“La locura es como la humildad; no bien el que la tiene se da cuenta de ella, la pierde”. A lo que tiene su virtud en la brevedad no le toquemos ya más (“que así es la rosa”). La frase se pierde en el vendaval de sinsentidos, ocurrencias e inocencias que cruzaban aquellos inolvidables locos de Radio La Colifata. La locura en sí, decía aquel demente, es incompatible con saberse loco. Más aún debería serlo con quererse loco. Parece que la locura como estado deliberadamente buscado encierra una paradoja que la hace inalcanzable. El atormentado personaje de las Memorias del subsuelo, de Dostoievsky, quiere la locura como única salida de la persona inteligente. La ciencia estallaba y el convencimiento positivista de que todo era efecto predecible de alguna ley inexorable se extendía; para maravilla de algunos que veían venir el momento en que no habría límites para la acción y logros humanos; para asfixia de Dostoievskys que destilaban en sus personajes límite su perturbación existencial. Desde el subsuelo el personaje sin nombre razona su locura. Es cuestión de tiempo. Pronto las ciencias lo entenderán todo, no habrá nada que no tenga un porqué que lo haga previsible. Enseguida le tocará a las acciones humanas. Todo acto libre se revelará determinado por una ley que lo hacía inevitable y predecible. Nada será creación. Todo será revelación de lo que las leyes científicas tienen oculto pero ya establecido. Cuando decidamos bajar las escaleras de tres en tres sólo estaremos haciendo visible una conducta ya descrita y explicada antes de nuestros saltos, en realidad desde siempre, una conducta que no podía no ocurrir. Y desde el subsuelo el personaje explica su huida. La locura. No habrá ciencia que prevea el comportamiento loco del que obra contra sí mismo. Si lo humano tiene algo que ver con lo irrepetible, el libre criterio y la determinación individual, la locura es el último reducto para lo humano. La conducta autodestructiva, lo que violenta cualquier porqué. Dostoievsky imagina la quimera de un loco que alcanza su estado por una decisión libre, buscando en la locura el último libre albedrío que escapará al determinismo científico:
"¿De dónde se han sacado nuestros sabios que el hombre necesita voluntad normal y virtuosa? ¿Por qué suponen que el hombre aspira a poseer una voluntad ventajosa y razonable? El hombre sólo aspira a tener una voluntad independiente, cualesquiera que sean el precio y los resultados. Pero el diablo sabe lo que cuesta esa voluntad..."
El diablo sabe lo que cuesta mantener una voluntad independiente, la última y única aspiración humana. La de esta rebeldía podría ser la lección del morador del subsuelo, la querencia enloquecida de su propio arbitrio, la pasión insobornable de una determinación que se sepa libre antes que conveniente. Su pureza ética casi conmueve.
Pero otro aspecto del desconcierto existencial del morador del subsuelo rebosa de las líneas de Dostoievsky como una transpiración, gotea por los recovecos de los años y la historia y nos humedece y enfría el pecho todavía hoy. El conocimiento no avanzó como se temía Dostoievsky, sino como él no pudo imaginar. No nos amenaza con revelar el secreto de nuestra condición humana reduciéndola a un mecanismo de engranajes y poleas en cuyas leyes se disolviera nuestro albedrío como se dispersan los sueños al amanecer. Nos amenaza con desvelar que no había secreto que guardar.
Las ciencias saben ya mucho de lo que estamos hechos. Saben que cualquier átomo nuestro fue una parte mínima de una estrella ya difunta, que tenemos algo de fantasmas de mundos idos. También sabe que cualquier parte de nosotros se parece a una frase que requiriera nutriente para poder ser pronunciada. Y además conocen ya el alfabeto químico y amenazan con averiguar el léxico. Las instrucciones con las que está hecho cada milímetro de tejido nuestro y las manifestaciones de su gigantesca combinatoria serán enseguida legibles. No queda espacio para el espíritu, pero ya conocíamos el error de Descartes, ese no es el problema. La individualidad, lo que diría que soy yo mismo, con ese algo más que no son mi estómago ni mis tejidos, mi persona en sí, tiene fácil acomodo en nuestros horizontes cuando somos sobre todo bruma y misterio. De alguna parte de ese espacio desconocido que nos habita procederá esa especie de genio específico que somos cada uno. Pero ahora ya casi conocemos nuestras piezas una por una y el lenguaje químico del que son expresión, no queda espacio desconocido. El yo se reduce a combinaciones del alfabeto químico, como ni Dostoievsky llegó a temer. Podemos entrar por un lado de nosotros y salir por el otro, habiendo recorrido todas las piezas y visto todos los resortes sin encontrarnos. Ahora la ciencia nos deja sumergirnos en nosotros mismos y no hay un yo en el que podamos hacer pie, sólo materiales ajenos a nuestra conciencia. Sagan divulgaba la naturaleza de Júpiter diciendo que no intentáramos buscar suelo y hacer pie. El cielo no está encima de ningún suelo, todo en Júpiter flota en su cielo. La ciencia nos susurra ahora que no busquemos el suelo en el que corretea esa voluntad independiente que el diablo sabe lo que cuesta de la que está hecha la conciencia de lo que somos. Promete milagros orgánicos y amenaza tempestades existenciales. Como la ceguera verde azulada de Borges, hace insegura la tierra bajo nuestros pies, nos avisa de que nos acostumbremos a flotar entre materiales ajenos y a no estar en ninguna parte.