domingo, 12 de enero de 2020

Gobierno superviviente con oposición sin futuro

Monstserrat Bassa dijo que le importaba un comino la gobernabilidad de España. Si empezara a contar uno, tres, cinco, siete, habría quien diría que empecé la serie de números impares y quien diría que empecé la de los números primos. Los datos fragmentarios sirven para construir el relato que uno quiera. Así que la derecha y la izquierda confirmaron su relato con la llamativa frase de Bassa. La derecha, convencida de que los españoles dimos un golpe de estado en las elecciones de noviembre, encuentra en la frase la confirmación de que nos gobiernan quienes les importa un comino España. La izquierda, tan perdedora que no nota cuándo gana, confirma con esa frase su sensación temerosa de que el gobierno es un náufrago agarrado a una madera a merced de la tempestad. Lo cierto es que lo único especial de esa frase es que se haya pronunciado. No hicieron nada por la gobernabilidad ni C’s ni el PP en este ciclo maravilloso. No importó la gobernabilidad a PSOE y Podemos cada vez que uno o los dos rompían la única alianza viable calculando cuánto le ganaban al otro, y además calculando mal. No llevamos cuatro años dando tumbos porque la ley electoral sea defectuosa ni porque el Parlamento fuera inmanejable. Sencillamente a todo el mundo le importó un comino la gobernabilidad. ¿Y no fue el señor Montoro, el ministro de los dineros del PP, el que dijo que dejaran hundirse a España, que ya la levantarían ellos?
Sí, la legislatura se presenta complicada, pero sobre todo para la oposición. A pesar de la melancolía izquierdista, siempre dispuesta a decepcionarse cuanto antes de los suyos para sentirse coherente e íntegra, la legislatura es complicada para la oposición. El PP parece una casa con dos puertas malas de guardar. Si va hacia la moderación, le ocupa Vox la retaguardia, y si va hacia la radicalización, el PSOE inunda todo el territorio del sentido común, ese campo en el que no están las izquierdas, ni los independentistas, ni los gritones fachas. Hubo aberraciones institucionales, como decir que es ilegítimo el Presidente elegido por el Parlamento, a su vez elegido por los ciudadanos. Y no es un error de lectura constitucional. Menudean columnas clamando por que el ejército cumpla «su misión constitucional», Tertsch invoca a las Fuerzas Armadas, Vox se deja ver con Tejero y pide que «los poderes del Estado» impidan la investidura de Sánchez y el arzobispo Sanz Montes pide a la Santina que salve a España (Santina, ¿ahora se llama así?). Y en el Parlamento Casado dice que el Presidente electo es ilegítimo. Cada uno es libre de pensar si uno, tres, cinco inicia la serie de los impares o de los primos y cada no uno puede ver en todo esto una serie coherente o una acumulación fortuita de casualidades. Por cierto, la locuacidad de los veteranos y barones del PSOE hace muy sonoro su silencio al respecto.
Casado no solo se mimetiza con la ultraderecha en mensajes de este calibre. También en la mentira permanente. El PP no puede prometer abiertamente eliminar las jubilaciones, entregar la enseñanza a la Iglesia, hacer pagar la asistencia médica y disparar la desigualdad. Es lógico que mienta y distraiga. Todos lo hacen, pero más lo debe hacer quien pretende lo que perjudica a la mayoría. Pero la mentira de los alborotadores ultras se distingue por intentar dibujar siempre falsas emergencias, por negar toda convicción acumulada como si en todo hubiera que empezar por el principio y por una densidad de embustes tal que el ruido haga inaudibles las verdades, que serían parte de una maraña confusa. Casado miente siempre. Suelta en retahíla cifras inventadas de paro, números ficticios de votantes a favor y en contra de Sánchez o fábulas de conspiraciones con bandas terroristas inexistentes.
El PP también le disputó a Vox el espacio de la brutalidad formal. Las maneras de las derechas desaconsejan emitir las sesiones parlamentarias en horario infantil. Acabarán creyendo los niños que el que va para político es el macarra del recreo y no el empollón educado. Hubo gritos, insultos y zafiedad. El extremismo y la moderación no se distinguen solo en cómo son las ideas de concordantes o disruptivas con la situación, sino también en el punto en el que se desfigura al contrario y se respeta al público. Todo fue una farsa. Somos una especie empática, tendemos a mimetizar el estado emocional de los demás. Tiene su lógica evolutiva, porque eso acentúa la cohesión grupal y permite que la experiencia de uno afecte a la conducta del conjunto. Pero eso mismo hace que los grupos humanos se puedan convertir en turbas. Por eso fue una farsa. Los ultras necesitan ganado en desorden alejado del razonamiento. Gritan ira y alarma para contagiar ese estado emocional y tener a la gente crispada y en alerta por emergencias inexistentes. La prensa conservadora hizo su lamentable papel de caverna y se aplicó a amplificar esa estrategia. No es lamentable ni caverna por conservadora; lo es por falta de independencia y profesionalidad elemental. Los modales de las derechas fueron los mismos.
El panorama no es fácil para el PP. Empezará a gobernar el Gobierno y cuando empiecen a tomar medidas no valdrá repetir vivas al Rey ni reiterar gracietas sobre el currículum de Adriana Lastra. Vox es una compañía difícil. Enseguida saldrán por las calles en algaradas descerebradas en las que será difícil seguirles. Su actitud ante la violencia machista es solo el principio. Su ideología contiene una especie de derecho natural de los ricos sobre los pobres, los hombres sobre las mujeres y unas razas sobre otras razas. Son clasistas, machistas y racistas y es difícil no parecer una derechita cobarde a su lado. Acercándose a Vox corren más riesgo de confundirse en ellos que de asimilarlos. La vía moderada es también complicada como oposición. Tendrían que empezar por cambiar de líderes, porque Casado retiene la moderación en sus gestos con la misma dificultad con que se puede retener un trozo de flan en la boca. Se desliza enseguida a la mentira y el disparate. Y es complicada porque los independentistas pondrán difícil que haya una oposición circunspecta.
El Gobierno sin duda lo tiene complicado también, pero menos. Solo tiene que hacer una cosa: aguantar. Ojalá lo hagan gobernando bien y con una justicia olvidada hace tiempo. Pero sobre todo tienen que aguantar. La oposición no va a resistir mucho tiempo antes de hacerse pedazos. Solo tienen que mantenerse. Aguantar es ya un acto de servicio, porque urge que esta oposición de vivas a España en el Parlamento, de sotanas y espadones militares se consuma cuanto antes. Lo principal está en manos del Gobierno: consiste en no quebrar la unidad de izquierdas alcanzada. Los primeros pasos fueron titubeantes y el nivel político y de miras mostrados antes fueron muy bajos, pero quizá la responsabilidad de gobernar les dé el hervor que parecen necesitar. Rajoy hizo un enorme daño a las instituciones politizando la justicia hasta límites insoportables y el Gobierno tendrá que vérselas continuamente con el pesebre de jueces y tribunos palmeros que dejó. Ya les pasó con la actuación extemporánea de la JEC y les seguirá pasando. La cuestión catalana no tiene arreglo próximo. Se requiere altura moral sostenida, aguantando los vaivenes alucinados que soplan en distintas direcciones. Se requiere porque se necesita crédito político y moral ante la población. Hay una actitud que debería ser obvia pero que no se dio en las distintas sacudidas económicas y políticas de estos últimos años: dirigirse y actuar para los representados, no para los representantes. Se puede hablar en serio con Junqueras o con Tardà, mientras que Torra es un racista de deshecho. Pero lo que importa es ver a su través a los representados y buscar crédito y su entendimiento, por encima de lo que merezcan los actores de primera plana. Nada mejorará en Cataluña de golpe.
De momento, los que piden al ejército que cumpla su papel constitucional y el señor Sanz Montes, que pide a la Santina que salve a España, pueden estar tranquilos. El ejército ya está cumpliendo su papel constitucional y la Santina ya nos salvó por dos votos.

Año y Gobierno nuevo, como todos

Es una paradoja que la repetición de las cosas sea lo que nos da impulso de cambio y renovación. Se suele bromear con que enero es un mes de propósitos, de dejar de fumar, de aprender inglés o de adelgazar. A pequeña escala nos ocurre siempre. Cuando nos distraemos oyendo una conferencia, cada cambio de apartado del conferenciante es un pequeño año nuevo con el que hacemos propósito de poner atención en lo que falta. Nuestro ánimo agradece los segmentos repetidos para tener la sensación de poder corregir el rumbo y renovarse. Los años son segmentos muy notables y este año viene subrayado por un cambio de gobierno que suena de verdad a un cambio de gobierno, al menos en lo único que pudo hacer un gobierno no constituido: en la retórica. Y suena a cambio por la reacción de la reacción, arrebatada y atrabiliaria como si efectivamente temieran cambios.
La música del acuerdo entre PSOE y Podemos es familiar. Quieren subir los impuestos a los ricos, que la competitividad de las empresas no se base en la rapacería, que los trabajadores recuperen derechos y que se suba el salario mínimo. Pretenden que los católicos no tengan el derecho de imponer a los demás una asignatura parásita de castigo mientras ellos hacen su catequesis en las aulas. Parecen entender que la contaminación sí mata y que desde luego las decenas de mujeres asesinadas cada año sí están, efectivamente, muertas. Quieren quitar los plazos judiciales inventados por Rajoy para que no hubiera tiempo de investigar los delitos de corrupción. Y más cosas de ese tipo. Es una música que nos suena, pero no de Venezuela ni de la guerra civil. Nos suena de Europa y de tiempos en los que se había aceptado que, para que los ricos fueran ricos y vivieran en paz, el aire debía ser respirable para todos, la salud fuera universal, la igualdad de oportunidades un derecho y la vejez con salario digno un hecho cierto. A lo que se dice en el acuerdo de PSOE y UP no se le llamó nunca revolución bolivariana ni revolución a secas, sino estado de bienestar. No es un experimento ni una audacia. Es algo bien conocido y hasta trillado.
Siguiendo con cosas trilladas, oímos estos días los truenos habituales de la derecha, los de siempre, los que resuenan en la historia de España y se mantienen por encima de repúblicas, dictaduras y monarquías. La patria está en peligro, los gobernantes elegidos son traidores, que alguien haga algo. Empecemos por el punto más crítico y más manipulado, el acuerdo con Esquerra y la cuestión catalana. El escrito que sustancia ese acuerdo expresa dos hechos que deberían sentirse como obviedades. El primero es que en el acuerdo no hay una negación taxativa de los propósitos de ninguna de las dos partes. Sánchez quería el apoyo de Esquerra y Esquerra quería dárselo; y ninguno de los dos quería que el acuerdo consistiera en renunciar a su postura en Cataluña. Que el escrito no estipule la imposibilidad de lo que pretende ninguna de las dos partes no indica que cada parte haya cedido ante la otra. Ni Sánchez concedió a Esquerra el referéndum de independencia y Esquerra concedió a Sánchez la renuncia a ese referéndum. El acuerdo contiene tres expresiones que deben ser bienvenidas, porque rectifican actuaciones infelices: política, democracia y ley. Fue una desdicha que Rajoy redujera el problema a actuaciones judiciales y no se hiciera política, en el sentido noble de esa palabra. Fue un infortunio la nula sensibilidad democrática que abrió en canal la convivencia en Cataluña y en España con respecto a Cataluña. Y fueron reaccionarias todas las expresiones y prácticas según las cuales la ley no era imperativa, porque entes inaprensibles como «la gente» o «el pueblo» o abstractos como el «mandato popular» estaban por encima de ella. El acuerdo dice que hay que un conflicto que requiere política. Y aunque el señor Revilla diga echar de menos a la Constitución, el documento dice textualmente que la comisión «actuará sin más límites que el respeto a los instrumentos y a los principios que rigen el ordenamiento jurídico democrático». Yo ahí leo que se exige respeto al ordenamiento jurídico.
El segundo hecho que deberíamos tomar como una obviedad es que en Cataluña hay un conflicto serio de identidad nacional. Que uno sea ateo no debe incapacitarle para reconocer un conflicto religioso. Que uno, como quien escribe estas líneas, desconfíe abiertamente de discursos que enfaticen patrias y se sienta ajeno a vivas, viscas y goras seguidos del nombre solemne de la nación no le debe incapacitar para ver un problema territorial cuando lo hay. El escrito solo recoge la obviedad de que en Cataluña lo hay.
Lo que está diciendo y dirá la derecha sobre el nuevo gobierno y la unidad de España hay que contextualizarlo con lo que siempre dijo. Recuerdo las viñetas que publicaba la prensa conservadora en los ochenta. Un encapuchado arrastraba a un guardia civil muerto que iba dejando un reguero de sangre. Un político le decía: pase que usted mate, pero al menos no chulee. El encapuchado decía: vale. Eso era lo que pasaba, según ellos, con Felipe González: que a ETA se la dejaba matar y chulear. Zapatero humillaba a las víctimas y entregaba Navarra a los terroristas. El 11 M fue una conspiración de mandos policiales nombrados por el PSOE con ETA. Todo esto dijo la derecha cada vez que no gobernaba. Por qué iban a parecer ahora demócratas. El tema vasco y catalán es trascendente y los acuerdos de Sánchez con los nacionalistas son delicados. Pero habrían de serlo igual si no necesitase su apoyo para gobernar. Ignorar el problema no lo reduce en ningún supuesto.
La Iglesia brama como si los cristianos fueran echados a los leones porque quienes no quieran estudiar Religión en la escuela puedan sencillamente no hacerlo. Con lo que nos cuestan los privilegios de la Iglesia. Dicen que ahorran dinero al Estado, pero no hacen públicas sus cuentas. La manta de enchufados, paniaguados y parientes del Tribunal de Cuentas se niegan a fiscalizar sus cuentas. Mucho nos deben estar costando. La patronal y los poderes económicos rugen catástrofes por subir el salario mínimo y por poner impuestos a los ricos. Con la de colesterol malo que padece nuestra economía. Por recordar algo, en 2015 Rajoy puso un impuesto a las energías renovables que escandalizó a Europa. Y a la vez Aznar y Salgado capitanean una legión de decenas de altos cargos y politicastros que embozaron las arterias de nuestro suministro eléctrico, algunos tan pintorescos como Hernández Mancha e Isabel Tocino. Tenemos el aparato económico infiltrado de personajillos. Y los poderes económicos rugen por el salario mínimo, porque no se desmanden los alquileres y por los impuestos de los ricos.
Todas las derechas, políticas, económicas y eclesiales, están en las trincheras ultras. «Twitter es lugar para el furor, no para el debate», decía hace poco Chappatte, el dibujante por cuya viñeta el New York Times se autocensuró y dejó de publicar viñetas políticas. La mayor estridencia creará la mayor pulsión colectiva, pasajera pero intensa. A ello se aplicarán las derechas. Mentirán como nunca, sus embustes serán más atroces, inventarán planes secretos, delirarán pensiones estatales a los MENAS que restarán de nuestras jubilaciones (las que ellos quieren quitar), falsearán cifras de paro y de fugas de capitales. Ya lo hacen. Rajoy politizó los órganos judiciales. Ahora querrán recoger los frutos recurriéndolo todo ante jueces genuflexos sin escrúpulos. Pero parece que habrá gobierno de izquierdas y que se volverá a hablar de justicia social, normalidad democrática y de política para los conflictos políticos. El nivel político (de pedernal) y la altura histórica (inexistente) de los protagonistas del momento nos deben llevar a todos a la circunspección y evitar entusiasmos papanatas. Pero habrá gobierno de izquierdas. Y el ruido reaccionario de la derecha debe llevarnos a la firmeza de criterio y a la reafirmación de principios.

Un año estable

Rajoy salió del gobierno el año pasado y ya escribió sus memorias. En un año ya es pasado perfecto y pasado remoto. La percepción del tiempo no se basa en la cantidad de meses y años que se amontonan, sino en la cantidad de acontecimientos, en la sucesión de picos de atención, de contentos y de descontentos. Estos meses fueron pródigos en indignaciones, euforias, perplejidades, aplausos y puños apretados. Así que Rajoy ya parece un veterano venerable que podría presidir alguna fundación. Cuesta asimilar que aún siguen rigiendo nuestras cuentas los presupuestos que él dejó y que nos seguimos comiendo con patatas. Y hasta cuesta darse cuenta de que Pedro Duque sigue siendo ministro. Se habló mucho de él cuando lo nombraron y solo entonces, su aportación al Gobierno era que fuera noticia su nombramiento. Este fue un año agitado, lleno de elecciones, amagos, partidos ganadores que no acaban de ganar, partidos que emergen, partidos que desaparecen y partidos hundidos que no acaban de hundirse. Las minas puestas en Cataluña fueron estallando una a una, las grietas de abren y las trincheras se multiplican por toda España.
Todos dicen que necesitamos estabilidad, porque efectivamente parece un año inestable. Igual que parece inestable, si la miramos con un microscopio, la atmósfera de la sala mientras vemos la televisión. Las partículas no se están quietas, están en movimiento nervioso continuo. El estado microscópico del ambiente cambia continuamente, como un mar invisible encrespado. En física se distinguen esos microestados de los macroestados más estables de presión y temperatura. Lo que nos importa y lo que percibimos mientras vemos la tele es el macroestado estable de la sala, y no la cantidad de microestados inestables que lo realizan. En la vida pública lo relevante son también los macroestados, pero en este caso lo que percibimos con más claridad son los microestados. Por eso este año nos parece que pasaron muchas cosas, cuando en realidad estamos en una macrosituación estable, aunque no quieta sino en un movimiento lento con tendencias sostenidas. El problema es que también viven instalados en esos microestados irrelevantes quienes conducen la vida pública, ajenos igual que nosotros al macroestado que importa.
Un gobierno saludable debe notar dos inclinaciones a las que no debe ceder, pero que debe sentir: la ilustrada y la populista. La inclinación ilustrada lo tiene que llevar a ir por delante de los gobernados, saber algo más que ellos y ver más que ellos. La gente que lo vota le da el rol de ser el más listo de la clase durante cuatro años y a ello se debe aplicar. La inclinación populista tiene que hacerle sentir que al final tiene que haber comprensión y conformidad popular con su gestión. Ni la pulsión ilustrada debe llevar al despotismo ni la populista a la demagogia. Lo característico de nuestro año estable es que no funciona ninguna de las dos inclinaciones. No sentimos a gobernantes ilustrados con mejor criterio que el nuestro ni sentimos aquel halo tecnócrata que envolvía al primer gobierno de González cuando tomaba medidas que disgustaban porque ellos sabían más. Y tampoco sentimos el masaje facilón de los gobiernos populistas, como en la primera legislatura de Zapatero, cuando vivíamos en los mundos de yupi y a Miguel Sebastián le parecía que no se podía retirar el ponche en pleno guateque. Lo que sentimos es abandono y hastío.
El problema catalán llenó el debate público de emergencias y emociones patrias. Lo característico de una emergencia es que obliga a poner toda la atención en el peligro inminente y distraerla de todo lo demás. Lo característico de las emociones es que se hacen cargo de la conducta y disminuyen el razonamiento. Las emociones más intensas son las relacionadas con las estructuras más protectoras, el hogar (familia) y la patria. La situación de Cataluña llena emergencia y emoción nacional la vida pública y, por tanto, de todo lo que embota el razonamiento. El nacionalismo patriotero español de bandera en el balcón o en la Escandalera y de arriba España viene con un sectarismo facha histórico. El nacionalismo catalán lleva disueltos materiales reaccionarios y oportunistas evidentes. Para la gente normal la familia, la vida o la nación son obviedades y son un sobreentendido en su conducta privada y pública. Quienes sobreactúan sobre esas obviedades y las tratan como núcleo de su actividad, esos que gritan por la familia, por la vida y por la patria, aparte de poco que decir, tienen mucho que ocultar y de qué distraer. De esos ruidos se llenó el país, atizados, lógicamente, por quienes tienen mucho que ocultar.
Cuando baja el nivel de la representación política, como cuando bajan las aguas de un pantano, se van haciendo visibles terrenos cada vez más bajos y hacen fortuna quienes solo la pueden hacer entre ruidos, emergencias impostadas y emociones patrioteras de dientes apretados. Las voces más reaccionarias, normalmente refugiadas en grupos religiosos fundamentalistas y sectores pudientes de la Iglesia, resuenan ahora en el parlamento y en gobiernos autónomos. Igual que Pinochet en el plebiscito que lo echó del poder se había apropiado de la palabra democracia, así la ultraderecha y la derecha a secas infectada por ella se apropia de la Constitución y llaman constitucionalista a quien les apetezca. A la democracia propiamente dicha y a la mera civilización la llaman consenso progre, y el término progre, por lo que tiene de broma, les permite hacer en público lo que siempre hicieron en privado los niñatos ricos que no dan golpe: reírse de los humildes y de la democracia. Los ataques a la democracia se hacen fingiendo defensa a lo que ellos consideran imposiciones progres, y que es lo que la gente normal considera derechos y protocolos de convivencia. La derecha a secas reclama pactos de Estado sobre los temas en lo que no quieren ceder nada, los veteranos quieren decidir los gobiernos al margen de las elecciones y los golpistas salen del armario para decir lo mismo, pero con otro acento.
La izquierda anduvo ensimismada en los microestados, con gurús de pacotilla haciendo cálculos estrambóticos que siempre salían mal porque se hacían sobre situaciones huidizas. Sigue ocurriendo en el momento de escribir esto. Hay quien cree que puede controlar los tiempos y no ve que pueden cambiar antes de Nochevieja. En general, siguen sin afirmar e imponer principios claros más que enunciando su nombre en una letanía previsible sin chicha pedagógica (enseñanza pública, sanidad pública, giro a la izquierda, cambio climático, …). Y sigue sin dar las batallas en el ámbito que corresponde. Incluso teniendo razón y sabiendo todo el mundo que la tienen, les cuesta parecer creíbles. Cualquiera entiende que los ricos tienen que pagar los impuestos que ahora evaden con artimañas y que es legítima una subida a las grandes fortunas, que su dinero es suyo pero es parte de la actividad nacional y que cumpliendo sus obligaciones siguen siendo ricos. Pero también piensa cualquiera que los ricos solo tendrán aquí su dinero si son lo más ricos posible y que con impuestos se lo llevarían a otra parte. Por eso la izquierda suena muchas veces justa pero no creíble. Hay cosas que no se pueden hacer aisladamente en un país. La izquierda sigue sin dar ciertas batallas en las estructuras internacionales, como la UE, que es donde se pueden obligar a racimos de países y no a países aislados. Lo que tiene aire internacional (feminismo, lucha contra el cambio climático, ultraderecha y el silencioso neoliberalismo) suena posible. Pero hay que articularlo estratégicamente con cabeza.
Por eso decíamos que la situación es estable, pero no quieta. La tendencia a desnutrir los servicios públicos, reducir la carga de los ricos y avanzar hacia una sociedad de oligarcas y supervivientes se mantiene, algo enmascarada por la capa protectora de una generación saliente que retiene derechos de otros tiempos. Por eso en lo esencial termina el año como empezó. La mayoría necesita un año de verdad nuevo y de verdad inestable.