sábado, 21 de marzo de 2020

Las gafas del coronavirus

Hace unos años vi que el amigo con el que paseaba y me contaba no sé qué batalla caminaba derecho a una cagada de perro. Lo avisé y él inmediatamente dio una zancada más larga con un pequeño salto y justo por eso pisó de lleno el excremento. Hice bien en avisar porque la desinformación no es una buena opción. Y era difícil que él no sobreactuara el protocolo de emergencia que, en su medida justa, le hubiera ahorrado los ominosos minutos de limpieza siguientes. A veces la reacción a la amenaza del desastre es parte del desastre. La reacción inicial al coronavirus fue parte de la crisis. Muy poco después de que se empezara a hablar del virus chino el precio del oro empezó a dispararse. El dinero ya buscaba refugio porque daba por hecho que la gente alargaría precipitadamente la zancada y pisaría la cagada. Así estamos viendo esos acopios circenses en los supermercados (¿qué le pasa a la gente con el papel higiénico?). Y, como siempre es difícil jugar a las siete y media, puede que ahora estemos agravando la crisis por quedarnos cortos en las precauciones.
Lo que se sabe se puede sintetizar con brevedad. Es una especie de gripe para la que no tenemos anticuerpos, ni vacuna, ni antiviral, por lo que, en principio, se podría extender al cien por cien de la población. La gripe ataca a un porcentaje de la población y mata a un porcentaje pequeño de entre la población de riesgo de ese porcentaje de población atacado. Como con las muertes en la carretera, las cifras son siempre trágicas e inaceptables, pero hablamos de una mortalidad muy limitada. Si la población atacada es mayor, con un porcentaje parecido el número de muertes será también mayor. Pero no es esa la amenaza. El problema es que rápidamente nos quedaremos sin centros médicos ni personal sanitario que nos atienda. El problema es ese: que no tendremos médico ni ambulatorio. Los centros se inutilizarán por saturación, el personal será insuficiente y además se contagiará y la saturación llegará antes. Y la mortalidad en gente mayor depende en gran medida de la atención que reciban. Si no tienen atención, morirán más. Por eso las cuarentenas buscan ralentizar la extensión para dar tiempo a que algún fármaco o el propio ciclo del virus pare la propagación. Margarita del Val y algunas personas serenas lo explicaban hace poco.
Por supuesto, al voraz Garamendi y al insolvente chisgarabís Casado les faltó tiempo para hacer su contribución: el virus requiere bajar los impuestos a los ricos y hacer más libre el despido. No sé por qué se privaron de incluir el apoyo a la monarquía y la ratificación de la prisión permanente revisable. Pero no nos cebemos con ellos. Cuando una crisis como esta retuerce la sociedad hasta hacer visibles sus entretelas y sus impurezas, es difícil evitar que cada uno vea en el material desgranado la confirmación de sus creencias. Una situación límite puede mostrar con claridad lo que la rutina hace invisible. En vez de unas gafas de ver españoles, como aquellas del abogado Albert Rivera, el coronavirus puede parecer unas gafas que contrasten y resalten lo que tenemos delante. Veamos.
Nos enfrentamos, decíamos, a la posibilidad de que nuestro padre o nuestra abuela enfermen de algo que en ellos es peligroso y no tengamos ambulatorio al que ir ni médico que los atienda. Vox grita más alto que nadie que hay ir hacia la eliminación de las jubilaciones públicas y de la sanidad pública y su sustitución por fondos y servicios privados. Vox lo grita y lo envuelve en un nacionalismo autoritario que disfraza de patriotismo, en una discriminación extrema de género, raza y clase social y en un fanatismo ultracatólico. Pero no olvidemos que lo que Vox cubre con su discurso fascista provocador es el mismo neoliberalismo que pregona el resto de la derecha, la banca y la patronal. Lo que el coronavirus nos pone delante de los ojos es cómo es el mundo para amplísimas capas de la población cuando no hay un sistema público de pensiones ni de salud. Es un mundo en el que no hay médico al que llamar cuando enfermas, porque ni la pensión a la que puedes llegar con tus modestos ahorros te llega más que para un seguro médico muy limitado ni el sistema privado te dará servicios que no cubra tu modesto y limitado seguro. No es una cábala, es un hecho, así son las cosas en EEUU y mucho peores en países con la misma desprotección, pero con más pobreza. Las coberturas públicas suponen un sistema en el que todo el mundo tiene obligaciones que cumplir con el conjunto de la sociedad. La privatización de servicios supone quitar de las obligaciones de los ricos el coste del bienestar general, convertir en espacio de negocio las necesidades básicas y tener a la mayoría de la gente con las necesidades básicas sin cubrir o trabajando solo para ellas. Por supuesto, el lucro privado nunca provoca redistribución y generalización de la atención. Provoca lo que con las gafas del coronavirus vemos patente: que la gente mayor enferme y no haya ambulatorio al que ir ni médico al que llamar.
Y podemos seguir rascando más datos. Miguel Presno explicó hace poco que en estado de alarma el Gobierno podría legalmente intervenir (no expropiar) la sanidad privada para emplear sus recursos en la emergencia. Es una posibilidad que está en las leyes y que ya se empleó en otros sitios. En 2001, con el atentado de las Torres Gemelas, el gobierno americano intervino Microsoft y la ocupó. En aquel momento era el puesto más poderoso para rastrear redes y comunicaciones. Estas posibilidades son legales y deben evaluarse cuando el bien general lo requiere. Algunas emergencias recientes que padecimos fueron económicas. Cuando por una crisis financiera decenas de miles de personas son desahuciadas, millones de personas pierden el trabajo, la gente se va del país en oleadas de cientos de miles, algunos pensamos si el Estado debería intervenir, no expropiar, los grandes bancos, por lo mismo que el gobierno americano se instaló en Microsoft: para controlar el flujo de cosas y dirigirlas a la atención de la emergencia nacional.
Me pregunto qué sucederá en EEUU si se alcanza una incidencia como la que ahora se alcanza en Italia. Una cantidad enorme de la población está prácticamente a la intemperie en atención sanitaria. Eso normalmente es su problema, pero no cuando hablamos de una epidemia contagiosa. Si toda esa gente desatendida enferma de algo infeccioso, el problema será para todo el mundo. Desde luego el lucro privado no distribuirá análisis ni tratamientos. Y una actuación pública, costosa y excepcional, podría funcionar, pero corren el riesgo de que la gente repare en dos cosas: una, en que lo justo es que haya siempre una actuación pública que garantice la salud en un país rico como pocos (lo justo y lo eficaz; hay palurdos que apoyan a Trump proclamando que en su casa su padre le enseñó a desconfiar de lo que te dan gratis; ese es el nivel); y otra, que cuando el malestar de los de abajo es un problema para los de arriba, la justicia y la redistribución se abren camino. Corren el riesgo de que la gente recuerde que todos los avances sociales se consiguieron luchando y que las luchas fueron eso: procesos por los que el malestar de los humildes fue un problema para los poderosos.
Ahora toca jugar a las siete y media: ni sobreactuar por encima de los protocolos ni infravalorar esos protocolos y no sentir responsabilidad individual en ellos. Pero no dejemos de tomar el episodio como un viaje de estudios. Si llegamos a no tener ambulatorio ni médico donde llevar a nuestro padre, estaremos palpando cómo sería el mundo neoliberal descarnado para la mayoría de la gente, cómo el lucro privado nunca es un mecanismo redistributivo, cómo las estructuras públicas son la frontera con la barbarie y cómo esas estructuras públicas exigen responsabilidad económica de todos con el conjunto, y no como en una sociedad desagregada de individuos a granel, donde las piedras de cada uno se conviertan en pan.

jueves, 12 de marzo de 2020

Tenemos que hablar del Rey (y algún día de la prensa)

«Si allí no estamos también nosotros […] esos te endilgan la república. Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie.» Pocas frases se escribieron con más resonancia en más brevedad que la que Tomasi de Lampedusa puso en boca del sobrino del Gatopardo. Ante cambios que amenazan ser desmoronamientos, muchas veces se suman a los cambios quienes formaban parte de lo que se desmorona, para asegurarse de que el efecto de los cambios sea que todo siga como siempre. Nuestra transición fue lampedusiana en demasiados aspectos. La caída de la dictadura era inevitable y Torcuato Fernández Miranda marcó magistralmente el principio por el que el paso irremediable a la democracia fuera ordenado y no tumultuoso: de la ley a la ley. Nada de algaradas que derriben instituciones y se asuman mandos sin estructura legal. El paso a la democracia había de consistir en la promulgación de unas leyes que deroguen otras leyes. El cambio de régimen sería el efecto de una actividad legislativa, no la situación de hecho a la que lleve una acción colectiva levantisca. El problema es que en cambios de tanto calado siempre hay privilegios e intereses que no se sueltan más que por la fuerza o la intimidación, no por la persuasión o el buen rollo político. Por eso un principio tan higiénico como el de Fernández Miranda siempre lleva como lubricante entre líneas y en tinta invisible el soplo lampedusiano: que todo siga igual.
Lo había dejado dicho de manera más simplona el propio dictador: todo está atado y bien atado: las grandes familias económicas, la Iglesia, el ejército y la Jefatura del Estado; atado y bien atado. Se hizo pasar por amnistía lo que fue una ley de punto final que hacía impunes a los actores de la dictadura y sus tropelías. Curiosamente, la institución más temida, el ejército, fue la que mejor parece haber asimilado que el que todo siguiera igual después de cambiarlo todo era temporal, que el ejército seguiría igual cuando llegara la democracia, pero que en democracia tenía que ir cambiando su papel y es evidente que cambió. En cambio, la Iglesia y las grandes fortunas, no solo llegaron a la democracia sin cambios y limpias de polvo y paja. Es que en democracia siguen ejerciendo el papel y privilegios que tenían en la dictadura. Las grandes dinastías enriquecidas en la dictadura siguen situadas al frente de oligopolios que hacen prácticas de oligopolio en sectores muy sensibles y que contribuyen con los tentáculos que despliegan en los medios a la pobreza informativa actual. La Iglesia nos sigue costando muy cara, por lo que se lucra con bienes que paga el Estado, por su absurda inmunidad fiscal, por el dinero público injustificable e injustificado que se les da y por la forma desordenada y voraz con que pretende educación y adoctrinamiento con cargo al dinero del contribuyente. No es verdad que le ahorre dinero al Estado con los servicios que presta. Se puede observar una obviedad: publíquense las cuentas de la Iglesia y así veremos qué le ahorra el Estado. Pero aprovechan antiguallas legales para cerrar el puño y mantener opacas esas cuentas. Algo tendrán que ocultar.
La Jefatura del Estado es un tema complejo y pendiente. Es una evidente anomalía que el testamento del dictador sea la legitimación de la coronación de Juan Carlos I. Es un tema pendiente obvio que en algún momento podamos decir la forma de la Jefatura del Estado, porque nunca se nos consultó como es debido. Pero no es esa la cuestión. España tiene un problema serio con la Jefatura del Estado. A la nación no la humilla que un Presidente de Gobierno se reúna con un Presidente de la Generalitat, ni que busque acuerdos políticos con representantes electos. A la nación sí la humilla que el Rey anduviera en juergas donde se mezclaban papeles de Estado con confeti, restos de tarta y tiques de alta costura. La tal Corina enredando en asuntos de Estado sí es una estampa que dibuja a nuestro país muy por debajo de lo que es. Todo esto y más se sabía. Cuantas más manos se juntaban para tapar la frivolidad y la corrupción del Rey Juan Carlos más se intuía el tamaño de lo que se ocultaba. Cuanta más ansiedad ponían en aforamientos instantáneos y extraños en su abdicación, más densas se hacían las presunciones más oscuras.
El cambio lampedusiano dejó un país con una sensación difusa de estar tutelado. Por encima del funcionamiento institucional siempre parece haber una nata ajena al juego general donde se cuecen los límites de las cosas. Las apariciones intermitentes de Felipe González, por ejemplo, son un recuerdo de que hay quienes se sienten guardianes del régimen. La Corona creó en esa capa una especie de escopeta nacional de favores, tráficos y componendas. Los dineros y vínculos que iban y venían de la monarquía saudí fueron escandalosos, el uso de la representación del Estado en negocios personales fue constante, nada de esto se desconocía. En esa capa se fue creando un oligopolio que no solo controla servicios básicos, sino que tiene fuerte influencia en la prensa más extendida, por tener acciones en ella, por ser anunciantes necesarios para su sostenimiento o simplemente por ser acreedores por la quiebra encubierta de muchas de ellas. Qué papelón el de la prensa en la cobertura informativa de Latinoamérica, qué visibles los intereses económicos de los amos, qué gracia el contraste de la Vicepresidenta de Venezuela con el Rey de Arabia.
La cuestión es que ahora los dineros mal habidos del Rey emérito empiezan a aparecer en juzgados extranjeros, Corina destapa oscuridades impropias de un país civilizado y la prensa internacional habla cada vez más abiertamente de todo esto. Esto ya no es una cuestión de legitimidad monárquica o república. A ningún republicano debe hacerle gracia el desmoronamiento de la monarquía. El ambiente político es el peor posible. La derecha es ya un pedrusco extremista y no queda representación ni recuerdo de la derecha moderada y de Estado. Tienen reducida la Constitución a sus dos primeros artículos y no hay día que no caricaturicen los símbolos nacionales, con la monarquía entre ellos. Esperemos que alguien le esté explicando a Felipe VI lo flaco que es el favor que le hace un partido fascista partiéndose el pecho por la monarquía y cuánta más legitimidad le dan políticos demócratas republicanos institucionalmente leales. Margallo sintetizó muy bien hace poco el momento del PP: por echar a Soraya estaban dispuestos a poner a cualquiera. Y eso hicieron, poner a cualquiera. Por cierto, qué gracia las patas de mosca que anda buscando la prensa de la caverna para montar un relato de hostilidad entre UP y el PSOE, justo cuando se está reconociendo hasta dónde llegaban los enconos en el gobierno del PP.
La evidencia y publicidad internacional de la posible corrupción del Rey emérito sí puede hacer difícil la convivencia de los dos coaligados en el gobierno. Se le puede pedir lealtad a Unidas Podemos y que ceda en muchas cosas,. Pero no se le puede pedir que entre en el juego de complicidades que mantuvo siempre a Juan Carlos I con una impunidad bananera y que mantuvo todo ese juego cortesano de favores y ocultaciones. El PSOE, por su papel en la reciente historia de España, tendría difícil desligarse de ese juego de complicidades sin quebrarse o entrar en crisis. Y si la Monarquía es un factor que hace difícil una coalición de izquierdas, entonces su papel en el juego político no tiene la neutralidad exigible y se haría todavía más crítica la cuestión pendiente de la Jefatura del Estado.
La sensación general que transmite el Gobierno es de control y de unidad. No dieron muestras de grandes luces sus protagonistas y no hay razón para creer que estamos en manos de grandes estadistas. Pero si aprendieron algo y entienden la toxicidad de la grieta que se está ensanchando, alguien debería anticiparse y decir a alguien lo obvio: tenemos que hablar del Rey.

martes, 3 de marzo de 2020

Plácido, fundamentalismo religioso, Skolae

Es difícil saber cuánto hay de teatralidad en los balbuceos de Plácido Domingo y cuánto de aturdimiento verdadero. La gente que por su posición fáctica o por su cargo tiene un poder sin control en un determinado ámbito, apellídese Villa o Domingo, con el tiempo llegan a sentir con sinceridad que ese ámbito es suyo por derecho. Allá por los ochenta oía por la radio a Jesús Hermida y sus contertulios baboseando con risotadas complacidas sobre la costumbre de Cela de arrimar su pierna a la pierna de la señora que tuviera al lado. Llegan a creer que todo, animado o inanimado, es suyo. Como decía aquel centurión de Astérix, «¡uno se pelea contra unos tipos, los vence, los invade, los ocupa, y después, sin ningún motivo se vuelven contra uno!». Tiene razón el tenor en que van cambiando los «estándares» con los que nos medimos (juraría que la gente que dice «estándares» levanta un poco la barbilla al pronunciar esa palabra). No es que antes hubiera galanteo y ahora no. Los límites de la convivencia y el acoso y del coqueteo y la desconsideración son muy parecidos. Simplemente antes las mujeres tenían que aguantarse, tenían que soportar la pierna fofa que le arrimaba el señorón sudoroso y poderoso de al lado, tenían que aguantar insinuaciones infantiles y audacias de machito y tenían que aguantar agresiones o coacciones directas. Claro que cambiaron los estándares. Desde MeToo, cuando señalan con el dedo, la sociedad empieza a mirar el punto señalado y a no a la persona que señala.
Así que podemos tener algunas dudas sobre la sinceridad de Plácido Domingo y del centurión de Astérix. Tengo menos dudas sobre los valedores que le salieron al tenor por columnas y tribunas públicas. El negacionismo (otra palabra de las de barbilla alta) no se fundamenta en la creencia sincera de que algo es falso, sino en una complacencia con lo que es verdadero que nos avergüenza o nos incomoda admitir. Si me resulta incómodo admitir que no me importan catástrofes y cambio climático y si me avergüenza reconocer que me da igual que Franco mandara pistoleros a asesinar gente, lo que hago es negar que esas cosas sean verdad. El negacionismo es muy fácil porque la mayoría de las cosas que sabemos no las sabemos por experiencia, sino por transmisión de otras personas. Quien escribe estas líneas nunca vio átomos ni vio con sus propios ojos el río Volga. Sé de esas cosas porque las leí o me las contaron, es una de las gracias de nuestra especie. Pero como digo el negacionismo es muy fácil: no sé cómo juntar los argumentos y fuentes que me hacen creer que el Volga existe y que la materia más común tiene átomos. Cualquiera puede negarme esas cosas con la certeza de que no diré nada irrefutable en la conversación. Así que con el asunto del tenor se llenaron las tribunas de negacionistas. Hay en esas posturas una mezcla de machismo y clasismo (siempre pensé que la mitomanía es reaccionaria, porque es una variante del clasismo). Siendo una persona tan destacada, en el fondo es una minucia la humillación o perjuicio de esta o aquella mujer. Y además las cosas son así entre hombres y mujeres por naturaleza. Como es incómodo decir esto abiertamente, salvo para Boadella, se niegan los hechos. Pero ninguno de los que proclamaron su inocencia, de los que decían que solo era un ligón y de los que hablaban de una dictadura feminista creía nada de lo que decían. Lo relevante es que era rico, poderoso y macho.
Lo importante de esos apoyos que tuvo el tenor, incluidas aquellas obscenas ovaciones aprobatorias en el corazón del mundo civilizado, son otras cosas. La agresión a las mujeres, de cualquier intensidad, sí que se sigue midiendo con estándares diferentes. La naturaleza de un agresión se determina por la conducta del agresor, no por la altura moral con que la enfrenta la víctima. Lo que convierte un acto en asalto a mano armada es la intimidación y el arma del asaltante. Si la víctima reacciona con serenidad, eso será un asalto a mano armada. Y si reacciona con una cobardía indigna, seguirá siendo asalto a mano armada. Pero si la agresión es hacia una mujer, los patrones cambian. La reacción de la víctima, y no la conducta del agresor, es lo que determina la naturaleza del acto cuando la víctima es una mujer. Si cede a la coacción, ya no hay agresión, según los listos. La soprano que perdió importantes actuaciones por negarse tuvo una actitud respetable. La que exclamó que cómo le dices que no a Dios es una fata irrecuperable. Pero la agresión es la misma, no importan las luces de la víctima, solo con las mujeres se razona así.
Las reacciones machistonas y vulgares proyectaron otra vez esa condición de menor de edad, dependiente y objeto físico de la mujer. Pero debemos reparar en las reacciones que fueron parte de una estrategia sostenida con una ideología y objetivos explícitos. Los grupos religiosos fundamentalistas están muy activos, agresivos y bien financiados y no dejan pasar altercados como los de Plácido Domingo. Este tipo de grupos, no importa que sean católicos, evangélicos con pentecostalistas, son el eficaz soporte de la ultraderecha en Brasil, Bolivia o EEUU. Son grupos bien financiados y estructurados internacionalmente. Los hace eficaces su cohesión y la facilidad con la que llegan a todas las capas de la población camuflados en actos sociales. Son la arteria por la que circula la savia fascista a la espera de situaciones propicias. En momentos de desconcierto colectivo y falta de rumbo, estos grupos cohesionados manejan con eficacia la frustración colectiva. Solo necesitan el momento propicio. Detrás de Vox y el PP hay una auténtica maraña de organizaciones ultracatólicas haciendo de esqueleto. Y la Iglesia oficial es el ecosistema fértil, aprovechando su anómala situación heredada de la dictadura. El dinero público llega a ellos por muchas fuentes y por supuesto también ese dinero privado que tanto se duele de los impuestos. Al final siempre hay intereses económicos de ricos y pobres, pero tiene que haber una ética y un componente compulsivo en la conducta para canalizarlos. Estos grupos, con la Iglesia a la cabeza, tienen como principal frente el de los derechos de la mujer. La igualdad ofende con fuerza su ideología y su organización social. Por eso asoman en episodios como el del tenor vertiendo toda su inquina.
Los grupos integristas, en los que hay que incluir al obispado, educan dos emociones negativas que acaban siendo mecanismos de control: el miedo y la culpa. Por eso Sanz Montes pedía a Dios que salvara a España, y por eso siempre tienen apocalipsis inminentes en sus sermones. Por eso quieren obsesionarnos con el cuerpo y con la diversidad, que nos haga sentir indignos aquello que somos. La escuela pública repugna al ideario ultraliberal, pero se la ataca a través de la arteria religiosa, como vemos con la censura parental. Se movilizaron contra Skolae, a pesar de que es uno de los planes de intervención educativa mejor documentados y estructurados, que mejor integran lo que sabemos de los resortes de la violencia contra las mujeres y que más competentemente tratan el desarrollo afectivo, la sexualidad y la diversidad. El programa se instala en los derechos internacionalmente reconocidos de la infancia y en la parte de la Constitución que va detrás del artículo 2. Pero precisamente educa la igualdad y el trato que induce con el propio cuerpo no es esa maraña enfermiza de tabús con la que la Iglesia quiere educar la culpa y por eso las tribus fundamentalistas fueron a la trinchera con su sarta de embustes. En los 104 folios que expresan Skolae no hay una sola línea que diga nada de inducir actos sexuales a menores. Extraña moralidad la que no es capaz de razonar sin mentir.
Por eso decía que, junto con el machismo rutinario, el asunto de Plácido Domingo provocó una actividad que es un componente de una estrategia más extensa. La Iglesia sigue igual que en la dictadura, en sus privilegios y en sus propósitos. Hay leyes que cambiar y cuentas que explicar y que normalizar. Que parezca que el siglo XXI es lo que va detrás del XX.

La propaganda antifascista, «marcar la piel del agua»

La fortaleza de Vox y la consiguiente degradación del país es uno de tantos casos en que los políticos tienen que jugar a las siete y media. Ni se puede ser reactivo a cada infamia y cada provocación, ni se puede actuar como si no existieran. En sus noches húmedas, Vox sueña con tres fases que lo lleven al poder, sucesivas o parcialmente superpuestas.
La primera fase es la del agrupamiento y reconocimiento mutuo de los suyos. Un aspecto de cualquier propaganda consiste en lo que cada uno cree que creen los demás. La propaganda más ambiciosa busca que cada uno se sienta solo o excepcional y que sienta que lo que él cree es una rareza. La máquina neoliberal se destaca en estas artes. Este mecanismo afectó a la extrema derecha. La dictadura progre, es decir, la democracia, mantuvo diseminados a falangistas trasnochados, católicos fanáticos, ricachones zafios, raros malencarados con tendencia a odiar, niñatos parásitos ociosos, ensimismados con sarpullidos por la diversidad y voceras más hartos de feministas que de mujeres muertas. Andaban dispersos a granel y por eso el primer paso es su condensación en un bloque al que sientan pertenecer. El mecanismo no es tan sencillo. No se trata de que sepan que hay gente como ellos, el algoritmo de Facebook ya nos encapsula con afines sin falta de propaganda. Si vemos la playa de Gijón en la TPA, no nos llama la atención. Pero si estamos en Noruega y vemos en su informativo la playa gijonesa, enseguida nos buscaríamos unos a otros con la mirada para compartir un gesto cómplice ansioso. No es la playa, sino la atención de los noruegos y nuestro protagonismo puntual. El agrupamiento de lo que estaba disperso requiere, además de algo que lo identifique, la atención de los demás sobre el elemento identitario, notar ese protagonismo que nos reafirma, que todos hablen de Franco y la censura educativa. Aunque la base sea minoritaria, hay que empezar por agruparla y movilizarla como un grupo consciente de sí mismo.
La segunda fase es desarmar o absorber a los grupos afines. Vox no puede crecer sin que implosione el PP. La propaganda tiene que mantener la atención pública sobre los temas en los que le favorezca el contraste con el partido al que hay que desplazar. Esos temas son aquellos en los que el partido emergente pueda percibirse más firme, más consecuente o más determinado que el partido declinante, aquellos en que la prudencia pueda pasar como debilidad o falta de actitud. Vox no querrá contrastarse con el PP en economía o industria. Preferirá centrar la atención en inmigración, seguridad, nacionalismo o leyes de género, donde ellos sean la voz firme y el PP la derechita cobarde o el oportunista que se sube a su carro, como con la censura escolar. Ya padeció el PP esta táctica en Cataluña con C’s.
La tercera fase es la extensión a gente ajena a las áreas afines. Llegado el caso, Vox necesitaría extenderse a votantes no conservadores. Una característica táctica de Vox es que tiene que mentir y encubrir, por la sencilla razón de que lo que pretende perjudica a la mayoría. La mentira y la trampa no funcionan con una población templada, racional e informada. Lo que anula la templanza, el razonamiento y el valor de la verdad son las emociones negativas. La tercera fase de la extrema derecha es acoplarse empáticamente con las frustraciones, miedos o debilidades de determinada población para mimetizarse y parecer parte de ella, como un patógeno o una infección. La mayor frustración y debilidad se da en las capas humildes. Por eso abundan en discursos airados contra las élites y no es raro que haya una izquierda rojiparda que en su confusión se haga portadora de la infección fascista. No es verdad que la extrema derecha suela triunfar entre las clases bajas, pero sí consigue debilitar el predicamento de la izquierda y alcanza una franja de apoyo que puede inclinar la balanza, aunque en verdad sean las más perjudicadas por las políticas ultras.
Ángel González decía en un verso que hacer poesía era marcar la piel del agua. La propaganda antifascista no se mueve en delicadezas tan sublimes, pero es también cirugía fina. Enfrentar la primera fase supone distinguir los contextos en que el ataque a los elementos identitarios de la extrema derecha los debilita de los contextos en que los agrupa. Por ejemplo, hay que atacar las referencias franquistas institucionales, como nombres de calles o contenidos educativos. Pero hacer ilegales enaltecimientos civiles de la dictadura, por odiosos que resulten, es un doble error. Es un menoscabo de la libertad de expresión (una de las libertades más incómodas), y además no debilita a la extrema derecha, sino que la agrupa. Ocurrió también con el disparate de hacer la necesaria exhumación del dictador en período electoral. Y es el mismo error que enredar el origen franquista de la Laboral con su valor artístico (sin duda discutible). Así no se planta cara al franquismo, sino que se agrupa a los franquistas y se favorece la primera fase de su propaganda.
En la segunda fase, Vox no solo quiere absorber al PP, sino definir el frente electoral con la izquierda. Toda la derecha quiere hacer patrimonio propio las cosas comunes (bandera, nación, …) y quiere que eso los distinga de una izquierda ajena, sin nación ni bandera. Hay dos recursos demagógicos para esto: la verdad incompleta y la caricatura. Se cita el caso de cuando Daniel Ortega decía que democracia era alfabetización y reforma agraria. Eso es verdad, pero incompleta. Si hay alfabetización y no hay libertad de prensa y de expresión, no hay democracia; como lo que dijo era verdad no lo objetamos y así olvidamos lo demás y acabamos asumiendo una idea falsa de democracia. De la misma manera, es verdad que la Constitución consagra la unidad de España, la monarquía y el ejército en la defensa nacional. Pero es falso que la Constitución sea esa versión truncada y en esa falsedad entra Vox y se puede pretender que no entra quien no sea monárquico, de manera que el frente contra la izquierda sería la Constitución así falsificada. La caricatura consiste en asociar lo común a una amplificación distorsionada. Hay muchas cosas cuya aceptabilidad depende de la intensidad, como es el caso del alcohol. La derecha sube la intensidad de patrias, banderas y ejércitos al nivel en que se convierten en un mal, y no porque en sus debidas dosis lo sean. La extrema derecha aprieta en esos aspectos porque a la vez diluye a la derecha y crispa el contraste con la izquierda. La izquierda tiene que armar su propaganda sobre los casos más bufos para resaltar la falsedad de todo el patrioterismo ultra.
La tercera fase requiere análisis detallados, pero no se desarma con largos razonamientos y acopios exhaustivos de datos. La comunicación tiene que basarse en divulgar síntomas bien elegidos que se puedan manejar con facilidad, para contrarrestar el populismo tradicionalista facha y para no sucumbir a la confusión rojiparda. No es este artículo lugar para una exposición detallada, pero podemos poner algunos ejemplos: si alguien habla de impuestos, en el sentido que sea, y no especifica niveles de renta, es un farsante que quiere favorecer a los ricos; si alguien se muestra cabreado con las élites y la desigualdad, pero no las nombra (banca, Iglesia, grandes fortunas, …), es un impostor; si habla de tradiciones, identidades colectivas o perjuicios económicos causados por grupos humanos humildes, generalmente extranjeros, es un populista de derechas.
De momento Vox consiguió crecer y envilecer el debate público. Tuvo la suerte de encontrarse con un Rivera cortesano y sin principios y un Casado mediocre que está poniendo en primer plano del PP a una serie de personajes estrafalarios dignos de un circo de alguna película de Fellini. El Gobierno se va asentando y a día de hoy tiene más a favor que en contra. Pero el veneno en la convivencia está inoculado. Hay que ganar elecciones y hacer leyes justas. Pero hay que atacar ese veneno comunicando con el cuidado con que se hacen versos, marcando la piel del agua.

El relator de la ONU y el delicado cultivo de la ignorancia

A toda opinión hay que restarle lo esperable y lo interesado. Cuando yo hablo de educación, para ponderar mis razones y sinrazones hay que tener en cuenta que soy profesor. Es esperable que yo diga que la educación necesita más dinero y además es interesado. La razón que hay que concederme es lo que sobresalga de eso, lo que se pueda añadir a lo esperable e interesado. Es fácil aplicar esta ecuación a la izquierda o los sindicatos. De ellos se espera que digan que la sociedad es injusta y en cierto modo son interesados. Su papel es enfrentarse a la injusticia social, por lo que en su relato la sociedad tiene que ser injusta. El informe del relator de la ONU tiene el interés de que ni es esperable ni interesado. No es el mejor conocedor del momento español, pero la suya es una alta representación que se ejerce con medios amplios y se expresa sobre materiales contrastados. La ONU siempre tiende al máximo común divisor y al suelo firme. Y además merece atención porque es comprometido, esto es, dice cosas que otros querrían negar. Si hubiera dicho que constataba en España cómo somos de codiciosos los humanos y que el mundo sería más justo si todos limitáramos nuestro egoísmo (¿nos suena este tipo de discurso?), todos le darían la razón. Y tienes el asentimiento de todos cuando no compromete a nada darte la razón y eso ocurre cuando no dices nada. Pero el relator sí dijo.
Habló de impuestos, poco pero en serio. Habla en broma de los impuestos quien se refiere a ellos sin especificar niveles de riqueza. Quien dice que hay que bajar impuestos sin decir a quién es que se los va a bajar a los ricos. Quien acusa a un gobierno de subir los impuestos sin decir a quién es que se opone a que se los suban a los ricos. No se puede decir en serio que Rajoy subió o bajó los impuestos. Rajoy bajó los impuestos a los ricos y los subió a la clase media. Philip Alston habló en serio. Dijo cómo las grandes empresas y las grandes rentas pagan cada vez menos impuestos y cómo crecieron mientras el país se tambaleaba.
El relator habló en serio de pobreza, no de rentas bajas ni clases humildes, de pobreza. Y dijo, también en serio, que no queremos saber que tal cosa existe. Es un buen recuerdo de que la propaganda tiene efectos alucinatorios: te hacen creer que no existe lo que no creas tener al lado y te hace sentir que tienes al lado cosas que nunca viste. La mayoría de la gente no cree tener cerca a una mujer maltratada. Tampoco cree tener cerca a gente sin luz, sin calefacción y sin comida. Ese tipo de cosas parecen lejanas, ajenas y hasta exageradas o inventadas. Si hablamos de desaparecidos o bebés robados, la gente piensa en las dictaduras militares de Argentina, porque no cree conocer a nadie a quien le hayan robado a su niño durante la dictadura de Franco. En cambio, cierta propaganda querrá que nos sintamos rodeados de pandillas delincuentes, a pesar de que vivimos en un país sin duda ruidoso y a veces vulgar, pero seguro. Y querrán que imaginemos niños extranjeros pobres sin padres a cargo con los mocos colgando y las navajas en la mano, aunque solo sean niños. El relator dijo que la realidad es tozuda aunque nos quieran hacer creer que no está cerca de nosotros.
Dijo el relator que España se quebraba socialmente justo en el sito en el que un país se integra y se armoniza o se desagrega y rompe: en la educación. Hace tiempo que la escuela va segregando socialmente cada vez más a la población. Y lo está haciendo con el dinero público, tolerando una desregulación que torticeramente se quiere hacer pasa por libertad de elección: la libertad por la que lucha el Opus Dei, Hazte Oír, Vox, Legionarios de Cristo o la Conferencia Episcopal. Esa «libertad». Y habló también de renta mínima y de vivienda. Y resulta que a la renta mínima y a la intervención pública en la vivienda le pasa como a la mayoría de las cosas que plantea la izquierda: que no es invento ni inspiración de Venezuela, sino de Europa, y que no limitar alquileres y entregar las viviendas sociales a fondos buitre no nos aleja del comunismo bolivariano, sino de Europa y la civilización. Y dijo también que la discapacidad y la dependencia está en España en niveles de barbarie. Porque de eso se trata: hay cosas que no son de derechas o izquierdas, sino de civilización y humanidad o salvajismo y barbarie. No hay versiones amables del neoliberalismo. La libertad que predica es la desregulación que deja a la sociedad en manos de la oligarquía que está en ventaja. Por eso el relator dijo que la pobreza de muchos es una opción política. La exitosa película Parásitos muestra en un país más rico que el nuestro y ejemplo canónico del capitalismo avanzado qué ocurre cuando en una sociedad neoliberal hay mucha más riqueza y perspectivas de futuro que en la nuestra: nada. Los de abajo son más y más desprotegidos y los de arriba son menos y más ricos, no hay aumento de riqueza que corrija la pobreza cuando la pobreza es una decisión política.
El informe del relator es escaso, no podía ser de otra manera. Lo que ocurrió a partir de 2011 no fue una crisis. Una crisis es un período excepcional que empieza y termina, sea el final benéfico o maligno. Lo que hizo el gobierno inmisericorde de Rajoy fue un cambio de sistema en toda regla, que por cierto dejó la Constitución reducida a que España es una y monárquica. Así de desnutrida, es Vox lo que queda dentro de ella y quedan fuera quienes no dicen vivas al Rey mientras se duchan ni sobreactúan de manera bufa la exhibición de la bandera ni vociferan como palurdos el nombre del país. Lo que empezó en 2011 tímidamente con Zapatero y de forma desbocada con Rajoy es un neoliberalismo asilvestrado que pretende una sociedad con una oligarquía sin obligaciones y una mayoría de supervivientes sin derechos. El relator de la ONU solo saca una foto fija de este empeño.
La serie Chernobyl empieza con un monólogo en off del científico protagonista poco antes de ahorcarse. En él se pregunta por el precio de la verdad y sobre todo por el precio de la mentira. Y se pregunta con amargura qué ocurre cuando a base de mentir ya no distinguimos la verdad de la mentira. Se queda corto en su reflexión. La verdadera pregunta es qué ocurre cuando ya no nos importa lo que sea verdad y lo que sea mentira. A ese punto se acerca nuestra vida pública. Se argumenta con insultos, las verdades y el conocimiento no tienen más relieve que cualquier mentira dictada por la mala fe o la mera ignorancia. Hay una forma de cultivar la ignorancia colectiva superior incluso a la falta de formación. Es quitar todo valor al conocimiento y de todas las formas posibles. No se trata ya de que nuestros titulados tengan que hacer valer su formación fuera de España. Es que en el debate público tienen el mismo peso cifras inventadas que cifras establecidas por estudios, hechos históricos estudiados que hechos fantaseados en una tarde por gente de medio pelo. Realmente, ahora mismo tiene poca importancia que Casado haya estudiado o le hayan regalado sus credenciales. El problema de la ignorancia así cultivada no es solo la desadaptación. La ignorancia lleva siempre al fanatismo. Nuestra mente no quiere vacíos, necesitamos una imagen completa y segura de la realidad. Si no hay conocimiento, porque no se tiene o porque no vale, lo sustituimos por certezas sectarias, por convencimientos que sustituyen el razonamiento por la contundencia. Ese es el hábitat del fanatismo y por eso es el ambiente animado por la extrema derecha, con Casado en el papel de tonto útil y la Iglesia en el de listo a la espera. Los progresistas que quieren delitos de opinión o censuras preventivas echan gasolina a ese fuego. Es el tipo de cosas que hace que todo sea relativo y todo valga y que lo único que no valga sea la verdad y el conocimiento. Tiene que venir un relator de la ONU para hablar de lo que no se habla en nuestra vida pública: de España. Y tiene que venir para mostrar que, quitando lo esperable y lo interesado, la izquierda tiene razón. No por izquierda, sino por civilizada.

Celsius 232, Orson Scott Card y libros. El mal y la tentación

Orson Scott Card es homófobo. Eso es como ser racista o ser machista. Es desconsiderar, prejuzgar y marginar caprichosamente a un grupo humano, denigrarlo sin más razón que tener algo que lo identifique y que haga más fácil hablar del grupo que de los individuos, y es enmascarar la brutalidad y frustración propia con la pretendida defensa de asechanzas imaginarias de esos grupos fáciles de identificar y de señalar como extraños. El machismo, el racismo o la homofobia no son facetas o trozos del mal; cada uno de ellos es el mal entero. En el caso de Scott Card no es una debilidad. Una persona puede reaccionar con desagrado ante dos varones que se besan por falta de costumbre o por choque cultural, es decir, por una debilidad personal. Pero no es el caso de Card. Él aprovecha la tribuna pública que le da su talento para estigmatizar y sembrar un rencor tan intenso como irracional sobre personas que viven y aman como las demás. Es lógico que él, la Iglesia y los partidos y movimientos reaccionarios perciban al movimiento LGTBI como un lobby. La democracia es una verdadera opresión para los sectarios.
Scott es el autor de El juego de Ender y por eso el festival Celsius lo invitó este año. Hay agitación contra esta decisión. Algunos autores declinaron la invitación por su presencia. Incluso hay algún grupo que convoca una quema de libros del autor. Es uno de esos casos en que la mera intuición sugiere conductas contradictorias. Sabe mal su presencia porque su actividad pública es despreciable. Y sabe mal que se revoque su invitación porque huele a censura sobre un autor de mérito indiscutible. Por eso no vale la mera intuición. No podemos reducir el incidente a su homofobia (dónde estaríamos si no separásemos la obra artística o científica de la altura moral de autores y pensadores). Ni podemos quedarnos con la simpleza de que solo nos importa la obra y no las ideas del autor.
Es inevitable que la invitación suscite reacciones. Inevitable y bueno en estos tiempos. Es bueno que los venenos reaccionarios que disemina la extrema derecha no se esparzan por la vida pública sin réplica contundente. La cuestión ahora no es si invitar o no a Card. La incómoda cuestión es si la réplica debe consistir en una movilización para que Card no intervenga en Celsius. En los años ochenta hubo cierta agitación por la proliferación de eucaliptos por el litoral asturiano, por el daño que hacían a otras especies y al terreno. Oí decir en chácharas intrascendentes de café que sería admisible que se quemaran algunos de esos bosques de eucaliptos como forma de lucha contra su proliferación. Si es verdad que resultan tan dañinos, por un lado apetece. El problema es que la quema de bosques es una mala práctica. Si convencemos a la gente de que está bien quemar bosques por una buena causa, no podremos controlar las buenas causas que encontrará todo el mundo para prender fuego al bosque en un país donde es una tragedia la quema de bosques. Cuando aceptamos una mala práctica por una buena causa, no podremos controlar su alcance ni sus consecuencias, ni el arma que acabamos de dar a las malas causas.
Impedir que un escritor de gran altura tenga voz literaria en un evento cultural al que ya fue invitado es una mala práctica que nos pone en los terrenos de la censura. Igual que estamos en un país en el que se queman los bosques, estamos también en tiempos donde arrecian aires de censura. No son aires que vengan de asociaciones LGTBI, de feministas o de activistas por el cambio climático. Vienen de correligionarios de Orson Scott Card, de la Iglesia, de Hazte Oír, de Vox y de quienes normalizan su racismo, su machismo y su clasismo en las instituciones. Parte de su propaganda consiste en esa normalización, en utilizar el lenguaje manido de la democracia para que parezca que el racismo y la igualdad sean opciones elegibles en libertad y que la lucha por la igualdad sea entonces una imposición que niega otras opciones (imposición progre, si habla Vox, e imposición totalitaria, si habla la Iglesia; son dialectos de la misma lengua). El bufón sin gracia que tiene Vox en la Junta del Principado se encargó de recordar esto con medias palabras. Precisamente por eso son tiempos en que es especialmente delicado incurrir en malas prácticas que allanen el camino a las causas más innobles. No es lo mismo no invitar a Card a Celsius, que intentar impedir mediante presiones su participación una vez invitado. Uno puede no invitarlo porque no le apetezca su presencia, por grandes que sean sus méritos. Igual que los autores que decidieron no venir tienen todo el derecho a no ir donde no les gusten las compañías. Nada de eso es censura. Creo que en 1976, mientras expresaba su apoyo al golpe militar y mostraba su mejor consideración del general Videla, yo no habría invitado al admirable Borges a una conferencia. Y si mi universidad lo hubiera invitado, vería con buenos ojos que aparecieran artículos sobre la dictadura argentina y sobre la irresponsabilidad de Borges y que hubiera actos de apoyo a la democracia en Argentina. Pero no buscaría la manera de impedir que diera esa conferencia a la que yo no lo hubiera invitado. No es que crea que nadie merece mordaza, igual que creo que solo por pereza se puede pensar que nadie merece morir. Pero ni la censura ni la pena de muerte se pueden lanzar controlando sus límites. Solo traen daños. Una vez invitado Card, proceden manifestaciones públicas por la igualdad que él combate, pero Celsius debe seguir adelante y que vaya a oír a Card quien lo tenga a bien.
Los organizadores, por cierto, hacen bien en defender el festival recordando que la invitación a Card es un reconocimiento a su obra y no una opción ideológica. Pero deben saber mantener el pulso de la situación, sobre todo siendo como era previsible que hubiera reacciones. Tan ciertos son los méritos de su obra como la bajeza de su activismo sectario, y son normales ciertos pronunciamientos. Y deben cuidar ciertas expresiones. Es lógico que recuerden los méritos de Card, pero no que para hacerlo deslicen que no van a invitar a autores LGTBI solo porque esté de moda. La lucha de gente normal para vivir como gente normal puede ser reciente, pero no es una moda. Decir eso sí es ideológico o un infortunio.
A veces hay trifulcas desagradables que me provocan cierto consuelo. Muchas veces vimos tensión entre los gobiernos vasco y catalán con el gobierno central por los contenidos que se estudian en los centros educativos. No discuten por los contenidos de matemáticas o física. Los contenidos por los que se crean tensiones políticas son los humanísticos, los «inútiles». No son gratas las tensiones, pero reconforta observar que, para ser materias inútiles, se pelean con ahínco por ellas, como si en realidad si fueran ricas en consecuencias. Este es un recuerdo oportuno en esta semana en que los rectores, los custodios de la institución del conocimiento, quieren quitar estudios humanísticos por la «baja inserción laboral» de sus titulados. Es notable lo técnicos que se sienten diciendo «baja inserción laboral» mientras predican la ignorancia. El mismo tipo de consuelo contradictorio me producen las tensiones en torno a los libros y los escritores. Alberto Manguel no describe la biblioteca de Alejandría como una acumulación exhaustiva de libros. La describe como un intento de tener allí representado el mundo entero y sus obras, más como un antecedente de Matrix que de la Biblioteca del Congreso. Por ingenuo que parezca, no hubo invasiones ni cambios de régimen que no incorporasen quemas o prohibiciones de libros, como si efectivamente fueran parte de Matrix y no se anulase del todo un mundo sin eliminar sus libros. Consuela tal impulso maligno porque nos recuerda que, después de todo, los libros y sus historias sí son poderosos y trascendentes. Los que piensan como Card están muy activos, bien financiados y deseosos de prohibir y quemar. No es buena idea darles armas y facilitarles el camino. Que Celsius siga, con Card y su literatura, adelante.