viernes, 28 de agosto de 2020

Reclusión política. El bucle de Hal y la atracción del conde Ugolino

 La historia de España es perezosa. Parece que una etapa sucede a la anterior con desgana o con temor de dejarla atrás. La Transición avanzó con hebras de la dictadura adheridas, como esa arena pegajosa que no se quita al salir de la playa. La democracia siguió su curso cosida con hilvanes de esa Transición que debía haber sido temporal. Acuerdos que debían su razón de ser a los riesgos y urgencias de aquel momento se amodorraron en nuestra vida pública como si tratarlos como pasado fuera renegar de la Transición. Los líderes y personajes que tuvieron éxito electoral y de opinión parecen como esos padres que se empeñan en dar la charla del sexo a su hija adolescente. Aprovechan la posición fáctica que les dejó el poder para mangonear a los líderes actuales, convencidos de saber mejor que ellos y el país lo que nos conviene a todos. Si hay algo de lo que es fácil convencernos, es de que hay que proteger a España de los españoles. Por eso parece un desorden poner en cuestión a la monarquía. ¿Qué jaleo armaríamos nosotros solos poniendo un Jefe de Estado? Y por eso siempre fuimos muy europeístas. No es que Europa sea una opción equivocada. Me refiero a la sensación psicológica de que Europa es un exoesqueleto que nos sostiene sin desgarros porque si nos dejan solos romperíamos el terruño patrio. Por eso los líderes se van como se van las cosas aquí, con indolencia y sin irse del todo, zarandeando a sus partidos, poniéndose ceñudos ante todo lo que sobresale de la plantilla formada por sus tiempos de poder y creyendo que nos falta a todos la charla sobre el sexo.

La crisis del COVID agita los demonios de la comunicación pública actual sobre todas esas capas temporales mal mezcladas de nuestra actualidad. La comunicación es como las plantas o las finanzas. Tiene muchas cosas dentro, pero cuando damos con la que nos gusta comer o nos da dinero, nos aplicamos a ella hasta deformar el original. La especulación, la actividad de juntar dinero para dar liquidez a negocios que fabrican o venden cosas o servicios, es buena. Cuando comprendemos que son más fáciles las ganancias especulando que trabajando como es debido, se empieza a comprar y vender muchas veces el mismo piso o la misma cosecha antes de que nadie haya puesto una piedra ni plantado una semilla, y la especulación se convierte en un cáncer y la economía en cisco. Con la comunicación pasa lo mismo. Es necesaria y es una las tareas básicas de cualquier política. Pero se fueron dando cuenta que una de sus fibras hace más fáciles los resultados. Uno de los personajes de En lugar seguro, de Stegner, le pregunta en Florencia a otro qué imagen de La Divina Comedia atraerá más su atención, la de la angelical Beatriz o la del conde Ugolino royendo el cráneo del obispo Ruggeri. Por supuesto que la segunda. Trataba de explicar que los propósitos del arte se alcanzan antes desde el horror, que atrapa tu mirada, que desde la bondad, que es paisaje de fondo. La comunicación debe transmitir propósitos, razones, propuestas y datos. Al final los comunicadores públicos quieren afectar a la valoración y decisiones de la gente. Pero los asesores parecen haber tomado nota del contraste de Beatriz con Ugolino: lo que afecta a la conducta y opinión de la gente es lo que atrape su atención, no ideas o razones. Y lo que capta la mirada es el alboroto y la bronca, Ugolino royendo el cráneo. Así la comunicación se deforma, como la especulación deforma la economía, y se convierte en una sarta de tracas que apenas es una carcasa sin contenidos ni ideas. 

Nuestros picos de atención, nuestros pulsos emocionales captados por la demoscopia y nuestra conducta electoral cada vez demandan más políticos picapedreros. Cuando aprendí a hacer fotos, en el afoguín inicial veía los paisajes como acumulaciones de rectángulos, como si fueran muchas fotos juntas esperando que la cámara las retratase. De la misma manera, cada vez reaccionamos más favorablemente a discursos políticos que sean como acumulaciones de zascas de 280 caracteres. Parece una contradicción, pero no lo es, que claramente tenga réditos electorales el mal gusto y la estridencia y a la vez las encuestas digan que la abrumadora mayoría de ese público que premia el ruido y el insulto quiera acuerdos y entendimiento ante la catástrofe del COVID. En realidad es un bucle, como el legendario bucle Hofstadter-Moebius que hizo esquizofrénico a HAL 9000, el superordenador de la odisea espacial de 2001, porque la programación le obligaba a conductas contradictorias. La gente quiere entendimiento político porque quiere ser atendida, vive una catástrofe y quiere que sus representantes se ocupen de sus cosas y eso lleva al famoso sentido de Estado y los pactos. Pero ve la vida pública y participa en ella desde una trinchera ruidosa y eso premia las actitudes que hacen imposible cualquier pacto. A todos nos pasa. El buqué que dejará en la sociedad la normalidad con que asumimos la pérdida de derechos como elemento de eficacia, y no de necesidad, será un regusto funesto. Pero la mala saña ambiental puede estar haciendo que yo no lo esté diciendo con más contundencia por esta sensación de bandos que producen los ataques desmedidos.

A todos nos pasa, pero no a todos beneficia. Es Steve Bannon el que está sembrando por el ancho mundo el principio de que la política es una trinchera entre dos populismos, el de derechas y el de izquierdas y que hay que elegir. La izquierda no está peleando por un mundo así. Con distintas dosis de firmeza y consecuencia, está peleando por el estado del bienestar, es decir, por una sociedad donde haya ricos pero en la que su riqueza no sea tan desmedida que haga el aire irrespirable para los demás. No es el comunismo. Los que prosperan en la ferocidad, la falsedad sistemática y el cinismo son Trump, Orbán o Bolsonaro. En esa charca creció Vox y se destiñó el PP. La mayor perversión es que en una emergencia solo superable por una guerra la política se confinó en sus mundos de yupi y se desligó hasta límites desconocidos de la vida de la gente. Para tal perversión tiene siempre más margen la oposición, y más si las tragaderas éticas son las de Aznar, una de esas adherencias que unas capas de nuestra historia que van dejando sobre las siguientes, o las de Vox, en línea directa con una capa franquista mal sacudida y envasada en las factorías de Bannon. A todos nos arrastra el ruido y el doble rasero, pero es un tipo de ideología el que se beneficia, los extremos no pueden ser iguales cuando solo hay un extremo. Si alguien cree que todos son iguales, por la evidencia clamorosa de vicios en unos y otros, que eche un ojo al poder judicial y observen que solo se renueva si gobierna la derecha.

Mientras tanto en el mundo y en el país, con el silencio de la deriva continental, se reconfiguran las piezas. Cataluña mengua, Valencia crece y Ximo puede ser en el PSOE lo que Núñez Feijoo es en el PP o lo que ni Feijoo es en el PP ni Sánchez en el PSOE. La aspiradora fiscal y poblacional de Madrid se intensifica y Madrid se va consolidando como un Estado dentro del Estado (ciudad – Estado la llama con acierto Enric Juliana, no sé si pensando en las polis griegas o en el Vaticano). Un sistema descentralizado, con tantas asimetrías territoriales y con una distribución de la población cada vez más parecida a la del tercer mundo (desiertos y megaciudades inhabitables) va a acentuar las disfunciones políticas. Y todo ello con una población que está en ese bucle que lleva a la esquizofrenia política. El desenlace de camino ordenado a la recuperación o al incremento insoportable de la fanatización en el que medren aventureros de ultraderecha (recuerden, en el sectarismo caemos todos, pero no nos beneficia a todos) va a depender de nuestro exoesqueleto. El meollo se juega en Europa. Francia, Italia y España lo saben, qué remedio, pero Europa puede o no darse cuenta.

Los prejuicios en el torbellino de bulos, ansiedades y dudas

 Decía William James que la mayoría de la gente piensa que está pensando cuando solo está reordenando sus prejuicios. En la película de Django desencadenado, Stephen le explica a Django, todavía encadenado, que la mayoría de los esclavos a los que castigaban cortándoles los genitales se morían desangrados. Luego dice, riendo y corrigiéndose, una expresión fascinante: «bueno, más que la mayoría». Intento imaginar si hay alguna manera de que más que la mayoría no sean todos (Francisco García atrapó al vuelo hace poco una joya parecida; en TVE se dijo que en el Reino Unido había ya «más de casi tres mil muertos». No importa si eso son tres mil o menos, Paco captó lo fundamental: que el mundo puede ser un lugar maravilloso). William James merece una corrección parecida a la que se hizo Stephen: los que creen que están pensando cuando reordenan sus prejuicios no son la mayoría; son más que la mayoría. En una pandemia nos zarandean la impaciencia, la desorientación, la maldad, las mentiras, la codicia y la impiedad. Conviene observar el papel que juegan nuestros prejuicios en medio del remolino, si los tenemos a granel listos para cualquier manipulación, o si razonamos y, en este caso, si los reordenamos en un conjunto resistente o solo los removemos para guardarlos bajo la alfombra. A pesar de lo que creamos, razonamos muy poco para actuar, tomar decisiones o hacer valoraciones. Como sugiere James, la mayor parte de las veces que razonamos tenemos la conclusión decidida de antemano y el razonamiento sirve para confrontarla o para transmitirla eficazmente. Además no solemos pensar con lo que sabemos, sino solo con lo que tenemos en la cabeza. Con materiales tan escasos, nuestros prejuicios son muchas veces contradictorios. Y ahí hay gente que es feliz diciendo una cosa y la contraria y hay gente que usa el razonamiento como dice James, para poner orden y armonía en sus prejuicios. Como pecado, el prejuicio puede ser venial o grave, pero desde luego es inevitable. No se pueden tener principios o ideología sin tener un arsenal de juicios previos sobre las cosas.

Así, mis prejuicios me hacen hostil a esas teorías según las cuales cualquier gasto para proteger a los débiles es siempre una amenaza para la economía. Lo fue la subida del salario mínimo. Lo es ahora el ingreso mínimo vital. Lo era el gasto educativo, sanitario y de pensiones en la negociación de nuestra deuda. Nunca se llamó la atención a España por las cantidades que se distraen en los privilegios de la Iglesia. Ni se le pidieron cuentas sobre aquel dineral público que se metió en los bancos para subsanar su incompetencia. Por supuesto, no puedo ofrecer cuentas alternativas y por eso el razonamiento anterior es una puesta en orden de prejuicios. Lo cierto es que, con datos y no prejuicios, parece que nuestro gobierno en el arranque de la crisis no fue el más tonto de la clase ni el más listo y que después fue más bien aplicado. Quienes no rugen alaridos y analizan datos sobre por qué entonces está tan afectada España se dan de bruces con los recortes de su sanidad y con la endeblez de su investigación. Por eso tengo prejuicio contra todos los razonamientos cuya conclusión acaba siendo la salida de Iglesias del Gobierno y que incorporan menciones a Venezuela o el comunismo. No les asusta Iglesias. Es la justicia social. Es lo de siempre.

Más prejuicios. Montoro dijo en su día que dejaran caer a España, que ya la levantarían ellos. El eco de esas palabras coaguló en mi ánimo un prejuicio. Por mediocre que sea el personaje, acertó a decir algo que encaja con los hechos y hasta con la historia como el zapato en el pie de Cenicienta. Para la derecha, España no es algo que merezca estar en pie si no es bajo su mando. Esto es un prejuicio. Cualquier razonamiento que haga sobre su papel en la pandemia solo pone en orden lo que ya suponía de antemano de Aznar o Casado. Recordemos que uno de los motivos para razonar es la contradicción en nuestros prejuicios. Pero el PP está encajando su actuación en las palabras de Montoro con tal docilidad, que el razonamiento es apenas el deslizamiento suave de prejuicios que no necesitan reordenamiento. En este caso la caída de España incluye muertes. Mi ética, sin duda amasada con mis prejuicios, me dice que lo más nítido del papel de cada uno en esta crisis va a ser quién intentaba, con mejor o peor pulso, que no muriera gente ni se derrumbara el sustento de los más débiles y quién no sumó nada. La derecha siempre distinguió qué muertos eran un engorro y qué muertos era una oportunidad. Fueron un engorro los del Yak 42, cuyos restos se retiraron a puñados y en desorden; los del 11 M, cuánta impiedad sufrió Pilar Manjón; los asesinados por Franco, por décadas, sin guerra ni bandos; y hasta las víctimas de la violencia machista. Fueron una oportunidad los crímenes de ETA; no hubo escrúpulos ni decencia en su utilización. Y ahora chapotean en el luto de esta desgracia para intentar que los legítimos lazos negros acaben siendo un barrizal.

En muchos sitios se pone contra la ultraderecha un cordón sanitario, es decir, un prejuicio que no quiere apariencia de razonamiento. El coronavirus nos recuerda que es un prejuicio saludable. Su propaganda se basa en la exageración, el insulto desmedido y la proliferación de bulos. Lo preocupante es la permeabilidad del bloque conservador. Los bulos son un tipo de mentira peculiar. Son píldoras que se lanzan como polen y que tratan de afectar a la percepción que cada uno tiene de lo que creen los demás. No es la mentira ordinaria con la que se intenta desfigurar un hecho particular. Intentan una atmósfera donde la gente normal se crea asediada y los más zafios se crean rebeldes en tropel. En sus discursos a cara descubierta atropellan siempre los mismos tópicos (socialcomunista, Venezuela, chavista, 8 M, terrorismo), como esas muletillas que se bisbisean en los rezos. No intentan convencer a nadie con tales desvaríos. Solo quieren cuajar clichés que serán como un cáterin para sus seguidores, un material precocinado con cuya repetición se creerán informados y con las ideas muy claras. Los bulos solo funcionan si son infecciosos y se propagan y por eso conviene esmerarse en no ser portadores. Habrá más provocaciones con ataúdes. Si la derecha no tiene la debida compostura con los muertos, la ultraderecha directamente nutre de ellos su mala baba.

El ejército en sí no raspa ningún prejuicio que yo tenga. Pero su excesiva aparición en ámbitos normalmente políticos, esa desproporción de multas que insinúa demasiado entusiasmo en la acción policial y un ambiente informativo que normaliza el aspecto militarizado de la sociedad sí agitan mis prejuicios. El justo reconocimiento de su trabajo y función no tiene nada que ver con la complacencia en la retirada excepcional de derechos. Mis prejuicios me dicen que ni el pluralismo, ni la libertad informativa, ni las autonomías son elementos de ineficiencia. No es la democracia lo que falla. Fallan los políticos sin escrúpulos, los periódicos cavernarios y lacayunos y los tarados racistas que creen que unas razas son de paro y muerte y otras más puras son vida y futuro. Pero siento prejuicio hacia la sensación colectiva inducida de que la democracia estorba cuando las cosas son serias y para adultos. Y también hacia la confusión institucional por la que no se sabe qué derechos tenemos y qué atribuciones tienen las autoridades y por la que ahora de repente el Supremo le pone deberes cada quince días al Ejecutivo.

El confinamiento empuja a sumar los demonios exteriores a los propios que llevemos dentro. Cada uno debe poner orden en sus prejuicios y escogerlos con el cuidado con que antes había que escoger las lentejas. Se trata de no salir de esto siendo peor persona, con la ética dañada o con los principios quebrados.

Lo que no hay que razonar después del coronavirus

 Estoy ahora mismo lejos de la Catedral de Burgos y me dolería que se estuviera quemando. Pero sigo mis rutinas tranquilo, con la certeza de que no le pasa nada a ese monumento. No conozco la biografía del director de este periódico, pero afirmaría sin titubeos que nunca fue astronauta. Estoy usando el sentido común, que tiene el curioso punto de partida de que sé todo lo que importa. Si no me consta que se queme la Catedral de Burgos ni que el director haya sido astronauta, es que esas cosas no son verdad, porque no pasan esas cosas sin que yo lo sepa. No razonamos así por soberbia. Razonamos así para que nuestro cerebro no cargue con un montón de posibilidades y datos inútiles que nos llevarían a un activismo enloquecido. Por eso asumimos muchas más cosas de las que nos constan.

En ciencia no se opera con el sentido común. Solo se toma como verdadero lo que consta que lo es. Si pedimos a un camarero dos cafés, uno de ellos sin azúcar, y si el camarero usara el razonamiento científico, nos preguntaría cómo queremos el otro, porque eso no lo especificamos. El sentido común no habla igual que la ciencia. Saberlo todo es característica del sentido común de andar por casa; no saber nada más que el puñado de cosas de las que tenemos pruebas es característica del saber científico. Cuando le preguntaron a Fernando Simón por qué era tan distinto el porcentaje de muertes por coronavirus en Alemania y en España, él contestó que no sabía y esa respuesta llamó la atención. A pesar de lo que creyera tanto garrulo, aquella fue la respuesta de un científico. Simplemente, no lo sabía. Llevar el razonamiento científico a la vida cotidiana es ineficiente; nuestro camarero debería entender que quería el otro café con azúcar. Y llevar el sentido común a ámbitos científicos es lo que hacen los bocazas ignorantes: de ciencia no se puede hablar sabiéndolo todo.

La política tiene una relación compleja con la ciencia y el sentido común. Es evidente que los gobernantes tienen que tener asesores que garanticen que su trabajo tenga el respaldo del conocimiento. Pero hay tareas en que el conocimiento es la materia prima y la política es un tipo de destreza y hasta de sabiduría que la debe modelar. Y hay tareas en que el conocimiento es la pura esencia de la tarea y la política solo puede obedecer. Es una estafa confundir las dos cosas. Por ejemplo, la oficialidad del asturiano o la legalización del aborto no son temas de ciencia. La sociedad asturiana no tiene que hacer con el asturiano lo que digan los filólogos, aunque el legislador haría bien en asesorarse con ellos. Ni lo que digan psicólogos o catedráticos de ética es la palabra autorizada sobre el aborto.

Y otras veces la gestión política es una cuestión de conocimiento. Hace unos años, creo que eran Faemino y Cansado los que representaban una escena de parroquianos de barra masticando un palillo diciéndose que no se creen eso de que ya no hay dinosaurios. Uno decía con el asentimiento del otro que Los Pirineos tienen que estar «infestaos» de dinosaurios. Ese es el aspecto que tiene Aznar hablando del clima, la Iglesia hablando de la ineficacia del condón para el SIDA, la morralla de tertulianos hablando de cómo y cuándo se contagia el coronavirus, o los que se apuntan a la fiesta con un «manifiesto» contra el confinamiento (Leguina firma como «Estadístico Superior del Estado», hay que tenerlos cuadrados). La transmisión del virus y su ritmo y forma de su propagación es una cuestión de ciencia, y Sánchez tiene que oír a los biólogos y matemáticos y hacer lo que le digan. Y tiene que ignorar a los bocazas y a los sedicentes Estadísticos Superiores del Estado.

Y nosotros también. Cada vez que damos crédito y difundimos por la red social a bocazas hablando de microorganismos, a teorías raras que compartimos por si acaso enriquecen la reflexión, o simples intoxicaciones que nos indignan tanto que queremos compartir nuestra indignación con el ancho mundo, estamos colaborando con una desinformación que, como las intoxicaciones biológicas, hacen más daño cuando el cuerpo social está bajo de defensas anímicas. La credulidad y la tendencia a difundir bulos no es cosa de ignorantes. Hay dos factores que cada uno debería autoevaluar: uno es el uso social del lenguaje y otro es el grado de avaricia cognitiva de nuestras reacciones. El primer factor quiere decir, dicho sin complicaciones, que muchas veces hablamos más para relacionarnos que para decir cosas. No hablamos del tiempo en el ascensor para decir nada, sino para atender un leve vínculo social. Lo que nos impulsa a compartir datos en la red social muchas veces no es el crédito que merezcan ni la bondad de su difusión. Nos impulsa la sensación de que va a provocar muchos «me gusta» o comentarios, es decir, la repercusión y vínculo social. El segundo factor alude a la mayor o menor demora y reflexión en nuestras reacciones. Si reaccionamos en caliente a lo que vemos en la red, con comentarios, megustas o difusión, normalmente dará igual nuestro nivel de conocimientos. No sirve de nada el dinero del avaro si se empeña en no gastarlo, ni el conocimiento de los cultos si se empeñan en reacciones irreflexivas que no lo usan. Quienes buscan la intoxicación informativa conocen estas debilidades y cuentan con nuestra inconsciente colaboración.

La política tiene también una relación compleja con la información en un problema donde lo importante y lo novedoso se llevan mal. En los periódicos buscamos satisfacción informativa inmediata: no queremos necesitar diez días de lectura en un periódico para informarnos de un asunto. Lo relevante del coronavirus, sin embargo, se mueve en lapsos más largos. La esencia del problema es cómo se distribuyen los contagios en el tiempo para que no haya picos que colapsen el sistema sanitario. Los datos de impacto diario distraen de la naturaleza del problema. La prensa honesta (no neutral; honesta) no puede afectar significativamente al clima que genera el ruido de la red social y del bulo estridente.

Hay tres hechos que parecen objetivos sobre el Gobierno: primero, como el resto de Europa, actuó tarde cuando los datos ya eran claros; segundo, su gestión busca salvar vidas y encajar el impacto económico; y tercero, se está jugando la economía a la carta única de la respuesta europea: una vez más, Europa como exoesqueleto que nos sostiene. Y hay dos hechos opinables, en los que podemos cambiar de opinión: primero, la gestión está siendo en general buena, con errores donde errar es fácil y donde ningún error es menor, pero buena; y segunda, está siendo socialmente sensible; ya veremos si también exitosa.

La extrema derecha es una fealdad zafia del Parlamento que ya suponíamos. Casado sigue haciendo del PP la ropa de domingo de Vox. Exigir al Gobierno que diga «toda» la verdad debería ser una obviedad democrática, pero no lo es: es una forma ya conocida de extender sospechas y generar la confusión en la que se pueda predicar que los Pirineos están infestaos de dinosaurios. Ya nos suena del 11 M y, de hecho, el mentor es el mismo y no está ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas. La sobreactuación con el luto también nos suena. El PP tiene currículum en el empleo grotesco de la muerte y la desgracia. Enseguida alentarán asociaciones de víctimas y llegaremos a aquello de ustedes humillan a los muertos. No hay forma amable de referirse a la política que en la desgracia se expresa con portadas de ataúdes. Eso no da sensación de duelo sino de celebración.

La política puede suavizarse si, como le pasó a Alianza Popular en cada paso de la transición, a la fuerza ahorcan y el PP tiene que entrar en la civilización, dejando a Vox con sus alaridos como un parque temático. O puede encresparse si el golpe económico desagrega a la sociedad y diluye los liderazgos. En tal caso nadie debe olvidar de que estamos ante una crisis con muertos y con acentuación de la pobreza. Igual que las abejas dejan su vida al picarnos, al deshumanizar a la gente que sufre, nos dejamos también nuestra humanidad.

Ciencia, política e información en la pandemia

 Estoy ahora mismo lejos de la Catedral de Burgos y me dolería que se estuviera quemando. Pero sigo mis rutinas tranquilo, con la certeza de que no le pasa nada a ese monumento. No conozco la biografía del director de este periódico, pero afirmaría sin titubeos que nunca fue astronauta. Estoy usando el sentido común, que tiene el curioso punto de partida de que sé todo lo que importa. Si no me consta que se queme la Catedral de Burgos ni que el director haya sido astronauta, es que esas cosas no son verdad, porque no pasan esas cosas sin que yo lo sepa. No razonamos así por soberbia. Razonamos así para que nuestro cerebro no cargue con un montón de posibilidades y datos inútiles que nos llevarían a un activismo enloquecido. Por eso asumimos muchas más cosas de las que nos constan.

En ciencia no se opera con el sentido común. Solo se toma como verdadero lo que consta que lo es. Si pedimos a un camarero dos cafés, uno de ellos sin azúcar, y si el camarero usara el razonamiento científico, nos preguntaría cómo queremos el otro, porque eso no lo especificamos. El sentido común no habla igual que la ciencia. Saberlo todo es característica del sentido común de andar por casa; no saber nada más que el puñado de cosas de las que tenemos pruebas es característica del saber científico. Cuando le preguntaron a Fernando Simón por qué era tan distinto el porcentaje de muertes por coronavirus en Alemania y en España, él contestó que no sabía y esa respuesta llamó la atención. A pesar de lo que creyera tanto garrulo, aquella fue la respuesta de un científico. Simplemente, no lo sabía. Llevar el razonamiento científico a la vida cotidiana es ineficiente; nuestro camarero debería entender que quería el otro café con azúcar. Y llevar el sentido común a ámbitos científicos es lo que hacen los bocazas ignorantes: de ciencia no se puede hablar sabiéndolo todo.

La política tiene una relación compleja con la ciencia y el sentido común. Es evidente que los gobernantes tienen que tener asesores que garanticen que su trabajo tenga el respaldo del conocimiento. Pero hay tareas en que el conocimiento es la materia prima y la política es un tipo de destreza y hasta de sabiduría que la debe modelar. Y hay tareas en que el conocimiento es la pura esencia de la tarea y la política solo puede obedecer. Es una estafa confundir las dos cosas. Por ejemplo, la oficialidad del asturiano o la legalización del aborto no son temas de ciencia. La sociedad asturiana no tiene que hacer con el asturiano lo que digan los filólogos, aunque el legislador haría bien en asesorarse con ellos. Ni lo que digan psicólogos o catedráticos de ética es la palabra autorizada sobre el aborto.

Y otras veces la gestión política es una cuestión de conocimiento. Hace unos años, creo que eran Faemino y Cansado los que representaban una escena de parroquianos de barra masticando un palillo diciéndose que no se creen eso de que ya no hay dinosaurios. Uno decía con el asentimiento del otro que Los Pirineos tienen que estar «infestaos» de dinosaurios. Ese es el aspecto que tiene Aznar hablando del clima, la Iglesia hablando de la ineficacia del condón para el SIDA, la morralla de tertulianos hablando de cómo y cuándo se contagia el coronavirus, o los que se apuntan a la fiesta con un «manifiesto» contra el confinamiento (Leguina firma como «Estadístico Superior del Estado», hay que tenerlos cuadrados). La transmisión del virus y su ritmo y forma de su propagación es una cuestión de ciencia, y Sánchez tiene que oír a los biólogos y matemáticos y hacer lo que le digan. Y tiene que ignorar a los bocazas y a los sedicentes Estadísticos Superiores del Estado.

Y nosotros también. Cada vez que damos crédito y difundimos por la red social a bocazas hablando de microorganismos, a teorías raras que compartimos por si acaso enriquecen la reflexión, o simples intoxicaciones que nos indignan tanto que queremos compartir nuestra indignación con el ancho mundo, estamos colaborando con una desinformación que, como las intoxicaciones biológicas, hacen más daño cuando el cuerpo social está bajo de defensas anímicas. La credulidad y la tendencia a difundir bulos no es cosa de ignorantes. Hay dos factores que cada uno debería autoevaluar: uno es el uso social del lenguaje y otro es el grado de avaricia cognitiva de nuestras reacciones. El primer factor quiere decir, dicho sin complicaciones, que muchas veces hablamos más para relacionarnos que para decir cosas. No hablamos del tiempo en el ascensor para decir nada, sino para atender un leve vínculo social. Lo que nos impulsa a compartir datos en la red social muchas veces no es el crédito que merezcan ni la bondad de su difusión. Nos impulsa la sensación de que va a provocar muchos «me gusta» o comentarios, es decir, la repercusión y vínculo social. El segundo factor alude a la mayor o menor demora y reflexión en nuestras reacciones. Si reaccionamos en caliente a lo que vemos en la red, con comentarios, megustas o difusión, normalmente dará igual nuestro nivel de conocimientos. No sirve de nada el dinero del avaro si se empeña en no gastarlo, ni el conocimiento de los cultos si se empeñan en reacciones irreflexivas que no lo usan. Quienes buscan la intoxicación informativa conocen estas debilidades y cuentan con nuestra inconsciente colaboración.

La política tiene también una relación compleja con la información en un problema donde lo importante y lo novedoso se llevan mal. En los periódicos buscamos satisfacción informativa inmediata: no queremos necesitar diez días de lectura en un periódico para informarnos de un asunto. Lo relevante del coronavirus, sin embargo, se mueve en lapsos más largos. La esencia del problema es cómo se distribuyen los contagios en el tiempo para que no haya picos que colapsen el sistema sanitario. Los datos de impacto diario distraen de la naturaleza del problema. La prensa honesta (no neutral; honesta) no puede afectar significativamente al clima que genera el ruido de la red social y del bulo estridente.

Hay tres hechos que parecen objetivos sobre el Gobierno: primero, como el resto de Europa, actuó tarde cuando los datos ya eran claros; segundo, su gestión busca salvar vidas y encajar el impacto económico; y tercero, se está jugando la economía a la carta única de la respuesta europea: una vez más, Europa como exoesqueleto que nos sostiene. Y hay dos hechos opinables, en los que podemos cambiar de opinión: primero, la gestión está siendo en general buena, con errores donde errar es fácil y donde ningún error es menor, pero buena; y segunda, está siendo socialmente sensible; ya veremos si también exitosa.

La extrema derecha es una fealdad zafia del Parlamento que ya suponíamos. Casado sigue haciendo del PP la ropa de domingo de Vox. Exigir al Gobierno que diga «toda» la verdad debería ser una obviedad democrática, pero no lo es: es una forma ya conocida de extender sospechas y generar la confusión en la que se pueda predicar que los Pirineos están infestaos de dinosaurios. Ya nos suena del 11 M y, de hecho, el mentor es el mismo y no está ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas. La sobreactuación con el luto también nos suena. El PP tiene currículum en el empleo grotesco de la muerte y la desgracia. Enseguida alentarán asociaciones de víctimas y llegaremos a aquello de ustedes humillan a los muertos. No hay forma amable de referirse a la política que en la desgracia se expresa con portadas de ataúdes. Eso no da sensación de duelo sino de celebración.

La política puede suavizarse si, como le pasó a Alianza Popular en cada paso de la transición, a la fuerza ahorcan y el PP tiene que entrar en la civilización, dejando a Vox con sus alaridos como un parque temático. O puede encresparse si el golpe económico desagrega a la sociedad y diluye los liderazgos. En tal caso nadie debe olvidar de que estamos ante una crisis con muertos y con acentuación de la pobreza. Igual que las abejas dejan su vida al picarnos, al deshumanizar a la gente que sufre, nos dejamos también nuestra humanidad.

No invite al vampiro a su casa ni busque gobiernos de unidad

 ¿No os parecen odiosos? Demasiada gente contestaría con un sí rotundo, pero no porque estemos de acuerdo. Odiamos, pero no las mismas cosas. Es verdad que hay una capa amable de bondad, que aplaudimos, nos saludamos por las ventanas y nos damos ánimos. Pero la red social parece una toalla a la que estuvieran retorciendo para sacarle los jugos más amargos, los hollejos del final cuando no queda nada que exprimir, como esa bilis que llega a la boca cuando la arcada ya no encuentra qué expulsar. Ante la inmundicia que aflora es normal reaccionar con repugnancia y así nuestra repulsión engorda el vitriolo que está abonando el terreno para después del confinamiento. Es momento de no hacer lo que no conviene, ni hacer lo que conviene pero no se puede.

En las variantes modernas del mito, un vampiro no puede entrar en tu casa si no lo invitas. Con todos sus poderes, sin la invitación solo puede merodear. Todos somos vampiros merodeando la mente de los demás, a todos nos importa qué creen, qué saben o cómo se sienten y nos sienten y queremos afectar a todo eso, por razones cariñosas, funcionales, interesadas o deshonestas. Tratándose de vampiros, lo importante no son los poderes de la gente con formación, ideas y capacidad. Ni es la ignorancia o bajeza de los necios de raíz. Lo importante es la invitación a entrar en la mente. Para abreviar podemos llamar a esa invitación empatía. Quien empatiza con nosotros es el vampiro al que ya invitamos a entrar. Una vez lo dejamos entrar en nuestra mente, ya puede poner sus cargas en nuestro cerebro con facilidad, de eso va la comunicación pública. Es empático quien hace que estemos a gusto con nuestro estado emocional: si estamos coléricos, nos hace sentir acompañamiento, energía y justicia en nuestra destemplanza; si estamos tranquilos, nos hace sentir nuestro sosiego y lo disfrutamos. Él puede reconocer nuestra placidez, pero también nuestros miedos y frustraciones. A ello se aplican los especialistas en comunicación. No buscan razones o ideas. Buscan acoplamiento emocional, el permiso para entrar en nuestra mente.

La red social es una caricatura de lo que pasa. Los vampiros maliciosos merodean, porque estamos en una situación propensa a repartir invitaciones. Es una situación que favorece la polarización. Esta es una palabra manida y rara vez reparamos en lo que quiere decir. Poco antes del coronavirus (ahora son más difíciles las valoraciones), un analista de la política americana decía que si Trump saliera con un rifle anunciando que iba a pegar tiros en Manhattan no perdería apoyos. Quienes se oponen a él lo odiarían más, pero quienes lo apoyan no verían relevante esa conducta. No sé si el analista exageraba por didactismo, pero parece claro lo que quiere decir. Todos tenemos prejuicios y todos aplicamos la ley del embudo. La polarización desboca esa tendencia y le quita frenos y contrapesos. Es un cierre de filas irracional con el que anulamos la ética más elemental y despreciamos la verdad palmaria. Para la convivencia, lo más grave de los casos Gürtel y Lezo no fue el saqueo del PP al dinero público, ni la mentira y ocultación correspondiente. Lo más grave fue que una mayoría seguía votando al PP, a pesar de que consideraban verdaderos los hechos y de que no les gusta que les roben. Ese es el efecto de la polarización: la gente se siente en emergencia, la ética no afecta a las valoraciones y no hace falta mentir, porque la verdad es irrelevante. La desfiguración del oponente es tal, que el cierre de filas con los afines es una urgencia. En una vida pública polarizada no rige la moral y no hay defensa contra el bulo. La mentira desvergonzada es útil porque, al no contar los hechos, no necesita ser creída y solo tiene que dar al odio lo que el odio necesita: lenguaje, palabras que gritar.

Esta degradación de la política es la preferida de los ultras, los que no tienen nada racional que ofrecer y solo pueden tener arrastre cuando la gente tiene miedo y odio y cuando es empático el lenguaje de la fuerza y el resentimiento. Y a la mayoría de la gente no se la puede llevar a ese punto más que mintiendo. La mentira primero deforma los hechos y, cuando la polarización hace que no importen, es el soporte expresivo del odio. La polarización es el medio en el que prospera la brutalidad y el bulo. Ahí tienen a Trump.

La mala fe, el bulo y la descalificación hiperbólica están siendo lluvia fina en medios y partidos conservadores y torrencial en los ultras, con una frontera borrosa entre los dos. Abundan llamamientos a un gobierno de salvación o de emergencia nacional. La historia de España parece una campana donde resuenan ecos con intensidad y sabemos qué ecos son esos de los gobiernos de salvación patriótica en nuestra historia. A todos nos complace que el ejército cumpla sus funciones en la emergencia, pero las alabanzas arrebatadas a los uniformados expresadas con lenguaje bélico embelesado desde tribunas agresivas son como el órgano de Maese Pérez: parece que en realidad hablaran voces difuntas y oscuras de momentos pasados y sombríos. Vox pide un gobierno de emergencia, tutela militar y enjuiciamiento del Gobierno; es decir, como tantas veces, un golpe militar y rojos a la cárcel. Decía al principio que es normal reaccionar con repugnancia a lo repugnante.

Pero decía también que no hay que hacer lo que no conviene. Esparcir nuestra repugnancia es apagar con gasolina el fuego de la polarización a la que con tanta intensidad se aplican los ultras. Quien se deje llevar a la cólera y la irritación está dando permiso para entrar al vampiro empático con la ira. Conviene mucha más templanza y paciencia de la que yo recomendaría en situación normal. El Gobierno acierta en no entrar al trapo de desmentir demencias. Ahora mismo no se puede rebatir el ruido más que añadiendo más ruido y contribuyendo a ese clima insano en el que solo crecen los que crecen con el ruido, el odio y la falsedad. La crisis sanitaria irá pasando y, si Europa hace sus deberes (y solo si tal cosa ocurre), la economía no se recuperará de golpe, pero tendrá una senda. En ese proceso chirriarán los desvaríos como tracas desafinadas. Se repartirán culpas, pero civilizadas, de esas que consisten en ganar o perder elecciones. El Gobierno tendrá que explicarse si no quiere cargar con esas culpas. Pero no será el único. Ojo al auto del juez Seoane por la denuncia extemporánea del Sindicato Unificado de Policía. Dice el juez que en situación de guerra se consideran traidores a los desinformadores, los que desmoralizan y desmotivan a la población civil. No solo será el Gobierno (y que tome nota del auto el CSIF).

Hay en el ambiente político nostalgia de los Pactos de la Moncloa y querencia de un gobierno de concentración (no de salvación patriótica). Pero los Pactos de la Moncloa no se hicieron con un gobierno de concentración. Un gobierno de PSOE con el PP (tan querido por quienes saben cuál es el bien de España, vote lo que vote la gente) no es lo bastante representativo. Si se amplía la base, no se puede ignorar alegremente que el tercer partido es explícitamente fascista. Los Pactos de la Moncloa partían de que todos los sectores tenían que hacer su contribución y toda contribución era un sacrificio. ¿Pedirán más sacrificios a los que ya no pueden vivir con su sueldo, más cesión de derechos? ¿Van a exigir a las grandes fortunas lealtad fiscal? ¿Se va a poner siquiera encima de alguna mesa?

Como digo, llegará el tiempo de balances y aprendizaje. Aunque olvidemos lo demás, hay algo que debemos recordar. ¿Qué haríamos hoy mismo si nos hacemos un esguince? Seguramente dudaríamos en ir al médico, dudaríamos de que nos atendieran y pensaríamos que, si nos atienden, no sería de la mejor manera. Lo que no debemos olvidar es que, sin sanidad pública, para la mayoría de la gente la atención médica sería siempre así, sin falta de emergencia. Y para que no sea así los ricos tienen que pagar los impuestos. Si empiezan por aquí, adelante con los nuevos Pactos de la Moncloa.

Señores guardias civiles, aquí pasó lo de siempre

 Decía Ortega y Gasset, citando a Croce, que nos da la lata aquel que nos quita la soledad y no nos da la compañía. Seguramente los contactos que nos estamos procurando estos días, en las redes o en los balcones, sean lo opuesto a dar la lata: nos dan compañía, pero no nos quitan la soledad. Lo opuesto a latoso es agradable o ameno y eso nos dan esos contactos, amenidad. Si el efecto final del aislamiento es la extrañeza e incluso la locura, bienvenidas las amenidades que aplazan el deterioro. Nuestra sensación de tiempo detenido es solo subjetiva. Dentro y fuera de las casas y el país, el mundo sigue. Claro que lo que pasa es lo de siempre, y quizá eso sea una forma de no estar pasando nada, después de todo.

Está pasando lo de siempre en educación no universitaria. El confinamiento acentúa dos males que los poderes públicos van permitiendo o estimulando en la enseñanza. Los consejeros, consejeras, ministros y ministras que estén realmente convencidos de que se puede avanzar en el curso mediante sistemas telemáticos en la misma medida están íntimamente convencidos de que sobran las escuelas y los institutos. Ese es el primer mal. Se acentúa la banalización progresiva de la tarea de los enseñantes y la actividad docente en sí misma, que se está percibiendo cada vez más como un servicio asistencial. En la enseñanza no ocurre nada trascendente ningún día. Lo que va bien en la educación es una acumulación de pequeñas cosas en lapsos largos de tiempo, que sin embargo requieren dedicación y cualificación a diario. Es un servicio diario cuyo beneficio no se percibe a diario. Por eso deben creer que el curso puede seguir con todo el mundo en casa.

El segundo mal es la desigualdad. La educación es el servicio que nivela la desigualdad de las circunstancias personales y sociales de los alumnos. No hay instrumento más eficaz para la igualdad de oportunidades, ni instrumento más dañino para afianzar desigualdades insalvables en la población. Mantener el avance del curso durante el confinamiento es acentuar las desigualdades hasta la ruptura. Este segundo daño afecta a algo profundo. Una crisis de un mes o un trimestre no va a condicionar la vida de los niños ni un trimestre puede desagregar socialmente a un país. Es otra cosa. Cuando mis hijos eran pequeños, yo era muy rígido con lo de cruzar la carretera con el semáforo en verde, aunque no hubiera ningún coche a la vista. Al lado de la escuela tenían un semáforo de esos que tienen un botón para los peatones. Como los niños y niñas eran una turba, nadie pulsaba aquel botón y cruzaban en masa. Me parecía paradójico que fuera la escuela el primer sitio en el que aprendieron a cruzar en rojo. Estos días habrá alumnos con tabletas e internet y padres y madres con conocimientos que seguirán razonablemente bien la marcha del temario. Y habrá alumnos sin internet, tableta ni calefacción, ni padres y madres que entiendan una herramienta telemática y que sencillamente no harán nada de nada. Y habrá centros donde haya esta variedad de alumnos y centros que ya se habrán ocupado, con dinero público, de tener solo alumnos con tableta e internet. Como ocurría con mis hijos, es paradójico que en la escuela sea donde aprendan de manera más vivencial lo de siempre: que unos tienen y otros no tienen, y que hay un mundo distinto para unos y para otros. Tienen que tener tarea y disciplina estos días, desde luego, pero, si hay vida inteligente en el ministerio, deben parar el curso. Ahora el Gobierno tiene toda la autoridad, no hay excusas.

También está pasando lo de siempre con el dinero privado. Pocas veces hubo una movilización de recursos de grandes empresas y con propósitos más evidentes que en la campaña que llevó al poder a Bush hijo. Llegaron grandes donaciones de Microsoft, a quien esperaba un importante juicio por prácticas de monopolio; de Philip Morris, en plena lucha por las restricciones contra el tabaco; de las petroleras, que querían perforar Alaska; de Enron, todo el mundo acabó sabiendo por qué; y de entidades de tarjetas de crédito, por lo mismo que Enron. Es solo un ejemplo de lo que todos sabemos: cuando hace falta, las grandísimas empresas mueven enormes cantidades de dinero. Pero ninguna de las grandísimas empresas actuales (tecnológicas, farmacéuticas, bancarias) ofreció recursos significativos para amortiguar la situación (más allá de donaciones sueltas, siempre bienvenidas pero anecdóticas en el conjunto). Y lo que es más importante, ningún gobierno se lo pide ni los interviene temporalmente. Los ultraliberales de repente solo miran recursos públicos masivos, en plan socialdemócrata. Mientras, esas grandísimas empresas se posicionan sobre la gigantesca deuda que se avecina. Ocurre lo de siempre. Como dijo Antonio Izquierdo, cuánto saben y cuánto ignoramos.

En el ancho mundo también sucede lo de siempre. EEUU y China maniobran en medio de la crisis. Rusia calla, pero occidente está ido y algo se le ocurrirá. Europa es nuestro ideal, pero las dos grandes distribuidoras de los equipos que necesitan los hospitales están en Francia y Alemania y sus gobiernos requisaron el material para cuando les tocase a ellos, cuando Italia y España estaban en emergencia. Y de momento no habrá deuda pública europea, porque el norte nos recuerda que hay ricos y pobres y que no somos comunistas. No nos cebemos con ellos. Aquí sabemos como están Francia, Alemania y Gran Bretaña, pero no sabemos nada de Portugal, y menos de África. Es lo de siempre.

En nuestro terruño, como siempre, los más patriotas buscan los enemigos en los compatriotas y quiebran cualquier impulso de unidad. El Gobierno fue tan lento y ramplón como los demás gobiernos en el inicio, y todo lo eficaz que se puede ser en las circunstancias a partir del estado de alarma. En el fin de semana del 6 al 8 hubo negligencia, pero no impiedad. Ni los convocantes de las manifestaciones del 8, ni Vox en Vistalegre, ni Feijoo en sus actos electorales juntaron gente para ligar sus causas a una epidemia. Impiedad hay en quienes proclaman indiferencia al más de centenar anual de mujeres asesinadas y luego son diligentes en cargar muertes a la manifestación que protesta por esos crímenes. Hubo más torpeza que ideología en las aglomeraciones de ese fin de semana, pero no hay más que ideología y mala fe en quienes solo ven el 8 de marzo en una pandemia mundial, como si en España estuviera ocurriendo algo distinto de tantos sitios sin 8 de marzo. La derecha no hace críticas, sino que cizaña y vierte odio con insidias y bulos. La derecha tiene un gen franquista que le hace sentir a la izquierda en el poder como una infección y que bloquea cualquier atisbo de sentido de estado o buena fe. La corrupción y la patraña del 11 M les costó perder las elecciones, pero eso no puede hacer cambiar a la derecha porque ese gen franquista les hace sentir que es ilegítimo que ellos pierdan el poder. Todo como siempre.

Se puede ser pesimista y feliz, porque nuestro cuerpo es así. Los estados emocionales son reacciones a lo inmediato en el espacio y en el tiempo. La percepción de las cosas globales y remotas solo puede ser racional. Por eso podemos tener una impresión pesimista de la evolución general de las cosas y ser razonablemente felices porque las pequeñas cosas cotidianas y los afectos próximos nos mantienen en ese estado emocional venturoso. Son buenas fechas para dar la debida estima a lo que tenemos más a mano. Pero por lo demás, y a pesar de ciertos optimismos bienintencionados, me temo que el balance racional de este episodio se resumirá en aquellos versos de Lorca: aquí pasó lo de siempre, han muerto cuatro romanos y cinco cartagineses.

El momento de excepción

 La foto tópica que muestra la devastación de la bomba atómica fue hecha en Nagasaki por Yosuke Yamahata. Philippe Forest narra con maestría la llegada de Yamahata al lugar. El Emperador le había encargado fotos diciéndole solo que habían atacado con un arma nueva. Nadie sabía qué era lo que él iba a ver. Aquella noche le señalaron sin más con el dedo la negrura hacia la que nadie había ido todavía. Él no veía nada en aquella oscuridad absoluta, pisaba cenizas y restos de cuerpos y oía quejidos agonizantes como hilos dispersos. Se sentó a fumar y a esperar a que se hiciera de día. Según la narración de Forest, Yamahata fue viendo cómo una especie de telón oscuro iba levantándose con las primeras claridades y cómo fue tomando nitidez el sitio en el que se encontraba. Poco a poco a Yamahata se le fue mostrando, con la parsimonia de un revelado, lo que nadie había visto nunca antes.

Forest imagina la experiencia de Yamahata como algo que iba de abajo hacia arriba, como un telón levantándose. El extraño momento en el que vivimos parece haber cuajado de manera inversa. Parece que algún tejido invisible nos hubiera caído lentamente desde arriba, al principio como algo lejano, luego inminente y finalmente pegajoso y casi opresor. Esta tela invisible, a medida que aprieta, nos aísla y nos recluye. Va borrando capas de nuestro mundo y dejando a la vista las cañerías básicas de nuestra sociedad, apenas el flujo de alimentos, medicamentos y el mínimo vital, mientras opaca todo lo demás. Cuando esto se acabe, nos pasará como a Yamahata. Esperaremos que se levante este telón que nos encierra sin saber qué es exactamente lo que veremos fuera, porque el país ya no será el mismo y desconocemos el aspecto de la devastación. Mientras tanto, en la reclusión afloran reflejos innatos. Somos una especie grupal que necesita el contacto. En los aviones al despegar o en las películas de terror, quienes tienen miedo se agarran al de al lado por instinto. Ahora estamos proyectando nuestra voz y nuestro ectoplasma digital por teléfonos y redes y buscándonos en los balcones sin más propósito que hacer contacto. Los aplausos de las ocho solo en parte son un aliento bienintencionado para el personal sanitario que está en primera línea. En buena medida el gesto busca encontrarnos y sentirnos, como sucedáneo de tocarnos unos a otros. Siempre que se detiene el tiempo, sea por el simbolismo del fin de año o por una epidemia, se remansan recuerdos en remolino, se nos viene al ánimo todo el mundo y nos llamamos sin motivo, lo habremos hecho estos días.

Ahora es momento de interacciones locales, de gestos sencillos que multiplicados hagan una red colectiva eficaz. Al zurcido de esa red hay que aplicarse, el mensaje de aparcar diferencias es simplón pero no desacertado. Pero lo que encontraremos fuera al levantarse el telón son las mismas fuerzas que ya movían los acontecimientos. El mundo de ahí fuera era un mundo cada vez más neoliberal, es decir, desigual y despiadado. Ese orden se abría paso de la única manera en que se puede abrir paso lo que perjudica a la mayoría sin resistencia: con propaganda y con autoritarismo. La propaganda querrá que creamos inevitable que perdamos trabajo, salario y derechos y que lo achaquemos al infortunio. Cuando se levanten las sombras y veamos lo que queda ahí fuera, pedirán sacrificios por las pérdidas a los mismos que ya fueron sacrificados por los desmanes financieros de 2008. Hay que poner atención en cuánto coste van a asumir grandes fortunas, grandes empresas y gran banca, y qué se va a hacer para parar la sangría fiscal. Si la emergencia sanitaria llevó a intervenir la sanidad privada, habrá que proteger de la emergencia económica a los que ya pagaron en 2008 interviniendo los canales bancarios y empresariales de los paraísos fiscales, por donde se desaguan los dineros e impuestos que requiere la emergencia. Europa tendrá que intervenir cuantas entidades privadas haga falta, siquiera temporalmente.

La otra pata del avance neoliberal, el autoritarismo, solo se acepta cuando se acepta que se vive un momento de excepción. Ahora lo hay objetivamente. Pero el autoritarismo quiere que siempre nos sintamos en excepción. Las dos emociones colectivas que más desactivan el análisis y más hacen sentir un momento de excepción son el miedo y la ira. Los interesados en tenernos siempre coléricos o con miedo tienen el auxilio del bajísimo nivel de los medios informativos actuales, propensos en todo momento a buscar audiencia haciendo de la actualidad un relato con un punto álgido de suspense y un desenlace trascendente inminente. Quedará para el recuerdo la portada patriótica de un periódico conservador al iniciarse la crisis sanitaria: «La amenaza, el virus, el enemigo, el pánico». Junto con la propaganda de que por mala suerte es inevitable que perdamos, nos querrán asustar y querrán que nos enfademos y odiemos. Al autoritarismo solo lo justifica la excepción y la excepción es alimentada por el miedo y la cólera. Miremos lo que quede ahí fuera con buen juicio y con esta mayoría de edad civil inducida por la emergencia.

A la memoria de lo que ya pasaba antes del momento excepcional, debemos añadir el recuerdo de lo que vimos dentro de este momento. Habrá que recordar algunos silencios. La alocución del Rey solo sirvió para resaltar por contraste su silencio. Quien escribe estas líneas es, por separado y por razones distintas, republicano y antiborbónico. No creo que sea este momento de excepción el momento de hacer pulsos por la república. De hecho, y a pesar de la cacerolada, no creo que se estén haciendo. La Monarquía se tambalea por su propia corrosión, nadie la está hostigando. Se puede admitir que en la transición la institución en abstracto tuvo utilidad. Hace tiempo que solo es una fuente de problemas y nunca es ayuda para nada. Lo que queda de esto son dos cosas: la monarquía solo es motivo de división y no tiene ese valor simbólico que resultaría útil.

También recordaremos el silencio de la Iglesia, que tanto dice hacer por tantos. La Iglesia tiene influencia, tiene recursos y tiene locales e inmuebles, muy apañados de impuestos. Se deja oír sobre la eutanasia, el IBI que no paga, el IRPF que se le reserva como canonjía o el feminismo. Estos días no parece que haya nada de su incumbencia. También se calla la banca, esa estructura que absorbió decenas de miles de millones de euros del pan de todos. Todo el mundo, personas, empresas o administración, puede hacer algo, por poco que sea. Desde subir el pan a tu vecina anciana, hasta una pequeña o gran donación, aguantar un retraso en el salario o en el alquiler, o resistir un goteo de pérdidas. No oí ningún comunicado de la banca suavizando condiciones o demorando obligaciones. Sus primos de la patronal solo abrieron la boca para pedir despido libre y bajada de impuestos a los ricos; porque igual que hay quienes callan hay quienes hablan demasiado y a destiempo. A ellos pertenecen también los cruzados anticomunistas que propalan que esto se explica por la ideología del gobierno chino, a pesar de que contuvieron con eficacia la epidemia y a pesar de que es Trump quien quiso comprar los ensayos del laboratorio alemán con la condición de tener la exclusiva para EEUU; y a pesar de que es Boris Johnson quien pregona que es preferible que se mueran algunos viejos a dañar la economía. Y habrá tiempo de recapitular el triste papel de la prensa y los informativos, con sus rumores y sus debates de baratillo que solo aportan ruido (en sentido etimológico; ruido es la misma palabra que rugido)

De esta no saldremos más fuertes como dijo sin entonación el Rey. Pero quizá sí más adultos, más conscientes de nuestro papel y del poder de nuestra implicación en los asuntos colectivos. El momento es de excepción. Cuando acabe, querrán que sintamos que llega otra excepción y después otra. A ver si se encuentran con que crecimos y después de encontrarnos en los balcones ya sabemos que el país somos nosotros.