sábado, 1 de febrero de 2020

El relato y lo deleznable

En 2001 la Real Academia añadió a la palabra deleznable la acepción de despreciable o indigno. La gente ya usaba la palabra con ese sentido, así que podríamos decir que en 2001 uno la Academia «aceptó» esa acepción. En realidad, deleznable es lo inconsistente y propenso a disgregarse y deshacerse. C’s es un partido deleznable, pero no por despreciable. Esta palabra es de la raíz de lenis, suave, y por extensión resbaladizo, deslizante. Por una metonimia comprensible, pasa a referirse al que resbala y tiende al extravío y el desliz. A mí se me viene a la mente Casado, como el punto en el que se cruza lo indigno, lo inconsistente, lo suave (esa sonrisa …) y lo propenso al desliz. Me pasa a mí, pero cada uno tendrá sus asociaciones. Recuerdo esta palabra porque nuestra política parece su molde y los sonidos de la palabra la cubren con la adecuación de un guante a una mano. A esto no se llega «entre unos y otros». Una vida pública deleznable tiene ideología.
El  CIS dice que la gente percibe a los políticos como un problema mayor que la economía. Franco había troceado lo que hoy es Defensa en tres ministerios (Aire, Ejército y Marina) y así se notaba menos el montante del gasto militar. De la misma manera, el CIS dividió en tres preguntas distintas el mismo concepto (problemas políticos, conducta de los políticos y acción de los partidos políticos) y así, si Inés Santaeulalia y Kiko Llaneras no nos hubieran hecho las cuentas, se nos escurriría el dato de que la política tiene la consideración del pedrisco o la gota fría. Y en este ambiente deleznable asoma ideología.
La vida pública tiende a convertirse en una sucesión de peleas o polémicas inconexas donde el beneficio no está en extender razones, clarificar hechos o ganar crédito, sino en ganar cada polémica aisladamente. No es el mismo tipo de incoherencia el de Casado que el de Sánchez, por tener a la vista dos ejemplos. La incoherencia de Sánchez es la de toda la vida, la de iniciar un camino con voluntad de seguir en él y, ante las circunstancias, olvidarlo y tomar el camino contrario con intención de seguir la ruta opuesta, sin claridad de pensamiento ni firmeza de principios que impidan conductas contradictorias. Lo de Casado no es incoherencia, es método. La política es una sucesión de peleas que deben dejar marcas al contrario. Cuando el moratón que busca es el de la radicalidad, pide un pacto de Estado por la educación. Pero no inicia ese camino con intención de seguir en él. Es una pelea empieza y termina en sí misma y cumple su propósito si en el futuro próximo puede referirse a Sánchez como extremista. En la siguiente pelea, el que quería pacto por la educación exige censura escolar y le dice al mismo Sánchez que quite sus manos de su familia. Después sobreactuará sobre Venezuela, trivializará a Bolsonaro, exigirá soberanía nacional a la vez que alienta que Trump intervenga en las maniobras de Ábalos. Pero no hay incoherencia: la cizaña no pretende ser un sistema de pensamiento, sino de combate.
Es difícil sintetizar en pocas palabras qué hace que alguien gane una discusión. No son las razones, los hechos ni la persuasión. Si la polémica dura lo suficiente y si es lo bastante áspera, enseguida pasa a segundo plano el motivo de la disputa y queda en pie solo quién es el ganador y quién el perdedor. Pierde el que se quede sin palabras de ataque, aunque sea porque el otro grita y no deja que las diga. Mientras tengamos lenguaje para atacar al otro, como mínimo no perdemos, aunque ese lenguaje sea la repetición de un mantra necio o una falsedad palmaria. Recordemos que en algún momento de la discusión estamos de parte de uno o de otro y a partir de ahí solo queda en el ambiente quién gana, no si reveló hechos o explicó algo. El otro día vi un trozo de un presunto debate y en un momento dado un contertulio dijo que para meterse con la extrema derecha había que hacerlo con el comunismo también y que en el Gobierno había comunistas. El comunismo es una aberración, sentenció. Cuando el otro interviniente mencionaba medidas o líneas del gobierno, el primero repetía que sí sí, pero que el comunismo es una aberración. Si el segundo hablaba de memoria histórica o concertación social, él repetía, una aberración, no nos chupamos el dedo, el comunismo es una aberración. Ante una necedad repetida, es habitual que la otra parte multiplique razones y datos, pero que inconscientemente vaya acortando cada argumento y simplificando cada dato, hasta que parece una trifulca embarullada y parece que el necio sin más argumento que la necedad está diciendo una verdad como un puño y el otro está improvisando excusas para esa verdad que no quiere reconocer: que el comunismo es una aberración; dejémonos de salarios mínimos ni atención sanitaria, reconoced que el comunismo es una aberración. Aznar aplicó este sistema con la patraña del 11 M. Este es el formato general del debate público. Nadie se puede imaginar un programa como La Clave, donde intervinientes antagónicos hablaban largo y tendido entre espirales de humo y cada uno hablaba en su turno y a propósito de lo que decía el otro (casi echamos de menos que se fume al hablar). Hoy sería un programa lento. No es solo Twitter quien exige razones que quepan en 280 caracteres. Lo que tengas que decir tiene que ser rápido y tiene que contener algún zasca que arranque bramidos.
El problema es que en ese formato tienen el mismo peso los hechos que las falsedades. Se puede decir con impunidad que Hitler no persiguió a homosexuales, que la contaminación no mata, que la República fue una dictadura, que se van capitales desde que se subió el salario mínimo y lo que cuadre. Ese punto en que se desconfía de todo lo que nos contaron, en que se niega la contaminación y se exigen pruebas de la redondez de la Tierra, es el que buscan las ideologías totalitarias para simular rebeldía, renovación y nuevo orden. Por eso no es cosa de todos ni aprovecha a todos. La derecha está radicalizada y entregada a este sistema de zascas, peleas, falsedades y exclusiones. La prensa conservadora es lacayuna y más de cipayos que de periodistas. Tiene la estridencia y el nivel de las tómbolas.
Lo tranquilizador es que lo deleznable se concentra en los actores de la vida pública. Esa grasa que se genera cuando se junta gente en la que flotan como en una emulsión, y que llamamos sociedad y convivencia, se mantiene. Se oyen algunos gritos, pero en general la sociedad no se parece a ese abismo de catástrofes que silban en los debates y los titulares de la prensa de la caverna. Lo preocupante es que sí está ocurriendo que la política se está convirtiendo en un conjunto de polémicas e incidentes aislados. Cuando Sánchez provocó la repetición electoral creyendo que sacaría 150 diputados no se equivocaba. Los que decían que Errejón sacaría 9 diputados tampoco se equivocaban. Pero la pulsión emocional que mueve el voto es tan inconsistente y deleznable como lo es la vida pública. Lo que impulsó la atención a Errejón y la distracción sobre Vox desapareció y se olvidó muy rápido. Franco y Cataluña lo hicieron incluso remoto. Estamos en lo que en fútbol se suele llamar un correcalles. La vida pública es deleznable, el pueblo no es así, pero vota así. Donde solo hay peleas aisladas sin cohesión y donde tienen el mismo valor los hechos y las mentiras desvergonzadas, el conocimiento y el bramido, lo único que tenemos es un puzle con el que cada uno puede formar el relato que quiera. Y tendrá más predicamento quien mejor lo ancle en el estado emocional de la gente, en sus miedos, iras y afanes.
Pero conservo un pálpito positivo. El Gobierno parece haber entendido lo fundamental: cohesión sin fisuras, rapidez y pulso firme y centrarse en los hechos reales. Con los antecedentes de los actores, eran de temer otros rumbos. De momento, parece lo más orientado de la vida pública, y no mal orientado. Más nos vale. En un ambiente deleznable y correcalles, como se decía en la desopilante comedia Arsénico por compasión, cualquier cosa puede ocurrir y ocurre con frecuencia.

Censura escolar. Lo obvio, el error, lo bueno y la hoja de ruta

La democracia es como polvos pica pica para el fascismo. Todo les irrita y les da escozor. Gente echando papeles de caramelos en una papelera les saca ronchas. No es que sean guarros y quieran papeles por el suelo. Es la actitud de la gente, esa sensación de que, igual que se tragaron lo de llevar papeles de caramelos pegañosos en la mano hasta encontrar una papelera, seguro que también se comieron lo de la solidaridad, el planeta y lo de los maricones. Tienen tres razones para querer censurar contenidos en las escuelas. La primera es que son fascistas y la escuela no lo es. La democracia es una constelación de extremismos para un fascista. El consenso progre del que se burlan es lo que los demás llamamos convivencia libre. Nadie admite ser un autoritario. La imposición intolerante pretende ser siempre una defensa a ataques imaginarios. La segunda razón es que el fascismo es una subversión del sistema. Tienen que normalizar el desafío. No pueden gobernar en una sociedad sana. La necesitan enferma y por eso mienten, envenenan y envilecen. Y la tercera es que son de natural gamberro. La brutalidad es componente de todos los sabores del fascismo. En la escuela los profesores repetían con ñoñería que la higiene decía mucho de nosotros y entonces, si unos gamberros te veían lavándote las manos, vociferaban risotadas y repetían con retintín que la higiene decía mucho de nosotros. Hay cosas de la extrema derecha que no se explican por sus verdaderos intereses sino solo por pura macarrería.
Esto es lo obvio sobre la censura escolar pretendida por Vox. No sé si tienen algún valor las palabras que llevo dichas, pero me voy a atribuir un acierto. En el formato en que veo el texto en pantalla, escribí diecisiete líneas sobre la censura escolar y no usé las palabras niño, niña, hijos, padres, profesor, familia o estado. Y digo que es un acierto porque es lo que hay que hacer. Vox no monta este circo para que le den la razón. Lo monta para que se discuta lo indiscutible, se dude de lo evidente y parezca confuso lo meridiano. Quiere crear vacilaciones en los profesores y cizañar a los padres. Quieren que debatamos sobre una alucinación. Los riesgos educativos están en lo que pueden ver con el teléfono móvil que les compramos a los nueve años y no en la escuela, donde se les equipa para esquivar esos riesgos. Lo saben de sobra. El problema es que muchas veces la gente comprometida tiene convicciones y principios muy a flor de piel y siempre listos para sustanciarse en palabras y argumentos. No pueden oír lo de la censura parental sin que salgan de sus bocas en tropel las dignísimas razones que tienen para abominar de semejante bodrio. Pero no siempre es saludable debatir y argumentar. Razonar que negros y blancos deban tener los mismos derechos es barbarie, porque es debatir lo que se debe tener como certeza.
Claro que hay que contraargumentar, a eso me aplico, pero no poniendo el debate donde lo quiere el fascismo, sino donde lo reclama la civilización. El tema es simple: un partido de ultraderecha quiere imponer ideología en los colegios y sembrar desconcierto en la enseñanza pública como expresión que es de una sociedad democrática a la que son alérgicos. No hay debate sobre si los niños son de su familia o del estado. Los padres y las madres saben lo que conviene a su hija, pero si se rompe un brazo saben que lo que le conviene es la atención de un médico. Y también saben que para su formación, oportunidades y felicidad les conviene el profesorado cualificado que la atiende cada día. No hay tensión entre la escuela y la familia. A veces los principios burbujean en nuestra boca, nos queman en la lengua y pugnan por salir y expresarse, es comprensible. Pero es un grave error de la izquierda, de los enseñantes y hasta de periodistas de buena intención entrar al trapo. Solo estaremos respondiendo bien a Vox si no decimos palabras como estado, familia, profesores o niños, y sí palabras como extremismo o censura. O palabras como adoctrinamiento: quienes buscan adoctrinar siempre inventan un adoctrinamiento del que dicen defenderse. No debe dejarse fuera del debate el papel de la cúpula eclesial. El debido respeto a las creencias y culto católico no debe suponer un asentimiento temeroso al activismo de los obispos. La Iglesia lleva tiempo predicando esta intolerancia autoritaria y creando la neolengua, ahora asumida por Vox, con la que quieren aprovecharse de la (buena) fe de los creyentes para intoxicar y confundir, con expresiones como ideología de estado para referirse a la condición abierta y tolerante de la escuela pública; o como ideología de género, para referirse a la igualdad de hombres y mujeres.
Pero además de errores también hay dos cosas buenas. Una es que el error de Casado es el mayor de todos. Empieza a hacer con Vox un dúo como aquellos hermanos Hernández y Fernández de Tintín, cuando uno decía una cosa y otro añadía una repetición de lo mismo. Vox dice al Gobierno «pin parental» y Casado añade «saca tus manos de mi familia». Este sucursalismo hace al PP un terrón de azúcar en la taza de la extrema derecha y además lo aleja de lo que realmente está pasando. Es chistoso que patronal y sindicatos pacten una subida del salario mínimo y el PP ande extraviado buscando si en las escuelas enseñan a los niños a penetrar a su hermanito, como delira el tarado de Tertsch. Pero en el PP hay gente que sí hizo la carrera y sabe hacer la o con un canuto y que empieza a poner muecas. Es bueno que el fascismo sea una carga para la derecha. Casado es el PP reflejado en un espejo deformante, como los esperpentos de Valle Inclán. Ya deben estar pensando en ello. 
La otra cosa buena es que el país real sigue siendo diferente y ajeno a las oscuras ensoñaciones de la ultraderecha, de su vicario Casado y del obispado. De momento el Gobierno transmite la sensación de estar en el mundo real, mientras la oposición se consume en sus demonios. No es que no hagan daño, es evidente el empeoramiento de la vida pública con una ultraderecha tan fortalecida. Pero no van a poder replicar todo el tiempo a políticas sociales o de impulso a la investigación con penes y vulvas. Cataluña es su mejor baza, porque sigue afectando al voto de la cuarta parte de la población. Será la única fisura por la que puedan colar sus vapores mefíticos en nuestra vida pública.
La hoja de ruta del Gobierno con respecto a la censura escolar es sencilla: ni caso. No debe agitar el debate que propone la ultraderecha. Debe referirse al caso como una muestra de lo que es la ultraderecha: un grupo montaraz que quiere introducir censuras fundamentalistas en la escuela pública y proteger el adoctrinamiento religioso en la escuela privada. El Gobierno debe mantener una línea reconocible y cercana, como está haciendo, y no ser reactivo a cada desbarro de la oposición. La historias de patrias vendidas, niños prostituidos y estalinismos de cómic rebotarán en desorden con un gobierno cohesionado y anclado en la vida real de la gente. El episodio del pin parental debe dejar como rebufo a Casado ridiculizado, un PP extraviado y una extrema derecha retratada. Y una escuela pública orgullosa y a lo suyo.

Comunistas, cuarenta años de cortesía

Ahora hay algún comunista en el Gobierno. No recuerdo ningún momento en que pensara de mí mismo que era comunista. En cualquiera de sus acepciones, el comunismo es siempre una forma muy estricta de socialismo. Hay jerséis ajustados que requieren un cuerpo muy trabajado para quedar bien. La palabra «comunista» es una funda que requiere un tipo específico de biografía y un itinerario sentimental muy preciso para ser la talla justa de alguien, y no una impostura o una banalidad.
Recuerdo una entrevista a finales de los setenta con Bernard Henri Lévy, por aquel entonces un «joven filósofo». Decía que le cansaba la discusión de si el régimen soviético era el verdadero marxismo o si el verdadero marxismo era una cosa diferente y mucho más noble. Decía que el marxismo eran los hechos y los hechos eran la Unión Soviética. Su comentario era, por supuesto, anti–comunista: no hay más comunismo que lo que vemos en los países comunistas. El comentario es algo simple pero podemos aceptar lo fundamental y dar a ciertas palabras el valor que les dan los hechos. Pero, a diferencia de lo que parecía creer Henri Lévy, a veces la cosa va por barrios y la misma palabra cuenta historias muy distintas. Pensemos, por ejemplo, en la Iglesia. Siguiendo la pauta de Lévy, no miremos el evangelio sino los hechos. La gente de El Salvador o Guatemala contará historias asociadas con la palabra «Iglesia» que tienen que ver con justicia, lucha, sacrificio y generosidad. Quien sepa algo de las pequeñas historias de Gijón, en cuanto diga que me crie en La Calzada, entenderá sin esfuerzo que haya visto hacer una estatua en memoria del párroco Bardales con asentimiento del barrio, de ateos y creyentes. No era Guatemala, pero los hechos asociados a la Iglesia en La Calzada, sobre todo en los tiempos de más desamparo, fueron de nobleza y compromiso. Pero también podemos referirnos a la Iglesia en España como una poderosa corporación que retiene privilegios económicos y legales de la dictadura a la que sirvió de soporte, que perdió predicamento pero no poder, que sermonea intolerancia y que difunde mensajes reaccionarios extremistas. En el Brasil de Bolsonaro la religión es el envoltorio de los peores contrabandos fascistas. En Bolivia, donde hubo algo que se parece a un golpe de estado como con una gota de agua a otra, Jeanine Áñez proclamó que la Biblia volvía al Congreso, exhibiendo a la vez Biblia y armas. El evangelio es el mismo pero, si la Iglesia son los hechos y no el evangelio, la palabra no dice siempre lo mismo. Por eso ningún católico tiene que renegar del nombre de su credo. Aunque ese credo haya estado y esté tantas veces ligado a intolerancias, violencia sectaria y regímenes odiosos, cualquier creyente tiene derecho a pensar que nadie puede decidir que el catolicismo esencial es el que muestran las crueldades y no las grandezas.
Así que los comunistas españoles también pueden darle la razón a Henri Lévy y reclamar que el comunismo, como la Iglesia, son sus hechos y que sus hechos cuentan historias diferentes, como la Iglesia. El comunismo está asociado a sectarismos irracionales y a violencias despiadadas. Pero decíamos que la cosa va por barrios. En la España actual hay hechos relevantes ligados a los comunistas que no tienen que ver con la guerra, donde dos bandos disparaban, sino con la dictadura y la transición. Los comunistas fueron la principal resistencia a la barbarie franquista. Por edad me tocó vivir de adolescente la muerte del dictador y la salida a la luz de los comunistas. Recuerdo la peluca de Carrillo, la vuelta de la Pasionaria y los paseos a plena luz del día de Fernández Inguanzo, el Paisano, que había pasado 22 años en la cárcel, sumando todos los tramos, alguna vez condenado a muerte. Los comunistas eran lo más organizado que habían luchado contra el franquismo y cuando yo era adolescente no hablaban de checas ni gulags. Hablaban de democracia y libertad. Es fácil hablar así, hoy lo hace hasta el Opus. Pero es que Fernández Inguanzo con su presencia en el Parlamento junto a quienes lo habían perseguido y encerrado 22 años en la cárcel decía calladamente que la guerra había acabado en el 39 y que, como decía la canción de Víctor Manuel, o aquí cabemos todos o no cabe ni Dios. Los comunistas, como espina dorsal de la resistencia antifranquista, eran clave para que España pasara a un régimen democrático en paz. Negociaron y llegaron a acuerdos que buscaban la democracia sin conflicto. Lo hicieron incluso cuando todavía era ilegal ser comunista, porque el partido estaba «bajo disciplina internacional», según rezaba el eufemismo de la época. Negociaron la Constitución y la apoyaron. Y negociaron incluso los Pactos de la Moncloa. Si el comunismo no era El Capital, como decía Lévi, sino los hechos, los hechos son que a los comunistas les debe mucho la paz en un país donde tan de temer era el conflicto. Cuando los militares golpistas ensordecieron el Congreso con disparos, solo Carrillo y Suárez permanecieron sentados. Suárez tuvo el acierto de comprender el simbolismo negativo de un Presidente lanzándose bajo la mesa. Carrillo explicaría después que había vivido demasiadas cosas como para volver a otro golpe militar, a la clandestinidad y a la represión. Permaneció sentado por resignación, porque no le compensaba ya ese esfuerzo minúsculo de tirarse al suelo para ponerse a salvo de las balas. Ahí hubo mucho de lo que eran los comunistas de por aquí y por entonces: nada valía la pena si no era en paz.
Dirán algunos que los comunistas realmente querían una cosa distinta de la que fue. Seguro que sí, pero no en el sentido que pretenden los maliciosos. Pretender una cosa distinta de la que fue supuso cultivar dos actitudes que hoy se echan de menos. La primera es aceptar vivir de manera estable en un mundo que no es al cien por cien como uno lo quiere. Piénsese en la actual tensión independentista, solo por poner un ejemplo. La segunda, como contrapeso de la primera, es sentirse incómodo en un mundo que no es como uno lo quiere y luchar para que sea distinto. La palabra «lucha», en sentido social, estuvo muy unida a los comunistas y los sindicatos. Las mayores frustraciones de la izquierda con el PSOE no tienen que ver con sus ideas, sino con su actitud hacia ellas, con su falta de lucha y su tendencia a reducirse a las circunstancias. Cuando Rubalcaba, intentando conjugar ideas y circunstancias, dijo que el PSOE era un cuerpo monárquico con alma republicana, seguramente quiso tapar cuántas veces el PSOE fue sencillamente un cuerpo sin alma.
Los comunistas negociaban cuando no eran legales. Cuando fueron legales, no podían entrar en el Gobierno porque podía haber un golpe de Estado. Carrillo tuvo casi que insultar a Suárez cuando se legalizó el PC para que no pareciera que España tenía un Presidente amigo de comunistas. Desaparecido el ruido de sables, la inercia del PSOE y la modorra en que cayó IU, sucesora del PC, mantuvo el tabú de que hubiera alguien en el Gobierno que se definiera como comunista. Si lo era, tenía que negarlo porque en democracia no puede haber comunistas en el Gobierno. Pero si Henri Lévy tenía razón y el comunismo son sus hechos, un comunista en España puede proclamarlo y dejarnos a todos tan tranquilos como cuando un católico dice que es católico. O más. Aquí la Iglesia se distinguió en favor de la dictadura y se distingue por sus actitudes reaccionarias. Sin embargo, Enric Juliana recordaba hace poco lo esencial de los comunistas: lucharon contra la dictadura y negociaron y participaron en la Constitución.
Ahora hay un Gobierno con comunistas (no lo digo por Pablo Iglesias). No solo el Gobierno es normal, sino que el país es más normal desde que puede tener a comunistas en el Gobierno. A este Gobierno normal bien podríamos concederle cien días de cortesía. Después de todo, los comunistas en democracia concedieron al país cuarenta años de cortesía. Y ya era hora.