miércoles, 27 de junio de 2018

La propaganda incompleta del «Aquarius»

Detrás del Aquarius con sus 630 desesperados está una verdadera maraña política. Es la maraña de la frontera que separa el contraste de riqueza más marcado del planeta. No entraremos en el nudo de esa maraña, pero podemos reparar en tres aspectos de este incidente. Un aspecto es humanitario y los otros dos de propaganda y trascienden el caso concreto de la inmigración. La cuestión humanitaria consiste en decidir si hay que dejar entrar en Europa a gente que no tiene derecho legal a ello porque están ante una muerte cierta o si, por el contrario, hay que matarlos (o dejarlos morir). La primera posibilidad tiene el riesgo de incitar a otros a que se animen y que el goteo de desesperados se convierta en un torrente inmanejable (dicen). La segunda posibilidad tiene dos riesgos. Por un lado, nos arriesgamos a tener mala conciencia y dormir poco por las noches. Y por otro lado y aún peor, nos arriesgamos a ni siquiera tener problemas de conciencia ni de sueño.
Ya oímos en los años de Rajoy la letanía del efecto llamada. El ministro Jorge Fernández, que hablaba con Dios muchas veces cada día, pero no para aquello de pedirle que el dolor no le sea indiferente, se destacó en foros internacionales para que se retiraran los barcos que andaban salvando vidas en el Mediterráneo. Salvar vidas crea efecto llamada, decía. Esa gente que viene de guerras y horrores sólo hace en horizontal lo que aquellos desdichados que saltaban de las Torres Gemelas hacían en vertical. No importaba si abajo les esperaba una acera de cemento o un colchón gigantesco. Mientras aquello ardiera seguirían saltando. Y mientras haya horrores en el sur seguirán saltando en horizontal, pero no por el efecto llamada de lo que tengan delante, sino por el espanto que tienen detrás. La civilización y la humanidad básica exigen, sin análisis y sin cálculo de las consecuencias, que se reaccione ante estos saltos al vacío en horizontal como se reaccionaría con los saltos en vertical. Si tuviéramos a mano colchones gigantes, quién no los pondría debajo de las Torres Gemelas al ver a la gente que se precipitaba al vacío, sin preguntas sobre si eran inmigrantes o si habrían pagado el ticket de aparcamiento. Por compleja que sea la maraña y aunque no sepamos qué hay que hacer, una certeza debe grabarse a fuego en el ánimo y la conducta: no hay que matar a esa gente (o mirar cómo se mueren, que es lo mismo).
Pero hay más aspectos que el humanitario. Salvini exhibió la impiedad fascista con orgullo y sin colorantes. Gritó victoria cuando vio alejarse aquel cargamento humano de Italia. Tensó la fibra más oscura de su país y llenó de energía a energúmenos parecidos de Francia, Alemania o Austria. El que crea que España dio una lección y los dejó en mal lugar debería dejar de masajearse. Angela Merkel, que siempre mantuvo una conducta más leal y civilizada que la media de sus colegas europeos, está debilitada ante su ministro del interior y ante las voces xenófobas de su país. El gesto español no reforzó las posturas civilizadas del continente. Y no porque hiciera mal, sino porque no lo hizo todo. Falta la propaganda. Puede que esas 630 personas salven la vida y eso es muy bueno, pero el fascismo en Europa consiguió voz y presencia, dio un paso para ser parte aceptable del decorado ordinario del continente. No se puede fingir que el problema no existe. Estar en cargo de responsabilidad y no ser fascista empieza a obligar a ser antifascista. No voy a improvisar cómo debe o debió ser la propaganda en este caso. Pero sí hay algunas cosas claras. La postura humanitaria se expresa con debilidad, como un rezo. Mientras Salvini bravuconea dándose puñetazos en el pecho, los civilizados apenas gimotean frases manidas de bondad y compasión. Y casi lo hacen pidiendo perdón. De hecho, nuestro Gobierno, cuya actitud fue honrosa sin duda, no dejó de decir que esto no significaba que España estuviera abierta de par en par para el futuro, como si tuviera que contrarrestar su actuación con un amago de firmeza. Durante mucho tiempo, las circunspectas campañas oficiales que explicaban a los conductores los males de la velocidad como curas dando un sermón naufragaban ante los anuncios de automóviles que vendían la potencia del coche con acelerones, derrapajes y chillidos de neumáticos. No se pueden contrarrestar las bravuconadas de simio de Salvini y el regocijo de su manada de fantoches con lo que por contraste acaba pareciendo un buenismo santurrón. Hay que salvar a quienes se mueren sin vacilación y sin consultas. Y hay que atacar a Salvini, hay que ridiculizar lo que es de por sí ridículo, señalar su pequeñez, escarnecer su cobardía, humillar el susto con el que se sube a una banqueta dando gritos porque oyó a unos desamparados intentando llegar a la orilla. La energía, la firmeza y el dedo acusador no deben estar sólo en el lado xenófobo. También es cosa de civilización gritar, afirmarse y señalar con contundencia.
El tercer aspecto es también de propaganda. La mayoría de la gente aprueba la medida del Gobierno, pero asume la idea tóxica de que hay un riesgo en esa medida que obliga a emplearla a cuentagotas. En el caso anterior, hablábamos de un problema de propaganda que deberían asumir los demócratas contra el espantajo fascista. Ahora hablamos de un problema de propaganda que afecta singularmente a las políticas de izquierdas. No es fácil quitar derechos y protección social sin contar con la aceptación o al menos la resignación de la gente. La emoción más eficaz para la renuncia es el miedo. Sólo aceptarás que te quiten una cuarta parte del salario si te hacen temer por las otras tres cuartas partes. Por eso todas las alarmas van siempre en la misma dirección. No hubo golpe mayor a las finanzas públicas que el rescate bancario. Ni tiene mayor amenaza nuestra economía que su deuda monumental, en buena parte también de origen financiero. Los organismos reguladores y de supervisión fallaron y no consta que el sistema esté protegido para nuevos desmanes. Pero oímos que la sanidad no es sostenible, que las jubilaciones serán impagables, que no podemos con la afluencia de extranjeros, que la Seguridad Social no puede con tanto medicamento. Todo son horrores que hace tolerable el programa máximo de la derecha: menos pensiones públicas, recortes sociales, privatización de servicios. Nadie en su sano juicio puede negar la complejidad del problema de la inmigración. Ya dije que había una maraña complicada detrás del «Aquarius». Pero conducirse con certezas elementales, como la de no matar a los moribundos o dejarlos morir sin piedad, tiene un coste ridículo. La única forma de que gente normal acepte o incluso exija que se mueran sin echarles un salvavidas es, como siempre, el miedo, la persistente propaganda de que el coste ridículo de actuar sobre lo trágico se convierta en una losa después, como si no hubiera más actuación posible para que esa losa no nos caiga que la muerte inmisericorde de toda esa gente a nuestras puertas. Por supuesto, los sembradores de oscuridad tiene su argumento: que los metamos en nuestra casa si tanto nos gustan. Es la bazofia cínica de siempre, pretender que un testimonio individual desmedido sea el soporte argumentativo de las posturas socialmente sensibles. Muchas veces los domingos por la mañana temprano veo en repisas y aceras vasos con restos de bebidas y botellas rodando. Y hasta algún vómito. Yo no quiero ver eso por las calles, pero no voy a ponerme a limpiarlo. O si lo hago es irrelevante. Lo civilizado es que haya un servicio formal de limpieza que lo limpie. Puedo meter en mi casa inmigrantes o no, no importa. Lo civilizado es que no lo tenga que hacer yo. Lo civilizado es que el organismo social digiera esta circunstancia de manera formal.
La protección social no puede quedar caricaturizada como un buenismo de débiles sin pulso. Y no podemos dejar que un miedo interesado y cuidadosamente cultivado nos lleve a una renuncia permanente. Faltó propaganda. Tan cierto es que la propaganda es una expresión de racionalidad limitada como que no hay causa que no requiera propaganda.

sábado, 16 de junio de 2018

España se quita la faja

Ni vamos a caernos de un guindo con el nuevo Gobierno imaginando lo que no hay, ni vamos a hacer muecas para que no se nos note que sonreímos. Empecemos por la sonrisa. El alivio que flota en el ambiente se debe desde luego al PP. A veces al quitarnos los zapatos nos damos cuenta de cómo nos estaban rozando y magullando. El PP nos apretaba por todos lados, nos hacía llagas y escoceduras y se nos estaba avinagrando el gesto. Se defendía de sus escandalosos pecados a mordiscos, sus seguidores no tenían forma de dar la razón al Gobierno más que a salivazos y asimilando rencores desmedidos y los oponentes sólo podían disentir chillando, no había espacio para el razonamiento. Las leyes que nos quitaban derechos laborales o libertades básicas nos soliviantaban a diario y mantenían la crudeza de las descalificaciones que volaban por las redes sociales y las manifestaciones públicas. El PP desquició el desquiciamiento independentista hasta que no quedara sitio más que para actitudes desquiciadas. Todos los días había malas palabras, mentiras cínicas y culpables impunes. Como digo, no se podía dar la razón al Gobierno ni quitársela más que a bramidos. El acomodo más firme de lo que se esperaba de Pedro Sánchez y la dimisión de Rajoy hacen sentir como pasado al PP y es como si nos hubiéramos soltado una faja que nos apretaba la tripa hasta darnos retortijones.
Hay otra razón para la sonrisa en estos primeros momentos. Pedro Sánchez tuvo enemigos muy antipáticos. No es que él sea amigo de muchos, pero es el enemigo de los enemigos de muchos. Un enemigo triunfante. En Susana Díaz todo fue desagradable. Fue molesta la demora en presentarse oficialmente candidata, como si no llevara maniobrando para la Secretaría General desde la noche de los tiempos. Fue tosca la manera de defenestrar a Sánchez y burda la impostura con que manejaba los hilos de la Gestora. La falsa humildad pésimamente interpretada con que por fin se presentó, la parcialidad bochornosa de todo el aparato del PSOE y de viejas glorias, que acabaron siendo más viejas que glorias, todo aquel oropel, dio grima y alimentó ternura hacia Sánchez. Ya en campaña, Susana Díaz sorprendió por una inesperada carencia de mensaje, ideas o programa y por una prepotencia que incrementó la antipatía general hacia ella. Pocas veces se alegraron tantos, concernidos o no por las interioridades del PSOE, como cuando Pedro Sánchez venció en aquellas primarias. Fue también antipático el diario El País, siempre influyente y siempre parte de lo que se cuece en el PSOE. Ni siquiera se molestaron en tergiversar. Directamente insultaban a Sánchez. Queda para el recuerdo aquel editorial en que se le llamaba insensato sin escrúpulos y persona no cabal. Y queda para el recuerdo aquel editorial que comparaba su victoria en las primarias con el Brexit, el triunfo de Trump o el ascenso de Le Pen. Y en medio de aquella jauja deambulaba Felipe González, también antipático y con el plumero al aire, menospreciándolo con aquello de que lo que sabía de España se decía en media hora; o con aquella ridícula performancediciéndose frustrado y engañado ¡porque Pedro Sánchez le negaba el apoyo a Rajoy! Y luego, claro, a quien desbancó del Gobierno contra todo pronóstico era al PP, al traje que nos hacía escoceduras. Encima la moción de censura desenmascaró a Rivera como lo que es, un liante, no una persona de diálogo, sino un cizañero menos inteligente de lo que algunos creían.
En el ánimo de mucha gente, cada batalla convirtió a Sánchez en el enemigo de mi enemigo. La batalla en que por fin los derrota a todos no puede menos de ponernos una sonrisa. Se inicia entonces un tiempo flotante, un presente plácido sin futuro claro y aliviado de un pasado encrespado. Los rugidos con los que el PP anunciaba filibusterismo en el Senado y una gobernabilidad imposible se ahogaron enseguida por la dimisión de Rajoy y la aparición extemporánea de Aznar, tan mediocre como siempre pero más engreído, más ridículo y más inoportuno. Finalmente Sánchez se apunta un tanto con el Gobierno que presenta. Pedro Sánchez es lo que Rivera pretende que creamos que es él. En realidad, en economía, relaciones laborales, función pública y servicios públicos, Rivera es un extremista que presentaría sus hachazos como modernización e incentivos de superación. Pero él finge ser Pedro Sánchez. Cuando se le pase el mareo, dirá que él fue quien sacó a Sánchez de la podemización y recuperó para España al PSOE a la vez que libró al país de la corrupción.
Sánchez forma parte de las tendencias neoliberales que socavan el bienestar y las clases medias mientras bajan el aporte de las clases altas. Es abierto en cuestiones de libertades, igualdad de género, derechos de minorías o laicidad del Estado. Las circunstancias lo llevaron a la Presidencia con muy poca complicidad con la historia reciente de su partido y con mucho de lo que se fraguó en las movilizaciones de la calle y los movimientos alternativos. Por eso, es imaginable un impulso de regeneración y lucha contra la corrupción. Su límite es la combatividad con los poderosos. En materia fiscal o de laicidad no cabe esperar un pulso firme con la banca o la Iglesia, aunque sí es posible algún roce con los primeros y que hurgue en los privilegios de los segundos y se lleven algún berrinche. El equipo de Gobierno es una gran obra de comunicación. El Gobierno de España lleva dos días en la portada de los informativos y prensa internacionales. Y esto no es despectivo. La cantidad de mujeres es ya un avance en sí mismo antes de que empiecen a hacer nada; la cantidad y los estereotipos que rompen. No es habitual que el aparato de seguridad del Estado, el de Defensa y el de Economía estén en manos femeninas. Los ministros y ministras están elegidos para complicar el discurso de la derecha. Sánchez parece asumir que la frontera por la izquierda está tranquila. La primera vez que llegó a la Secretaría del partido la ocupó sin claridad y sin rumbo. Pero fue el primero en entender que la erosión electoral del PSOE por Podemos se combatía desplazando el frente dialéctico al otro lado, hacia y contra el PP, en vez de hacer de falange del PP contra Podemos. Rajoy no esperaba ese giro y fue cuando se enfadó y le dijo aquello de que no volviera al Parlamento y que había sido patético, allá por 2015. Algo así parece retomar con la gente elegida.
Podemos se movió con gran eficacia y buen criterio. Reaccionó con rapidez al impacto de la sentencia de la Gürtel y, a diferencia de lo que hizo otras veces, hizo ver que su compañía no sería un dolor de muelas diario. Marcó con firmeza las líneas y le puso fácil el camino a Sánchez. Tuvo mucho que ver con esa sensación de obligación moral que inundó el Parlamento y también con que el PNV percibiera que de todas formas Rajoy caería, aunque fallara esta moción. La moción de reserva que pactó con C’s fue un golpe político eficaz. Ahora le toca gestionar lo que sigue. Para la izquierda el balance es bueno. Nos dirigíamos a una mayoría absoluta con la suma de PP y C’s, posiblemente encabezada por Rivera. Las políticas previsibles serían radicales y duras. C’s no las expresaría con el alcanfor y tufo añejo del PP, sino con esta jerga propagandística que quiere pasar por tecnócrata, moderna y como de máster, como si la desigualdad fuera efecto de la exigencia de los tiempos y los méritos de cada uno. El que se haya podido cortar el camino a situación tan adversa es lo que hace que el balance sea bueno para la izquierda. Ahora Podemos debe saber cuándo callar (por ejemplo, ahora; la escena es por unas semanas para Pedro Sánchez), cuándo hablar bajo y cuándo chillar, cómo enfrentarse a Pedro Sánchez y cómo apoyarlo.
El PP bufa, C’s masculla entre dientes, Javier Fernández, Susana Díaz, Felipe González y Cebrián están calladitos y Soledad Gallego-Díaz se va a hacer cargo de El País. Es hora de que el PSOE y Podemos, cada uno por su lado, agitados y no mezclados, averigüen qué hicieron bien últimamente, dónde acertaron. No es propio de ellos.

jueves, 7 de junio de 2018

Fin de Rajoy. Y el Ícaro de la derecha desvela un gran secreto

Ícaro recibió de su padre Dédalo unas alas de cera y plumas para salir volando del laberinto del Minotauro. Cuando se vio volando quiso volar más alto. Y quién no. Tanto subió que el sol fundió la cera y se cayó al océano. Rivera ya se había declarado hijo putativo de todos los poderosos, había repartido babas por todos los despachos, había lamido todos los culos. Y finalmente Vargas Llosa lo ungió, lo tomó con sus manos y lo soltó como una paloma a los cuatro vientos de la libertad. Las encuestas decían que ganaba. Así que volaba y quiso volar más alto. Y quién no. Nadie le advirtió de que la audacia de la mediocridad es más vulnerable que unas alas de cera y que, cuando se vuela demasiado alto cargado de ramplonería, la cortedad fulmina el vuelo con más impiedad que el sol. Aznar le dijo que tenía cualidades «relevantes», pero no que le faltaba todavía un fervidín. Así que decidió volar y mostrarse. Y perpetró aquella bazofia patriotera en la que presentó ese callo de «España Ciudadana». La ranciedad del llegó a su culmen cuando Marta Sánchez cometió esa versión suya del himno nacional que deja a nuestra Marcha Real hecha un mejunje. Hasta los medios afines informaron de aquello en voz baja y con prisa. En Madrid, intentaba aparentar regeneración, a la vez que sostenía una corrupción sistémica; y sensatez, a la vez que buscaba maneras de no censurar el esperpento de Cifuentes. Sus contorsiones circenses mostraron con transparencia su oportunismo y su pequeñez.
Llegó la moción de censura y se le acabaron de derretir las alas. Rivera volvió a hacerse el contorsionista queriendo desgastar al PP a la vez que de ninguna manera quería echarlo para poner un gobierno de izquierdas. Se hacía el ofendido por la corrupción y buscaba las soluciones más chistosas para no censurar al partido que había quedado descrito por los jueces como una verdadera banda. Hasta amplió su lista de mentores declarándose hijo putativo de Jáuregui, Redondo y Solana. Qué ocurrencia. Podía haber votado a favor de la censura como Esquerra, con una venda en los ojos, como decía Rufián: me apetece tan poco votarles como a usted que yo les vote. O podía haber votado en contra, alegando que con Gürtel y sin Gürtel es mejor que siga el PP con nosotros que pasar al PSOE apoyado por «todos esos». Pero quiso rebañar de todas las fuentes y su voz se esfumó tapada por las voces de Rajoy y Hernando, bastante más sólidas y brillantes que la suya en este lance. Ahora quiere monopolizar el papel de oposición frente al batiburrillo de Sánchez. Tiene las encuestas a favor, pero sólo tiene 32 diputados. Rajoy y Hernando le dieron autoestima a los suyos y Hernando ya advirtió de que van a seguir ahí con 137 diputados y mayoría absoluta en el Senado. El Ícaro quedó desplumado y señalado como maniobrero.
La moción de censura la iba a ganar el primero que convenciera a los demás de que iba a ganar. Al PNV sólo le iba en este asunto el bocado que se había llevado de los presupuestos. Votaría lo que pudiera explicar más fácil en el País Vasco. Rivera quiso sacarle el tuétano al PP, se apuntó al desgaste del Gobierno en los mismos duros (y merecidos) términos que los demás y contribuyó mucho a que se percibiese que el PP estaba liquidado y en derribo. El vendaval contra el PP podía arrastrar al PNV si quedaba como una isla con el partido de Gürtel y tuvieron que apoyar la censura. Pero Rivera no podía mantener la apuesta hasta el final, no podía derribar al PP para poner a la izquierda y el PP se negaba a irse por su propio pie. Así Rivera fue el segundo derrotado.
Los efectos de la moción a la que ayudaron las maniobras de Rivera no están claros. Algunos dirigentes del PP decían que Rivera había propiciado una mayoría en torno a Sánchez que antes no había. Por ahí van los tiros. En muchas películas frikis a las que algunos dedicamos parte de nuestro solaz hay un muro o una valla que protege a la población de amenazas inciertas de lo que hay más allá de ese muro que no se sabe lo que es. Aquí se trazó un falso muro constitucional, como el Muro del Norte de Juego de Tronos, más allá del cual sólo hay separatistas, salvajes y populistas que destrozarían el suelo patrio sólo con su aliento. Por eso es tan inestable la política española y tan inevitable el PP. Todo había que cocinarlo con lo que estaba dentro del muro, PSOE, C’s y PP. Rivera sólo ve españoles cuando sale a la calle, pero no en el Parlamento. Quiere que los españoles seamos todos iguales, pero como en Esparta, donde los homoioi(los iguales) eran la casta de varones con todos los derechos; eran iguales para distinguirse de los diferentes. Las derechas llevan azuzando agravios para ligar la conducta de los votantes a los resentimientos prejuiciosos y las amenazas confusas que componen su discurso. Los términos con que se refieren a lo que representan más de noventa diputados son impropios de una democracia: «enemigos de España» o «los que quieren acabar con España», dicen. ¿Dónde se oyen expresiones así? A muchos nos quedan tan lejos como el misterio de la Santísima Trinidad los nacionalismos, sus banderas que, como decía El Roto, acaban siendo muros y su hipertrofia simbólica. Pero esta moción de censura permitió oír al ya Presidente decirle a Joan Tardà que está muy lejos de sus planteamientos y pedirle apoyo y acuerdo. Porque así son las cosas: se puede estar muy lejos de ciertas posiciones de alguien y entenderse en otras. La gente podrá ver con sus propios ojos que en el Parlamento no cambia la abrumadora mayoría contra la independencia de Cataluña porque los independentistas catalanes apoyen al nuevo gobierno, como ya se vio con el PNV.
El PP hizo un último esfuerzo en mantener ese muro. Cayó como había vivido, mintiendo, negando, esparciendo rencores, atacando a la justicia. Les parece antidemocrático que los desaloje una mayoría parlamentaria. La otra vez que se les desalojó, cuando Zapatero, fue con elecciones. Y también dijeron que fue trampa y tongo. Pero no vieron burla al electorado en el golpe de mano por el que se emplearon los votos socialistas para poner a Rajoy en la Presidencia (qué dirán ahora Javier Fernández y compañía). Su despedida nos recordó por qué había que despedirlos.
Los tiempos que vienen son muy complicados y todo puede pasar. Pero puede empezar a pasar lo que se temían en los pasillos los del PP, que Rivera haya propiciado que se descubriera el secreto de que detrás del muro había políticos tan estúpidos, corruptos, laboriosos y honestos como en el terruño mal llamado constitucional. Y que esos políticos pueden entrar legítimamente en mayorías parlamentarias. Ese es el reproche a Rivera: que ahora haya más ingredientes para mayorías legítimas. No hay diagnóstico más necio que el que caricaturiza a capas masivas de votantes. Los progres deforman al votante del PP como ignorante y sin escrúpulos como si no se tratara de millones de personas normales. Por supuesto que son repudiables las hipocresías y prejuicios independentistas. Pero no se puede caricaturizar alegremente a la mitad de catalanes que los votan ni sus lindezas son de peor pelaje que muchas de las que aguantamos más acá del muro, donde los ministros cantan El novio de la muerte, amenazan a jueces para proteger a corruptos, entregan los dineros públicos de la enseñanza a la Iglesia o ponen a media asta las banderas en los cuarteles en Semana Santa. Si esta moción de censura sirve para que se perciba que hay 350 legisladores legítimos, para que acabe no llamando la atención que nacionalistas voten leyes sobre pensiones o sanidad y para que se discutan las propuestas de Podemos en sus términos, sin estridencias descerebradas, habrá hecho un gran servicio al país. El servicio de disolver barreras de incomprensión y sordera.
Y un detalle. En un debate en el que se discute la caída de un Gobierno y la propuesta de otro alternativo, ¿ni una palabra sobre educación? ¿De nadie?