó el trile con que la banca endilgaba al cliente su impuesto, el Gobierno dice que habrá una nueva ley que obligue a que esto cambie. Y Moody’s ya dijo que no había duda de que la banca subiría los precios a los clientes para compensar ese pago. Y los que no somos Moody’s también lo decimos, sencillamente porque ya lo susurró la banca. Como la competencia no va con ellos, pueden decidir lo que harán con los precios como buenos amigos. El neoliberalismo apetece el oligopolio y el monopolio encubierto, no la libre competencia. No quiere civilizar las posiciones de ventaja, sino enardecer el poder que comportan. La competencia tiene que afectar a las fruterías, para ellos quieren un Tribunal Supremo que les evite semejante quebranto. La justicia del beneficio está en ser la contrapartida de los riesgos que se asumen con la inversión. Pero cuando se trata con los riesgos de los de arriba, de golpe se vuelven comunistas. No hay nada más fácil que la gestión bancaria temeraria o la construcción de autovías radiales sin la debida evaluación del mercado. Si sale bien, beneficio. Si sale mal, rescate a cargo de todo el mundo. Liberales para los beneficios y socialistas para los riesgos.
Cuando se trata de la Iglesia, la banca o cualquier otro poderoso, decíamos, la palabra es libertad. Si alguien se caga en Dios o si alguien clama por la miseria de su salario, nos olvidamos de la libertad y soltamos lo del respeto y lo de la competencia, que son las palabras para los de abajo. Y la responsabilidad, que es otra palabra para los de abajo que tiene su gracia. La contrapartida de la libertad es la responsabilidad, en la medida en que eres libre tienes que asumir las consecuencias de tus actos. Así que los desahucios son culpa de quien no calculó que iba a perder su empleo. Que se jodan, dijo en celebrada ocasión Andrea Fabra, sintetizando como nadie el neoliberalismo. Que no pidan ahora que los saque el Gobierno, dicen Alaska y Mario, intentando aparentar una mano de pintura postmoderna en la carcunda más rancia. Pero es bien evidente que la banca no asume ninguna responsabilidad con los desmanes con los que hundieron la economía nacional. En su caso el fracaso se convierte en tarea de todos. Y cuando hacen trapicheos para cargar al cliente con sus propios impuestos, el Tribunal Supremo nos recuerda lo que es el neoliberalismo. La libertad es para los de arriba. La responsabilidad es para los de abajo. Parece un chiste: la libertad de los de arriba exige que los de abajo sean responsables de sus actos. Vargas Llosa ama tanto la libertad que le parece que teorizar sobre la historia es reaccionario. De tan libres que somos lo humano es maravillosamente impredecible. Salvo si hablamos de pensiones y estado del bienestar. Las tendencias que hacen insostenible el sistema son tan firmes como las leyes físicas y es tan inútil negarlas como negar la gravitación. El escándalo Supremo del Tribunal nos recuerda que no hay versiones degeneradas del neoliberalismo. El neoliberalismo es exactamente esto que acaba de pasar, una degeneración asilvestrada de la civilización, una cínica y desvergonzada versión de la jungla.

El problema populista, ahora sí

Las derechas miran debajo de todas las piedras en el mercado de fichajes. Rivera busca en el mercado de segunda mano ejemplares seminuevos en buen uso (Valls, Paco Vázquez, Savater, Corbacho, …). Busca a personajes que hayan tenido su momento de gloria en sitios ajenos a C’s, desde el PSOE a la Presidencia de Francia o el mundo académico. Es gente a la que ya se le pasó el arroz, pero que le puede servir por la dispersión de su origen a esa imagen de sólo veo españoles. C’s es el punto al que tienden los políticos que van perdiendo principios e ideología y van acumulando resabio y adustez ante unos tiempos a los que van sintiéndose ajenos. Es una táctica como cualquier otra. Pero lo que inyectan en la vida pública estos personajes venidos del pasado es eso, ceño y gesto arrugado, gruñones por el curso de unos tiempos que no son aquellos en los que ellos se movían con soltura.
El PP y Vox se remangaron un poco más para meter la mano en la boca del país y remover sus tripas bajas a ver si entre todos les regurgitamos algo de su interés. Y por ahí salieron los padres de las niñas Mari Luz y Marta del Castillo, cuyos asesinatos tuvimos en la retina muchos días. El PP estimula la ira de quienes vivieron tales dramas, su ansia colérica de castigo y hasta el halago del protagonismo mediático para pretender que las leyes se hagan a la medida de la rabia y la sed de una tragedia en caliente. Así hicieron creer a Juan José Cortés que era un líder de masas y el padre de todas las Españas hasta que fue detenido por un tiroteo, de tan seguro que estaba de sí mismo. Así ahora Antonio del Castillo, con su furia y su ego hinchados artificialmente, se les va para Vox, porque dice que está harto del lenguaje políticamente correcto (?), porque está harto del procés de Cataluña y porque sólo Vox habla claro. Dice también en Twitter que no hará declaraciones y que no va a entrar en política. Así son las cosas. Promueve «la prisión permanente revisable», con esos términos, quien no quiere lenguaje políticamente correcto y quiere hablar claro. No se mete en política quien va a ser candidato de Vox y quien está harto del procés.
No es nuevo. El PP siempre pretendió el absurdo lógico de diferenciarse por lo que nos es común: la nación, la bandera o las víctimas. Tampoco es nuevo que rebusquen en las muertes que tengan algo aprovechable. Las que no les sirvieron, como los muertos por Franco o lo que representa Pilar Manjón, las ignoraron o directamente las insultaron y acosaron. Y tampoco es nuevo que sólo les interese de la violencia el desecho emocional, la ganga en que se mezcla furia, venganza y ataque ciego a las instituciones.
Casado quiere añadir estas tradiciones añejas del PP a su agitación actual, con la que parece querer reducir el debate público a alaridos y que la gente sustituya el cerebro por las vísceras. Dice que Sánchez es indecente y que humilla a España. Se ve que el PSOE empeora. Zapatero, según el PP, sólo humillaba a las víctimas del terrorismo. Sánchez ya humilla al país entero. Y todo porque la abogacía del Estado acusa a los líderes independentistas «sólo» de sedición y malversación, en vez de mantener una acusación de rebelión que ni siquiera pudo imputarse a ETA ni hay tribunal europeo que nos la compre. Casado atropella las formas y el sentido común vociferando que Sánchez es un golpista. Y todavía hay quienes pican y entran en esta camorra explicando el concepto de golpe de estado. Y más ruido añadió el viaje de Carmen Calvo al Vaticano, con imagen ciertamente pedigüeña y de poco fuste, para un tema en el que sólo debía anunciar medidas, sin pedir ni negociar nada. Y algunos de los simios habituales de la caverna añadieron su dosis de cutrez para degradar más el nivel del debate público, esta vez con el añadido de Leguina, ejerciendo más de pellejudo que de veterano del PSOE. Estos muchachotes rebosaron testosterona y grosería por el supuesto canalillo del vestido normal y corriente que llevó Carmen Calvo a la entrevista vaticana y echaron sus risotadas por la humorada del valle de las caídas. El jolgorio casposo de Leguina hay que entenderlo. Tantos años trincando seis mil euros netos al mes en el pesebre del Consejo Consultivo en el que solazaba le ponen a cualquiera de buen humor permanente. Este es el nivel. Ahora Cataluña volverá a ser terreno fértil para que suba el ruido que quieren los pescadores populistas. El nacionalismo descerebrado y la derecha manipuladora tendrán un período de jauja, para enredar con patrias, golpes de estado, historias de persecuciones y para delirar todo tipo de trincheras.
Steve Bannon ya dijo que la moderación política y las posturas llamadas centristas se desvanecen y que hay que elegir, dice él, entre lo que queda: el populismo de derechas y el populismo de izquierdas. Y tiene su parte de razón. No es la moderación lo que se va de la política, que después de todo en sí misma no es ni buena ni mala (ojalá el Gobierno no fuera tan moderado con la Iglesia y la Fundación Franco y la UE fuera más radical con Viktor Orbán y compañía). Lo que se va de la política es la racionalidad. Cada vez hay más propaganda y menos ideas y la propaganda cada es más agitadora de emociones espurias que embotan el análisis crítico y dirigen la conducta y la pasión donde no están los problemas y sus causas. Steve Bannon y la extrema derecha no son el resultado de los think tanks que el neoliberalismo vino alimentando en las últimas décadas. Aunque confluyan personajes e intereses, el cauce ultraderechista y el neoliberal no es el mismo. Esta ultraderecha tiene un discurso bien estudiado, está organizada a escala internacional y tiene estrategia. La izquierda tiene tantos púlpitos y tanto predicador que no deja de salirse de los renglones. A algunos izquierdistas la visibilidad de esta extrema derecha nacionalista les suscita la idea genial de que es la nación la trampa y que hay que ir a internacionalismos de clase. Otros, todavía más geniales, adoptan la propaganda ultra sin darse cuenta de la causa a la que sirven, o directamente la apoyan como algo bueno. No olvidemos que el discurso que propala Bannon está lleno de rebeliones contra las élites de la globalización, la recuperación de la ciudadanía soberana y expresiones así que se camuflan muy bien en discursos izquierdistas. De hecho, puede que sean los únicos que repiten en sus discursos la expresión «clase trabajadora» y que hablan de la recuperación de su protagonismo.
Lo importante es que estás tácticas populistas requieren que se disipe lo que Bannon llama torticeramente moderación, porque no puede usar la palabra correcta: racionalidad. La agitación que tiene bien diseñada sólo funciona en medio del griterío y con vísceras en vez de discursos. La degradación creciente que vemos de los debates públicos, la exageración y desmesura, el desvanecimiento de los límites con el autoritarismo, la bronca, el furor por crímenes especialmente imperdonables, todo esto que estamos viendo, está siendo atentamente escrutado por el equipo de Steve Bannon e insertado en sus diagramas.
De momento es posible que esto favorezca al PSOE, al ser el único partido que se percibirá como moderado. Pero Sánchez sólo tranquiliza a quienes temen la desmesura, pero no es un líder con nivel de análisis ni con capacidad para líneas estratégicas. Su moderación será ahogada por el ruido y parecerá inmovilismo cobardón. Podemos de momento puede vender utilidad, por su papel en la moción de censura y por su influencia en los presupuestos. Pero de momento no puede encauzar la ola emocional y de baja racionalidad que crece. Cuando irrumpió Podemos, muchas lecciones de historia de cucharón llenaron columnas y discursos. Pero el problema populista era este que amenaza desde Brasil y EEUU y que corroe el corazón de la UE, no la indignación por los desahucios y la pérdida de derechos. La bronca descerebrada de la derecha no es nueva, y es la única horma en la que cabe el nivel intelectual de Casado. Pero ahora esa zafiedad macarra es el nutriente de los malos aires del populismo ultra que vienen de fuera. Ahora sí hay peligro populista.

El crimen de Khashoggi. Una reflexión sobre nosotros

¿Qué pasó esta vez? ¿Por qué sobrecoge tanto el crimen de Khashoggi? Si juntamos los jirones que andan sueltos por los periódicos sobre la muerte de Khashoggi, componemos un cuadro de notable viveza. Khashoggi era un periodista saudí del Washington Post crítico y molesto para un gobierno acostumbrado a lapidar, azotar y ejecutar de muchas maneras a gente molesta. Tuvo la mala idea de entrar en la embajada saudí de Estambul, que es como entrar directamente en Arabia y te puede pasar lo mismo que si entras en Arabia. Y le pasó. Lo retuvieron y, siempre juntando los jirones y bisbiseos que se publican, lo desmembraron sin seguir la formalidad de matarlo primero. Parece que están grabados los gritos desgarrados que acompañan a la truculencia del descuartizamiento en vivo. Hay pocas dudas de que la orden se dio desde los aposentos del príncipe heredero, Mohamed bin Salmán. El cuadro es de una crudeza que siempre atribuimos a otros sitios o a otras épocas. Poca gente cree haber estado cerca de una mujer maltratada. Cuanto más inhumana sea la situación más lejana la intuimos. Seguramente es un mecanismo de defensa. Los gobiernos andan incómodos porque el petróleo y dinero saudí están en el aire que respiramos y no es fácil hacerle ascos sin que se nos resienta el resuello y nos den taquicardias. El triángulo que incomoda a los gobiernos del mundo guapo es el dinero saudí, la atrocidad que resiste a cualquier eufemismo ingenioso y la opinión pública. Sin esta tercera pata no habría incomodidad. De hecho los gobiernos occidentales se vienen columpiando plácidamente sobre las otras dos patas desde hace tiempo. Pero esta vez la opinión pública, océano del que somos una gota cada uno de nosotros, encrespan la tensión entre la conveniencia económica y la dignidad ante lo monstruoso. Debemos volver sobre la pregunta de antes, qué fue lo que pasó ahora con la opinión pública. Los métodos atroces de Arabia son bien conocidos, el trato inhumano a las mujeres también. Las muertes en masa por su intervención en la guerra civil de Yemen no se ocultó a nadie. La opinión pública se alborota porque nos alborotamos cada uno de nosotros. Así que hay margen para la reflexión individual de por qué ahora nos importa tanto una sola persona.
Nuestra mente es como es y no tenemos otra. Debemos aprender a tratar con ella. En los años ochenta se publicaron en Francia testimonios sobre actos de tortura ejecutados personalmente por Jean Marie Le Pen en la guerra de independencia de Argelia. Una víctima dijo que le habían hecho beber cantidades imposibles de agua hasta hincharlo y que en ese estado Le Pen se sentaba y botaba sobre su barriga para provocar indecibles dolores internos. Sabemos que W. Bush dejó sin ley a la base de Guantánamo y que dio orden para las llamadas «entregas extraordinarias», es decir, desvíos de presos a países sin convenios internacionales sobre el trato a prisioneros. El fin era el mismo en los dos casos, saltarse leyes y acuerdos internacionales para torturar. Nuestra corteza superior sabe que seguramente Bush haya sido responsable de más atrocidades que Le Pen. Pero todo lo que está más al interior de la corteza superior y todo lo que se ramifica hacia nuestro corazón y nuestro estómago nos grita que hay una crueldad mayor en la imagen de Le Pen botando sobre un vientre insoportablemente hinchado. Por eso utilicé al principio la palabra «viveza» y por eso recordé que tenemos que aprender a tratar con nuestra mente. La racionalidad, la emoción y la moralidad forman una pasta que reacciona mucho más a la viveza de la experiencia que a su interpretación o al análisis de sus consecuencias. Cuanto más experiencial, inmediato y menos necesitado de elaboración sea un fenómeno tanto más afecta a nuestro juicio y a nuestras opciones morales. Por eso solemos buscar ejemplos para persuadir, porque inconscientemente queremos dar viveza a nuestras ideas. La escena de Le Pen pulsando interruptores de picanas o reventando vientres hinchados es más viva y en cierto modo más real que la imagen abstracta de Bush firmando papeles que acabaran en sitios lejanos con picanas y gente obligada a comer sus excrementos. Nuestro cerebro no puede evitar que la repulsión moral hacia Le Pen sea mayor.
Es lo que nos sucedió con Khashoggi. La matanza de miles de yemeníes sin culpa es una idea abstracta que se queda en la corteza superior y que una maraña de indolencias no deja llegar a ese punto de la conciencia de donde surge la moralidad. Pero Khashoggi es un individuo (siempre es más humano un individuo que «la gente») y su peripecia es un relato, no una idea. Hay personajes, hay secuencia, hay gritos y horror grabados, hay reuniones y llamadas, hay intriga, lealtades y riesgos. Hay viveza y de repente la muerte de una sola persona se filtra de la corteza superior a niveles más animales, la racionalidad recibe ayuda de emociones más instintivas y la moralidad más estricta se apodera de nuestra conducta y nuestro ánimo. Ahora la opinión pública es un dolor de cabeza para los gobiernos que tienen tantos hilos enredados en el petróleo y dinero saudíes. Khashoggi era periodista del Washington Post y eso afectó a que no fuera como otras tragedias calladas. El problema para Arabia es que la viveza de esta historia provocó lo peor que le puede pasar: que el respingo está haciendo a la opinión pública recapitular todo lo que ya sabía de Arabia sin que la corteza superior recibiera auxilio de la emoción y la moral. Algo así le había pasado a Juan Carlos I. Una inoportuna rotura de cadera nos lo pone en una cacería suntuaria mientras muchos de sus súbditos lo estaban perdiendo todo. Fue como un chasquido de dedos delante de nuestros ojos, despertamos y nos dio por recapitular. Y todavía sigue el desplome monárquico.
La enseñanza de todo esto es manida, pero no deben desaprovecharse los acontecimientos para reforzar los convencimientos importantes. Ya dije que nuestra mente es como es. Y no es igual en el trabajo rápido de usar y tirar que le requiere nuestra actividad ordinaria que cuando la hacemos funcionar en situación retirada con toda su maquinaria y todos sus datos; es decir, cuando reflexionamos. Una sana costumbre que no debemos descuidar. Yo sé que en las vacas es más general y más importante tener ojos que tener cuernos. Pero, como mi mente es como es, lo que asocio con las vacas son los cuernos porque con ese atributo más banal las distingo más rápido de otros animales parecidos. Esa misma manera trabajar provoca que, si veo a un africano amenazando a alguien con una navaja, lo que más resalte para mi cerebro sean los dos rasgos más contrastivos de la escena: el hecho violento y la raza llamativa por minoritaria. Así mi mente crea un estereotipo negativo de un grupo humano. Salvo que aprendamos a aceptar a nuestra mente como es y a tratar con ella como es debido. Sólo reflexionandoun poco disolveremos el estereotipo, porque cuando no tiene que trabajar en vivo y en directo nuestra mente se hace muy razonable.
No podemos inventar el mundo cada día, ni razonar cada acontecimiento desde cero. Tenemos que acumular algo parecido a una experiencia moral, un repertorio que nos distinga el bien y el mal por experiencias o reflexiones hechas, de manera que no enfrentemos cada suceso como si nunca hubiéramos tenido que tratar con el bien y el mal. A esa memoria o experiencia moral es a lo que llamamos principios. Andar por la vida con principios puede hacernos rígidos, pero en su debida dosis, nos permite actuar con una moralidad compleja y con cierta forma de eficacia, sin tener que partir de cero cada vez. A poco tiempo que dediquemos a reflexionarno haría falta una historia de viveza tan atroz como la de Khashoggi. Y a poco valor que demos a los principios, nuestro gobierno habría sabido desde el principio que no se pueden vender bombas a manos enloquecidas que matan en masa. El asco es una emoción tan útil como la alegría y es un buen momento para no ocultarlo. No olvidemos que somos la opinión pública.