viernes, 1 de enero de 2021

El negacionismo facha, los cómplices y el caracol neoliberal

 La academia más fantástica concebida es la de Lagado, de Los viajes de Gulliver. Uno de sus grupos de trabajo se afanaba en liberarnos de la necesidad de las palabras, para descargar a nuestros pulmones del esfuerzo de pronunciarlas y así alargar nuestra vida. Usamos las palabras como sustitutos de las cosas que no tenemos delante. Si lleváramos un zurrón cargado con todo aquello de lo que podríamos querer hablar, siempre tendríamos a mano el motivo de conversación y bastaría con señalarlo con el dedo, no habría necesidad de hablar y nuestros pulmones descansarían. Se trataba de una academia disparatada. No se pueden llevar encima todas las cosas de las que queremos hablar. Lo mismo pasa con los conocimientos. Sé que existe Madrid, pero no tengo cómo demostrarlo a quien se empeñe en negarlo. Los mapas los hace gente que puede ser interesada y pueden estar manipulados. Se puede negar casi cualquier cosa sabida, desde la redondez de la Tierra hasta la existencia de Napoleón. No es que no sean cosas demostradas, pero no se pueden demostrar mientras cruzamos la carretera, no podemos llevar en un zurrón todos los conocimientos y sus pruebas, como no podemos llevar a cuestas los motivos posibles de conversación.

Por esa grieta cuela el fascismo el primer alambre de su discurso, el negacionismo. El conocimiento, la historia, los modos aceptados de convivencia, todo, va contra el fascismo. Los ultras tienen que negar el conocimiento, cambiar la historia y poner en cuestión las normas de convivencia. No se puede decir que el coronavirus es un virus comunista de los chinos sin enfrentarse a la ciencia. No se puede decir que la Constitución es el legado de Franco o que la República provocó la guerra civil sin negar la historia. Desafiar negando es fácil. Somos una especie colmena que nos transferimos con símbolos experiencias y datos como un software invisible. Por eso cualquier conocimiento es algo que nos contaron o leímos, y por tanto un relato que cualquier bobo puede llamar interesado. Confundiendo torticeramente Estado con Gobierno, ese bobo puede decir que científicos o profesores son sujetos subvencionados por el Gobierno. Ya se está diciendo, no es una conjetura. Todo lo que no puedas demostrar justo aquí y ahora mismo (el giro de la Tierra, el Imperio romano o las partículas elementales) lo puedes sostener, pero basándote en lo que alguien, casi siempre «subvencionado», te enseñó. Para que el disparate negacionista funcione solo se necesita que las discusiones, del tipo o altura que sean, sean identitarias, es decir, que sirvan siempre para definirnos y para reconocernos en un bando. Y funciona mejor si hay odio y urgencia en cualquier confrontación.

Es comprensible que el ruido diario nos distraiga: Cayetana ensucia las instituciones con bravatas de quinqui; acaba de dictaminarse, al hilo del guateque de Vox, que con más de veinte mil muertos y en estado de alarma no se puede negar el derecho de manifestación, y una juez pretende ahora que con cero muertos y sin estado de alarma fue prevaricación permitir una manifestación el 8M; un cuerpo armado del Estado manipula informes con intenciones políticas; no hay comisión que funcione, no hay mínimos de consenso, se negocia un estado de alarma como apoyo político, … No hay día que la atención pública no se vea atrapada por alguna estridencia que incita respuesta o repulsa. Es comprensible.

Pero conviene mirar el momento como se miran los papeles cuando se tiene presbicia, alejándose y dejando que el primer plano sea borroso para que su detalle no nos nuble lo que está pasando. Y están pasando al menos tres cosas. Una es evidente. El momento político es el que busca la extrema derecha porque es el que nutre su discurso. La pandemia desquició a la población y hace más fácil este ambiente envenenado en el que se normalizan proclamas autoritarias y llamamientos no disimulados a golpes de estado. No es tan difícil, cualquiera puede montar un escándalo. Y los ultras tienen cómplices y tontos útiles. No llegarían tan lejos si el PP no se fanatizara y se le asimilara cuando no tiene el poder. Además, en momentos críticos siempre hay tontos útiles que cultivan un prurito por el que hay que ser tibio con lo inadmisible y contrapesarlo con errores de la otra parte para no parecer por un día alguien sin «altura de miras». Pasó en su día sobre el País Vasco con cierta izquierda ajena a la violencia, pero que veía en un tiro en la nuca un «asunto complejo». Pasó con el PSOE en el conflicto catalán. Para no parecer por un día tibio con los «enemigos de España» apoyó verdaderos atropellos judiciales, que ahora utilizan los ultras contra su Gobierno. Y está pasando ahora con quienes en tribuna pública no son capaces de denunciar prácticas antidemocráticas sin balancear con algún error del Gobierno para imitar esa neutralidad con la que se mira la situación «con perspectiva».

La segunda cosa que está pasando es el trascendente acuerdo de Francia y Alemania para liberar los fondos que atajen la devastación. La importancia económica se ve a simple vista. La ultraderecha y el PP se lo juegan todo a que no haya Gobierno que los gestione, porque su estrategia se disolverá como un azucarillo cuando empiecen a decidirse las partidas de ciento cuarenta mil millones de euros. Pero Francia y Alemania dieron una señal relevante de que quieren pilotar una UE con armazón político. Dudo que los independentismos quepan en ese armazón y es de esperar un cortafuegos al modelo húngaro (Hungría sí tiene seguidores aquí, no Venezuela). Y es difícil saber qué más hay tras ese acuerdo, pero desde luego será de calado. Los ladridos de Cayetana no tienen que distraernos.

Y la tercera cosa es que el caracol neoliberal sigue arrastrándose, antes durante y después de la pandemia, y que va quemando capas culturales. Una sociedad formada por una minoría que acapare la riqueza y el poder, con una mayoría superviviente y sin esperanzas de mejora solo puede abrirse paso en dosis leves pero con una dirección fija. José Bono es como las décimas de fiebre o la tos: un mal de poca monta, pero de mucho interés como síntoma. Levantó su voz contra la tasa a las grandes fortunas. En la crisis de 2011 se pudo quitar una mensualidad a los funcionarios, incrementar los impuestos a las clases medias, subir tasas y bajar salarios. Pero no se puede pedir a las grandes fortunas un esfuerzo excepcional para una emergencia. Esto es lo habitual. Pero Bono añade dos cosas que muestran el paso de caracol del neoliberalismo. Dice que el comunismo no solo fue un infierno, sino también un fracaso. Esto es un paso más. Poner impuestos es comunismo. Quien hable de servicios públicos y protección social y sus costes enseguida tendrá que responder de los Gulag de Estalin. Y añade otra cosa más. El neoliberalismo crea pobreza y deja en el desamparo a los pobres. Eso no se puede justificar sin denigrar a los pobres y este es el paso que muestra Bono. Fiel al principio de infantilizar a la audiencia, se pone didáctico y nos cuenta la fábula de dos hermanos con el mismo dinero. Uno de ellos se lo gasta y el otro lo ahorra. Y explica que no podemos ir con impuestos al que tiene dinero porque lo ahorró para subsidiar a quien lo gastó. Porque eso es lo que pasa, según Bono: quien no tiene dinero es que no ahorró; los ricos lo tienen por sacrificados; vimos cómo se marcaba esta injusticia con los ricos en la cara de aquellos jóvenes del barrio Salamanca, que rezumaban dolor y sacrificio. El neoliberalismo ya se va atreviendo con el principio de denigrar al débil y de asociar dinero con valía. Se le va lamiendo el culo a Amancio Ortega y se va deslizando que los débiles lo son por manirrotos. Enseguida serán chusma.

Pero la gravedad de la crisis va a obligar a voluminosas actuaciones públicas de cohesión social que quizás nos recuerden qué es lo que la mayoría de la sociedad quiere sobre sus derechos y oportunidades. Quiere lo que le otorgan los derechos humanos y cualquier constitución civilizada, la nuestra incluida. Lo quiere todo.

El juego de la serpiente y el retrato de Dorian Gray

 Solo tuve paciencia con los juegos electrónicos en el inicio de la informática personal, con aquellos micros 8088, que no podían con un gráfico, y aquellas pantallas CGA, que tantas chiribitas y dioptrías dejaron en nuestros ojos. La simplicidad de aquellos juegos era infantil. El juego de la serpiente era un cursor siempre en movimiento que el jugador dirigía dentro de un rectángulo donde había piezas diseminadas. A medida que comía piezas, el cursor se iba alargando como una serpiente. Si la serpiente tocaba su propio cuerpo el jugador perdía y cada vez era más difícil revolverla en ese rectángulo que se iba quedando pequeño. Esta semana se me paseó en la memoria aquella serpiente. Un Gobierno con tantos ministerios era desde el principio una serpiente propensa a chocar con su propio cuerpo. Ya con las elecciones de abril unos anillos de la serpiente intentaban convertir en Directora del FMI a Nadia Calviño, mientras otros negociaban un gobierno con Podemos. En estos momentos de desescalada, la serpiente tuvo que hacer contorsiones para que una parte de su cuerpo enlazase con C’s mientras otra parte quería seguir enlazada con Esquerra y, completando un nudo, otra negociaba una ley importante con Bildu. Pero no carguemos las tintas. Siendo solo una culebrilla, C’s tiene que enlazar una parte de su cuerpo con Garicano y los liberales centristas europeos y mantener otra parte con la ultraderecha en Madrid. El PP de Casado no culebrea porque es un tocho sin cintura. Y si el PNV no levanta oleajes es por tener una cintura tan fina que puede pactar los presupuestos generales con un Gobierno y a continuación ponerle una moción de censura sin tener la culpa.

Por supuesto, la política exige cintura, perder partidas y barajar de nuevo con paciencia. Lo que me evoca el juego de la serpiente no es la fealdad del pragmatismo, sino las piruetas de contorsionista. Y digo que no carguemos las tintas. El hilo mental con el que intento formar la actualidad en mi cabeza es también propenso a chocar con su propio cuerpo. En un momento de esta semana me sorprendió cómo parecían desaparecer de la vida pública los tonos grises y dibujarse negro sobre blanco lo que normalmente son verdades de fondo ocultas tras una maraña. El Gobierno baja las tasas de las universidades y facilita el acceso a las becas. La derecha se alinea con las manifestaciones de pijos ricos que no piden nada y no reivindican nada; solo gritan lo que siempre gritan los fachas, que el Gobierno es comunista y asesino y que quieren que gobiernen los suyos. Si hubiera que adivinar qué quieren, no tendrá que ver con las necesidades de la población general, sino con el privilegio de no cargar con las necesidades de la población general ni el tejido del país. Así que desaparecen los tonos grises: la izquierda gubernamental facilitando los estudios para la mayoría y la derecha más facha, más clasista y más clara que nunca. Entonces sale el embrollo de la reforma laboral, muy querida por los pijos de las cacerolas, y la serpiente del Gobierno choca con su propio cuerpo, porque una parte quiere echar la reforma al desván de los malos recuerdos y otra parte la mira como Gollum miraba y acariciaba el anillo del poder. Así que mi hilo mental de la actualidad se retuerce y choca consigo mismo también.

Es difícil concebir error más estúpido que este enredo de la reforma laboral. La ley mordaza, la de educación y la de reforma laboral son leyes malignas que un gobierno progresista debe derogar. La derogación de la ley mordaza es políticamente simple: solo hay que derogarla. Las reformas laboral y educativa no son tan simples. Las certezas son igual de firmes, pero son leyes que requieren incorporar a agentes ajenos a la política (profesores, padres y madres, sindicatos, patronal, …). Soltar la reforma laboral como un acuerdo ya hecho es una petardada. Soltarlo ahora y no dentro de un mes es como empeñarse en desenterrar a Franco justo en período electoral. No hay ninguna razón para no llegar a acuerdos con Bildu en unas cuantas cosas. Es más rara la coincidencia de Puigdemont y Casado en la gestión de una emergencia nacional que coincidir con Bildu en una reforma laboral. Pero es un evidente error que se las hayan arreglado para que Bildu parezca la marca de la nueva reforma laboral. Para seguir el despropósito, cada loco empezó a hacer declaraciones de manera que ahora ya no hay aclaración posible que no sea la desautorización de alguien. Y encima todo esto es un error no forzado. No había ninguna razón para tal esperpento.

La mejor baza que tiene el Gobierno, si deja de chocar con su propio cuerpo, es el vendaval de pragmatismo que se avecina. El nivel político y la altura moral de Casado es lo que se deduce de su currículum académico: bajo nivel y carencia de escrúpulos. Lo confía todo a que el Gobierno caiga antes de fin de año y al caos enfurecido que pueda sembrar con Vox. Desde luego, la caída del Gobierno es una posibilidad y también lo es que Sánchez caiga derecho para afrontar otras elecciones. Hagan una lista de las veces que lo subestimó alguien. Pero los problemas económicos son de tal envergadura y las cantidades de dinero público, europeo y nacional, que se van a mover son de tal magnitud que nadie va a querer estar lejos de la cocina de los próximos presupuestos. Los grupos de ámbito territorial (Compromís, Esquerra, Coalición Canaria y demás) querrán estar donde se decida el reparto territorial de los miles de millones que llegarán próximamente. Pero los barones autonómicos de partidos nacionales también querrán tomarse en serio la distribución del enorme gasto público venidero. Los problemas son demasiado urgentes. La propia patronal volverá a la mesa de negociación. En contra de lo que espera Casado puede ocurrir que la mayoría, con generosidad o a mordiscos, prefiera estar en la reconstrucción nacional que cara al sol en el monte con Ayuso y Vox, valga la redundancia.

La ultraderecha (ese continuo que va desde Vox a Casado, pasando por cayetanos, FAES y púlpitos) tiene su mejor baza en el deterioro de la convivencia. Sin ofuscación, gritos y odios no les funcionará su apuesta. La situación favorece la amplificación de debilidades que siempre llevamos dentro. Se preguntaba Máximo Pradera por qué da juego a los medios gente como Aznar. Realmente, es un personaje previsible, sin gracia ni talento, pero oímos lo que dice y nos lo repetimos, tanto como nos repetimos la frase contundente o ingeniosa de alguien con el que estamos de acuerdo. Pradera cree que es un placer masoquista. Es verdad que si nos duele una encía no dejamos de pasar la lengua por el punto dolorido, no se sabe por qué. Pero no creo que sea eso. Una debilidad muy humana es el placer de tener razón. Repetimos las cosas que ejemplifican nítidamente que tenemos razón. Puede ser porque alguien dice lo que nos gusta. Pero Monseñor Cañizares, Aznar o un pijo con una cacerola gritando asesinos son también una confirmación nuestras creencias como ejemplo diáfano de lo que hay que evitar. Al margen de su sólido armazón formal, Popper decía contra la falacia verificacionista que siempre encontramos el experimento que confirma nuestra teoría. Tan humano es el placer de tener razón, que llega hasta la ciencia. La cuestión es que ahora están disparados los resortes anímicos que disipan todas las dudas y nos llenan de certezas tajantes. Buscamos la frase o el ejemplo que nos indigna con la terquedad con que llevamos la lengua a la encía dolorida y compartimos nuestro berrinche con especial ahínco. Y la ultraderecha aviva esa debilidad, el único fango con el que pueden luchar contra el pragmatismo que se avecina y que puede ser constructivo.

Durante el confinamiento sospeché que las redes sociales eran el inframundo donde caía solo la mala baba y que la sociedad real es distinta y no se pasa el día rugiendo odios. Lo sigo sospechando, pero no puedo ocultar el temor de que en realidad las redes sean el retrato de Dorian Gray, la foto oculta y mostrenca del espíritu real de una sociedad que solo por fuera es amable y busca futuro. Es solo un temor. Puede ser algo de cansancio.

Agenda, provocación, cultura

 El Beato de Turcia, personaje imaginario de La fuente de la edad de Mateo Díez, predicaba una curiosa variación del Apocalipsis: el Finis Deleitosus. El fin del mundo llegaría cuando una quinta parte de la humanidad coincida en orgasmo a la vez. Semejante concurrencia provocaría la disolución y volatilización del cosmos. El fascismo repugna a la mayoría de la gente la mayor parte del tiempo. Es uno de los envoltorios actuales del neoliberalismo salvaje. Pero aunque lo repugnemos, el fascismo se acopla bien con estados emocionales que tenemos pocas veces, pero que tenemos todos. Si coincide una masa suficiente de población en ese estado emocional receptivo al patógeno fascista que, como otros virus, siempre merodea esperando que cojamos frío, podría llegar el reverso del Finis Deleitosus, un Finis Iracundus que volatilizara la convivencia democrática.

Todos conocemos esas fibras bajas. Cuando yo era niño, en mi barrio los hombres iban a trabajar con el mono puesto en oleadas marcadas por la sirena del cambio de turno. Las mujeres se quedaban a hacer tareas de casa, mantener parlamentos desordenados de ventana a ventana y llamar a voces a sus hijos para que vinieran a comer. En todos los barrios había chismosos, atentos a la vida ajena y a los detalles que pudieran levantar pequeñas olas de cotorreos escandalizados e historias llenas de elipsis. Sus chismorreos eran tentativas, solo funcionaban si prendían en conversaciones maledicentes. Si no, el chisme se extinguía y seguían atentos a la mirilla buscando la siguiente nimiedad prometedora. Parecían peces fuera del agua, apurando en la vida ajena el oxígeno que les faltaba en la propia. Los chismosos conseguían muchas veces tener a todo el mundo pendiente de lo que no le atañe y distraído de lo que sí le incumbe. Es un arte no dejarse arrastrar en remolinos de chismes sin dar una sensación de altanería que pueda aprovecharse para alimentar el oleaje chismoso. Es el tipo de debilidades que hace de materia prima para la propaganda que busca que coincidamos en esa mala fibra emocional que lleve al Finis Iracundus ultra. La propaganda hace de atajo, para evitar el camino más largo del razonamiento; de distracción, cuando hay mucho que ocultar; y de caldo de cultivo, cuando los propósitos son autoritarios y se necesita una población rebosando odio. Lanzan en batería embustes y agravios impostados de extranjeros, tenencia de armas, caza, toros, Don Pelayo, feministas, felaciones en colegios públicos, Franco o Venezuela. Siempre son tentativas inconexas, que servirán cuando provoquen bronca. Si lo de las armas o la caza no cuaja en vocerío, pues vamos con la sodomización de niños en las escuelas o con los moros que gastan nuestros impuestos. Desde el primer momento y el primer muerto de la pandemia se llevan aplicando a esta amplificación enferma del chismorreo. Cuando no tienen el poder, las maneras del PP y sus voceros son apenas matices de las maneras ultras.

A esto obedece lo que vemos. Y a esto obedece la relativa poca atención prestada a lo que nos incumbe: el acuerdo de empresarios y sindicatos y los movimientos en Europa. No es fácil tratar con la propaganda de la derecha ultra y non plus ultra, tan financiada, y mantener la atención pública en lo que importa. No es fácil porque hay que encontrar puntos de equilibrio resbaladizos. La provocación solo funciona si una conducta desafiante es percibida como grupal y consigue escandalizar a un grupo vulnerable. Los pijos de Núñez de Balboa y cacerolas (que ahora se ponen en la cara pinturas de guerra rojigualdas y se hacen llamar «resistencia») son alentados porque, pocos o muchos, dan aspecto grupal a las consignas. Lo que los convierte en propaganda ultra no es el hecho de manifestarse contra el Gobierno, sino el disparate. Ese engrudo que envuelve en la bandera nacional gritos de asesinos y comunistas no es una protesta ordinaria, sino una provocación agresiva. Los que crean otra cosa deben buscar en la prensa internacional lo que se dice de España. Verán menciones a la extrema derecha pero no a asesinos en el Gobierno. La provocación no funciona si no hay grupo escandalizado. Díaz Ayuso, parte del tinglado ultra (algún día hablaremos en serio de Madrid), se dispara en todas direcciones buscando reacciones escandalizadas diarias que distraigan y hagan errática la conducta del gobierno y la izquierda (en realidad, de la democracia). Por eso, por un lado, parece aconsejable no reaccionar. Tal vez sea la actitud de Gabilondo y, en parte, del Gobierno. Pero por otro, y por eso es resbaladizo, el desdén puede percibirse como altanería y vanidad que, por contraste, acabe haciendo sentir la agitación provocativa como sincera e inconformista. No fue buena idea despachar a Trump como un energúmeno analfabeto, aunque lo sea. Ni es buena idea tratar a Ayuso como una tarada incompetente de circo, aunque lo sea. Hay que tomarlos en serio, tomar en serio lo que dicen y desenmascarar en serio sus propósitos, y no sentirnos sobrados por la bajeza moral e intelectual de sus palabras y conducta.

La reacción, el tomarlos en serio sin escandalizarse, es también terreno resbaladizo porque no tiene que dejar que marquen la agenda, es decir, la lista de asuntos que intuimos deben ser gestionados por los poderes públicos. Por la propaganda y no por los hechos, por ejemplo, tenemos a la política de Venezuela en la agenda de nuestra actualidad, y no a la de Bolivia o Arabia. Vox, con el PP a remolque, intentó poner en la agenda si los niños son de los padres o del Estado, a propósito de falsedades sobre la escuela pública. Tiene que haber reacción, pero que ponga en la agenda el afán de la Iglesia y sectas de censurar la escuela pública, mientras el Estado costea sus colegios más integristas. Por poner otro ejemplo, Pablo Iglesias acierta al proponer una tasa para los más ricos para la reconstrucción económica. Su propuesta saldrá o no y estará bien formulada o necesitada de retoques, pero pone en la agenda con eficacia el reparto de costes de la crisis. No es un cambio de impuestos, sino una tasa especial para una situación especial. Por esas razones de urgencia y excepción, Rajoy quitó una de sus pagas a los funcionarios. El valor de la propuesta no solo es su evidente justicia, sino modificar esa agenda en la que en una emergencia solo hay sacrificios salariales y de derechos y nunca hay costes para las rentas más altas. La pandemia crea una situación límite apta para ese enconamiento que buscan los ultras y la reacción no debe ser la que busca su provocación, sino la que pone en la agenda el refuerzo de los servicios que nos protegen y la distribución de costes para reconstruir la economía. Al final, la diferencia siempre es entre quienes no tienen más prioridad que los ricos y quienes no tienen nada en contra de que haya ricos y tienen su prioridad en que no haya pobres. Esas matanzas deliradas, esa resistencia de cómic y esos planes secretos para llevarnos al maoísmo vociferados por Ayuso y el pijerío facha deben quedar en chismorreos sin mecha.

Los estragos de la pandemia y sus efectos en lo personal y colectivo parece que nos deben reforzar en tres afanes. El confinamiento nos debe reforzar en el afán del divertimento saludable; la desinformación, bulos y desorientación nos deben reforzar en el afán de la formación personal; y la desunión y falta absoluta de armonización de las piezas territoriales e ideológicas debe reforzar nuestro afán de trabajo colectivo y sentido del conjunto. Los tres afanes confluyen en un espacio y una palabra: cultura. Divertimento, formación personal y tejido colectivo, eso es lo que nos jugamos en ese espacio despachado con tanta desgana. El tejido colectivo no tiene nada que ver con esas patrias envueltas en pinturas de guerra, banderas y caceroladas. Es una versión débil del apego que se da en la familia. Sirve para dotarnos de una estructura sanitaria que nos proteja, de una estructura educativa que nos forme y de un sistema de pensiones que garantice dignidad en todos los tramos de la vida; para ese tipo de cosas. No hay más patria a la que servir ni más patriotismo que eso.

La enseñanza en la nueva normalidad (y en Blade Runner)

 El resquicio que se abrió en el confinamiento permitió ver, como se ven las cosas por una rendija, el aspecto y el ánimo del país. Parece bueno y precario. Las redes sociales venían siendo como la lumbre de la parrilla, ese espacio donde se acumulan los tiznes y la grasa que pinga de la carne que se brasea. Visto por esa rendija, el país que chisporrotea encima de la parrilla y que deja caer en las redes sociales todos esos chorretones de desecho no parece tan descerebrado ni mal encarado. El aspecto y el ánimo parecen buenos. Pero también precarios. Corriendo por el paseo del Muro, un señor que se cruza conmigo me dedica gestos descompuestos y airados para indicarme las baldosas por las que yo debía correr, según alguna norma imaginaria que no dictó ni la autoridad ni la urgencia. No hice caso a la impertinencia y dejé al cargante perdido en su laberinto. Pero sé lo que hubo en mi interior durante unos metros. No fue la suma universal del odio y la cólera que el capitán Ahab amontonó sobre la blanca joroba de Moby Dick, pero sí anduve unas zancadas mordiendo juramentos. Por eso el ánimo es precario. Ni soy dado a retortijones anímicos ni creo ser bipolar. Vi escenas parecidas estos días. La membrana que separa la bondad de la furia es fina y está fatigada. Tantos ladridos en las redes y tanta mezquindad en la vida pública crean surcos en el ánimo por donde se deslizan después las conductas.

Hablemos entonces algo sobre la enseñanza sin escupitajos, pero sin chuparse el dedo. Esta semana se habló de la vuelta al colegio. Se dijo que alumnos y alumnas se turnarán para ir a clase y quedarse en casa con asistencia telemática. La primera sensación es la de ocurrencia y chapuza. Lo que convierte en ocurrencia esta o cualquier otra medida no es la medida en sí, sino la falta de gestión: falta planificación y movilización de recursos. Hay falta de planificación, porque no están descritos los efectos de la medida y mucho menos conjeturadas sus soluciones. No se sabe cómo se aísla físicamente a una población que juntamos en un espacio en las edades más resistentes al alejamiento físico, ni cómo se protege al profesorado, ni cómo organizan las familias su existencia cuando les toque tener a los niños en casa. Los profesores no tienen instrucciones ni protocolos para una situación desconocida e imprevista. Dicen que ya se hace en otros sitios, pero no analizaron esos casos para establecer procedimientos. Solo hubo gestión burocrática y además escasa.

Y falta movilización de recursos. Aquí hay evidencias que hay que afirmar con intensidad. Cuando venga un nuevo brote de coronavirus, el estrés de la sanidad será menor: los materiales que no había ya se habrán comprado, las mascarillas y respiradores se habrán comprado también, el despliegue hospitalario y el acondicionamiento temporal de espacios sabrá cómo hacerse y se hará a tiempo, no se volverá a llegar tarde y habrá personal disponible para la detección y análisis de la epidemia. Se están movilizando recursos. Nada de esto se percibe en la enseñanza. El sistema educativo necesita recursos, mantener la enseñanza con una epidemia descontrolada es más caro. No se puede tener la mitad de alumnos por aula con la misma cantidad de aulas. No se puede atender a la vez la enseñanza presencial y la telemática con la misma cantidad de profesores y profesoras. No se puede integrar a la población escolar y atender su igualdad de oportunidades si la mitad del tiempo el sistema los va a atender en sus muy desiguales casas con sus muy desiguales familias y sin recursos añadidos. Digamos algo claro. Para el tráfico que hay a las cuatro de la mañana nos sobran autopistas y carreteras. Lo que hace caras las infraestructuras es el tráfico del mediodía. Para los estudiantes de alto rendimiento, con familias universitarias y económicamente desahogadas sobra la mitad de los recursos del sistema educativo. Para mantener a la población en la desigualdad con la que nacen sobran profesores y escuelas. Un sistema clasista que se ocupa solo de los casos más favorables es tan barato como una red de carreteras para el tráfico de las cuatro de la mañana. Lo que encarece el sistema es que tiene que garantizar la igualdad de oportunidades, integrar y no desagregar a la población, subir el nivel de los mejores y que el más desdichado de los ciudadanos tenga la formación que le permita una vida digna. No es un asunto menor asumir de antemano la desigualdad con etiquetas cucas postmodernas como brecha digital y otras mandangas.

Por supuesto, con los recursos para la educación pasará lo que siempre pasa con los gastos sociales: dirán que pone en peligro la economía. Así por ejemplo, hasta la Iglesia mete baza contra la renta mínima vital. El rescate de las autopistas radiales le costó al Estado cientos de millones más de lo que cuesta esa renta en un año y además, en vez de salvar de la pobreza a gente, aquel rescate salvó las ganancias millonarias de empresarios que invierten sin riesgo a costa del dinero de los demás. La Iglesia no dijo nada de aquello ni de los rescates bancarios. Pero sí considera asunto suyo el gasto con los que más lo necesitan; como la patronal, la banca y la derecha, porque a veces la Iglesia sí que habla por tantos. Se necesitan recursos para atender el servicio de la educación. Durante los gobiernos de Rajoy desapareció una plaza docente por hora. Con doble motivo hay que gastar ahora en plantillas, aulas y recursos. Se opondrán los de siempre por los intereses de siempre

La segunda sensación es que se está gestionando la educación con desgana. No se abordan los problemas sino que se quitan de en medio. Y esto no es nuevo. No hay día que no lamente la caída de la profesión periodística. La digitalización, el chismorreo de las redes y la inversión interesada y desvergonzada en la manipulación informativa destrozó plantillas, hizo precarios los empleos e hizo muy difícil la divulgación de los hechos bien asimilada y profesionalmente tratada. Como nos podemos contar las cosas por chat y cualquiera puede divulgar lo que sea por la red social, parece que ya no hace falta el profesional que busca y divulga la información y lo pagamos con la degradación de la vida pública. Un proceso parecido pero con un ritmo más lento puede afectar a la enseñanza. La gente puede creer que se pueden obtener datos de los infinitos recursos de la red sin profesor que te lo cuente. Se multiplicarán empresas que pretendan que el tuning con el que preparan a gente para sus procesos productivos (siempre temporalmente) es la única educación que hace falta. Igual que el oficio que media entre los hechos y su divulgación, el periodismo, se adelgazó para mal de todos, el que media entre el conocimiento y la formación de la gente, la docencia, se adelgaza también y también para mal de todos. El deliberadamente confuso mundo de la «formación» se maneja como el océano en el que se desagua y pierde forma el servicio público de la educación. Transferir la enseñanza del aula a la conexión telemática puede ser inevitable, pero es una pérdida y debe ser temporal. La alegría con que se pretende asumir que sacar al alumnado del aula es poner a la enseñanza al día en el mundo de la información me hace pensar en ese proceso silencioso de disolución de escuelas y enseñantes. Leí hace poco un reportaje en el que se contrastaba la opinión de los profesores con la de los expertos en educación, como si los expertos fueran los que no están en el aula. Vi un reportaje bienintencionado que hablaba de ordenadores donados para las clases telemáticas y mostraba a la Guardia Civil entregándolos a niños de pueblos pequeños. No se mencionaba al docente que hacía los materiales y las tareas que se harían con el ordenador. Era difícil pasar el 2019 sin acordarse de Blade Runner. Si viviera Philip K. Dick, hay una pregunta que no querría hacerle por temor a que me la contestase. ¿Cómo era el sistema educativo en el mundo de Blade Runner?

viernes, 28 de agosto de 2020

Reclusión política. El bucle de Hal y la atracción del conde Ugolino

 La historia de España es perezosa. Parece que una etapa sucede a la anterior con desgana o con temor de dejarla atrás. La Transición avanzó con hebras de la dictadura adheridas, como esa arena pegajosa que no se quita al salir de la playa. La democracia siguió su curso cosida con hilvanes de esa Transición que debía haber sido temporal. Acuerdos que debían su razón de ser a los riesgos y urgencias de aquel momento se amodorraron en nuestra vida pública como si tratarlos como pasado fuera renegar de la Transición. Los líderes y personajes que tuvieron éxito electoral y de opinión parecen como esos padres que se empeñan en dar la charla del sexo a su hija adolescente. Aprovechan la posición fáctica que les dejó el poder para mangonear a los líderes actuales, convencidos de saber mejor que ellos y el país lo que nos conviene a todos. Si hay algo de lo que es fácil convencernos, es de que hay que proteger a España de los españoles. Por eso parece un desorden poner en cuestión a la monarquía. ¿Qué jaleo armaríamos nosotros solos poniendo un Jefe de Estado? Y por eso siempre fuimos muy europeístas. No es que Europa sea una opción equivocada. Me refiero a la sensación psicológica de que Europa es un exoesqueleto que nos sostiene sin desgarros porque si nos dejan solos romperíamos el terruño patrio. Por eso los líderes se van como se van las cosas aquí, con indolencia y sin irse del todo, zarandeando a sus partidos, poniéndose ceñudos ante todo lo que sobresale de la plantilla formada por sus tiempos de poder y creyendo que nos falta a todos la charla sobre el sexo.

La crisis del COVID agita los demonios de la comunicación pública actual sobre todas esas capas temporales mal mezcladas de nuestra actualidad. La comunicación es como las plantas o las finanzas. Tiene muchas cosas dentro, pero cuando damos con la que nos gusta comer o nos da dinero, nos aplicamos a ella hasta deformar el original. La especulación, la actividad de juntar dinero para dar liquidez a negocios que fabrican o venden cosas o servicios, es buena. Cuando comprendemos que son más fáciles las ganancias especulando que trabajando como es debido, se empieza a comprar y vender muchas veces el mismo piso o la misma cosecha antes de que nadie haya puesto una piedra ni plantado una semilla, y la especulación se convierte en un cáncer y la economía en cisco. Con la comunicación pasa lo mismo. Es necesaria y es una las tareas básicas de cualquier política. Pero se fueron dando cuenta que una de sus fibras hace más fáciles los resultados. Uno de los personajes de En lugar seguro, de Stegner, le pregunta en Florencia a otro qué imagen de La Divina Comedia atraerá más su atención, la de la angelical Beatriz o la del conde Ugolino royendo el cráneo del obispo Ruggeri. Por supuesto que la segunda. Trataba de explicar que los propósitos del arte se alcanzan antes desde el horror, que atrapa tu mirada, que desde la bondad, que es paisaje de fondo. La comunicación debe transmitir propósitos, razones, propuestas y datos. Al final los comunicadores públicos quieren afectar a la valoración y decisiones de la gente. Pero los asesores parecen haber tomado nota del contraste de Beatriz con Ugolino: lo que afecta a la conducta y opinión de la gente es lo que atrape su atención, no ideas o razones. Y lo que capta la mirada es el alboroto y la bronca, Ugolino royendo el cráneo. Así la comunicación se deforma, como la especulación deforma la economía, y se convierte en una sarta de tracas que apenas es una carcasa sin contenidos ni ideas. 

Nuestros picos de atención, nuestros pulsos emocionales captados por la demoscopia y nuestra conducta electoral cada vez demandan más políticos picapedreros. Cuando aprendí a hacer fotos, en el afoguín inicial veía los paisajes como acumulaciones de rectángulos, como si fueran muchas fotos juntas esperando que la cámara las retratase. De la misma manera, cada vez reaccionamos más favorablemente a discursos políticos que sean como acumulaciones de zascas de 280 caracteres. Parece una contradicción, pero no lo es, que claramente tenga réditos electorales el mal gusto y la estridencia y a la vez las encuestas digan que la abrumadora mayoría de ese público que premia el ruido y el insulto quiera acuerdos y entendimiento ante la catástrofe del COVID. En realidad es un bucle, como el legendario bucle Hofstadter-Moebius que hizo esquizofrénico a HAL 9000, el superordenador de la odisea espacial de 2001, porque la programación le obligaba a conductas contradictorias. La gente quiere entendimiento político porque quiere ser atendida, vive una catástrofe y quiere que sus representantes se ocupen de sus cosas y eso lleva al famoso sentido de Estado y los pactos. Pero ve la vida pública y participa en ella desde una trinchera ruidosa y eso premia las actitudes que hacen imposible cualquier pacto. A todos nos pasa. El buqué que dejará en la sociedad la normalidad con que asumimos la pérdida de derechos como elemento de eficacia, y no de necesidad, será un regusto funesto. Pero la mala saña ambiental puede estar haciendo que yo no lo esté diciendo con más contundencia por esta sensación de bandos que producen los ataques desmedidos.

A todos nos pasa, pero no a todos beneficia. Es Steve Bannon el que está sembrando por el ancho mundo el principio de que la política es una trinchera entre dos populismos, el de derechas y el de izquierdas y que hay que elegir. La izquierda no está peleando por un mundo así. Con distintas dosis de firmeza y consecuencia, está peleando por el estado del bienestar, es decir, por una sociedad donde haya ricos pero en la que su riqueza no sea tan desmedida que haga el aire irrespirable para los demás. No es el comunismo. Los que prosperan en la ferocidad, la falsedad sistemática y el cinismo son Trump, Orbán o Bolsonaro. En esa charca creció Vox y se destiñó el PP. La mayor perversión es que en una emergencia solo superable por una guerra la política se confinó en sus mundos de yupi y se desligó hasta límites desconocidos de la vida de la gente. Para tal perversión tiene siempre más margen la oposición, y más si las tragaderas éticas son las de Aznar, una de esas adherencias que unas capas de nuestra historia que van dejando sobre las siguientes, o las de Vox, en línea directa con una capa franquista mal sacudida y envasada en las factorías de Bannon. A todos nos arrastra el ruido y el doble rasero, pero es un tipo de ideología el que se beneficia, los extremos no pueden ser iguales cuando solo hay un extremo. Si alguien cree que todos son iguales, por la evidencia clamorosa de vicios en unos y otros, que eche un ojo al poder judicial y observen que solo se renueva si gobierna la derecha.

Mientras tanto en el mundo y en el país, con el silencio de la deriva continental, se reconfiguran las piezas. Cataluña mengua, Valencia crece y Ximo puede ser en el PSOE lo que Núñez Feijoo es en el PP o lo que ni Feijoo es en el PP ni Sánchez en el PSOE. La aspiradora fiscal y poblacional de Madrid se intensifica y Madrid se va consolidando como un Estado dentro del Estado (ciudad – Estado la llama con acierto Enric Juliana, no sé si pensando en las polis griegas o en el Vaticano). Un sistema descentralizado, con tantas asimetrías territoriales y con una distribución de la población cada vez más parecida a la del tercer mundo (desiertos y megaciudades inhabitables) va a acentuar las disfunciones políticas. Y todo ello con una población que está en ese bucle que lleva a la esquizofrenia política. El desenlace de camino ordenado a la recuperación o al incremento insoportable de la fanatización en el que medren aventureros de ultraderecha (recuerden, en el sectarismo caemos todos, pero no nos beneficia a todos) va a depender de nuestro exoesqueleto. El meollo se juega en Europa. Francia, Italia y España lo saben, qué remedio, pero Europa puede o no darse cuenta.

Los prejuicios en el torbellino de bulos, ansiedades y dudas

 Decía William James que la mayoría de la gente piensa que está pensando cuando solo está reordenando sus prejuicios. En la película de Django desencadenado, Stephen le explica a Django, todavía encadenado, que la mayoría de los esclavos a los que castigaban cortándoles los genitales se morían desangrados. Luego dice, riendo y corrigiéndose, una expresión fascinante: «bueno, más que la mayoría». Intento imaginar si hay alguna manera de que más que la mayoría no sean todos (Francisco García atrapó al vuelo hace poco una joya parecida; en TVE se dijo que en el Reino Unido había ya «más de casi tres mil muertos». No importa si eso son tres mil o menos, Paco captó lo fundamental: que el mundo puede ser un lugar maravilloso). William James merece una corrección parecida a la que se hizo Stephen: los que creen que están pensando cuando reordenan sus prejuicios no son la mayoría; son más que la mayoría. En una pandemia nos zarandean la impaciencia, la desorientación, la maldad, las mentiras, la codicia y la impiedad. Conviene observar el papel que juegan nuestros prejuicios en medio del remolino, si los tenemos a granel listos para cualquier manipulación, o si razonamos y, en este caso, si los reordenamos en un conjunto resistente o solo los removemos para guardarlos bajo la alfombra. A pesar de lo que creamos, razonamos muy poco para actuar, tomar decisiones o hacer valoraciones. Como sugiere James, la mayor parte de las veces que razonamos tenemos la conclusión decidida de antemano y el razonamiento sirve para confrontarla o para transmitirla eficazmente. Además no solemos pensar con lo que sabemos, sino solo con lo que tenemos en la cabeza. Con materiales tan escasos, nuestros prejuicios son muchas veces contradictorios. Y ahí hay gente que es feliz diciendo una cosa y la contraria y hay gente que usa el razonamiento como dice James, para poner orden y armonía en sus prejuicios. Como pecado, el prejuicio puede ser venial o grave, pero desde luego es inevitable. No se pueden tener principios o ideología sin tener un arsenal de juicios previos sobre las cosas.

Así, mis prejuicios me hacen hostil a esas teorías según las cuales cualquier gasto para proteger a los débiles es siempre una amenaza para la economía. Lo fue la subida del salario mínimo. Lo es ahora el ingreso mínimo vital. Lo era el gasto educativo, sanitario y de pensiones en la negociación de nuestra deuda. Nunca se llamó la atención a España por las cantidades que se distraen en los privilegios de la Iglesia. Ni se le pidieron cuentas sobre aquel dineral público que se metió en los bancos para subsanar su incompetencia. Por supuesto, no puedo ofrecer cuentas alternativas y por eso el razonamiento anterior es una puesta en orden de prejuicios. Lo cierto es que, con datos y no prejuicios, parece que nuestro gobierno en el arranque de la crisis no fue el más tonto de la clase ni el más listo y que después fue más bien aplicado. Quienes no rugen alaridos y analizan datos sobre por qué entonces está tan afectada España se dan de bruces con los recortes de su sanidad y con la endeblez de su investigación. Por eso tengo prejuicio contra todos los razonamientos cuya conclusión acaba siendo la salida de Iglesias del Gobierno y que incorporan menciones a Venezuela o el comunismo. No les asusta Iglesias. Es la justicia social. Es lo de siempre.

Más prejuicios. Montoro dijo en su día que dejaran caer a España, que ya la levantarían ellos. El eco de esas palabras coaguló en mi ánimo un prejuicio. Por mediocre que sea el personaje, acertó a decir algo que encaja con los hechos y hasta con la historia como el zapato en el pie de Cenicienta. Para la derecha, España no es algo que merezca estar en pie si no es bajo su mando. Esto es un prejuicio. Cualquier razonamiento que haga sobre su papel en la pandemia solo pone en orden lo que ya suponía de antemano de Aznar o Casado. Recordemos que uno de los motivos para razonar es la contradicción en nuestros prejuicios. Pero el PP está encajando su actuación en las palabras de Montoro con tal docilidad, que el razonamiento es apenas el deslizamiento suave de prejuicios que no necesitan reordenamiento. En este caso la caída de España incluye muertes. Mi ética, sin duda amasada con mis prejuicios, me dice que lo más nítido del papel de cada uno en esta crisis va a ser quién intentaba, con mejor o peor pulso, que no muriera gente ni se derrumbara el sustento de los más débiles y quién no sumó nada. La derecha siempre distinguió qué muertos eran un engorro y qué muertos era una oportunidad. Fueron un engorro los del Yak 42, cuyos restos se retiraron a puñados y en desorden; los del 11 M, cuánta impiedad sufrió Pilar Manjón; los asesinados por Franco, por décadas, sin guerra ni bandos; y hasta las víctimas de la violencia machista. Fueron una oportunidad los crímenes de ETA; no hubo escrúpulos ni decencia en su utilización. Y ahora chapotean en el luto de esta desgracia para intentar que los legítimos lazos negros acaben siendo un barrizal.

En muchos sitios se pone contra la ultraderecha un cordón sanitario, es decir, un prejuicio que no quiere apariencia de razonamiento. El coronavirus nos recuerda que es un prejuicio saludable. Su propaganda se basa en la exageración, el insulto desmedido y la proliferación de bulos. Lo preocupante es la permeabilidad del bloque conservador. Los bulos son un tipo de mentira peculiar. Son píldoras que se lanzan como polen y que tratan de afectar a la percepción que cada uno tiene de lo que creen los demás. No es la mentira ordinaria con la que se intenta desfigurar un hecho particular. Intentan una atmósfera donde la gente normal se crea asediada y los más zafios se crean rebeldes en tropel. En sus discursos a cara descubierta atropellan siempre los mismos tópicos (socialcomunista, Venezuela, chavista, 8 M, terrorismo), como esas muletillas que se bisbisean en los rezos. No intentan convencer a nadie con tales desvaríos. Solo quieren cuajar clichés que serán como un cáterin para sus seguidores, un material precocinado con cuya repetición se creerán informados y con las ideas muy claras. Los bulos solo funcionan si son infecciosos y se propagan y por eso conviene esmerarse en no ser portadores. Habrá más provocaciones con ataúdes. Si la derecha no tiene la debida compostura con los muertos, la ultraderecha directamente nutre de ellos su mala baba.

El ejército en sí no raspa ningún prejuicio que yo tenga. Pero su excesiva aparición en ámbitos normalmente políticos, esa desproporción de multas que insinúa demasiado entusiasmo en la acción policial y un ambiente informativo que normaliza el aspecto militarizado de la sociedad sí agitan mis prejuicios. El justo reconocimiento de su trabajo y función no tiene nada que ver con la complacencia en la retirada excepcional de derechos. Mis prejuicios me dicen que ni el pluralismo, ni la libertad informativa, ni las autonomías son elementos de ineficiencia. No es la democracia lo que falla. Fallan los políticos sin escrúpulos, los periódicos cavernarios y lacayunos y los tarados racistas que creen que unas razas son de paro y muerte y otras más puras son vida y futuro. Pero siento prejuicio hacia la sensación colectiva inducida de que la democracia estorba cuando las cosas son serias y para adultos. Y también hacia la confusión institucional por la que no se sabe qué derechos tenemos y qué atribuciones tienen las autoridades y por la que ahora de repente el Supremo le pone deberes cada quince días al Ejecutivo.

El confinamiento empuja a sumar los demonios exteriores a los propios que llevemos dentro. Cada uno debe poner orden en sus prejuicios y escogerlos con el cuidado con que antes había que escoger las lentejas. Se trata de no salir de esto siendo peor persona, con la ética dañada o con los principios quebrados.

Lo que no hay que razonar después del coronavirus

 Estoy ahora mismo lejos de la Catedral de Burgos y me dolería que se estuviera quemando. Pero sigo mis rutinas tranquilo, con la certeza de que no le pasa nada a ese monumento. No conozco la biografía del director de este periódico, pero afirmaría sin titubeos que nunca fue astronauta. Estoy usando el sentido común, que tiene el curioso punto de partida de que sé todo lo que importa. Si no me consta que se queme la Catedral de Burgos ni que el director haya sido astronauta, es que esas cosas no son verdad, porque no pasan esas cosas sin que yo lo sepa. No razonamos así por soberbia. Razonamos así para que nuestro cerebro no cargue con un montón de posibilidades y datos inútiles que nos llevarían a un activismo enloquecido. Por eso asumimos muchas más cosas de las que nos constan.

En ciencia no se opera con el sentido común. Solo se toma como verdadero lo que consta que lo es. Si pedimos a un camarero dos cafés, uno de ellos sin azúcar, y si el camarero usara el razonamiento científico, nos preguntaría cómo queremos el otro, porque eso no lo especificamos. El sentido común no habla igual que la ciencia. Saberlo todo es característica del sentido común de andar por casa; no saber nada más que el puñado de cosas de las que tenemos pruebas es característica del saber científico. Cuando le preguntaron a Fernando Simón por qué era tan distinto el porcentaje de muertes por coronavirus en Alemania y en España, él contestó que no sabía y esa respuesta llamó la atención. A pesar de lo que creyera tanto garrulo, aquella fue la respuesta de un científico. Simplemente, no lo sabía. Llevar el razonamiento científico a la vida cotidiana es ineficiente; nuestro camarero debería entender que quería el otro café con azúcar. Y llevar el sentido común a ámbitos científicos es lo que hacen los bocazas ignorantes: de ciencia no se puede hablar sabiéndolo todo.

La política tiene una relación compleja con la ciencia y el sentido común. Es evidente que los gobernantes tienen que tener asesores que garanticen que su trabajo tenga el respaldo del conocimiento. Pero hay tareas en que el conocimiento es la materia prima y la política es un tipo de destreza y hasta de sabiduría que la debe modelar. Y hay tareas en que el conocimiento es la pura esencia de la tarea y la política solo puede obedecer. Es una estafa confundir las dos cosas. Por ejemplo, la oficialidad del asturiano o la legalización del aborto no son temas de ciencia. La sociedad asturiana no tiene que hacer con el asturiano lo que digan los filólogos, aunque el legislador haría bien en asesorarse con ellos. Ni lo que digan psicólogos o catedráticos de ética es la palabra autorizada sobre el aborto.

Y otras veces la gestión política es una cuestión de conocimiento. Hace unos años, creo que eran Faemino y Cansado los que representaban una escena de parroquianos de barra masticando un palillo diciéndose que no se creen eso de que ya no hay dinosaurios. Uno decía con el asentimiento del otro que Los Pirineos tienen que estar «infestaos» de dinosaurios. Ese es el aspecto que tiene Aznar hablando del clima, la Iglesia hablando de la ineficacia del condón para el SIDA, la morralla de tertulianos hablando de cómo y cuándo se contagia el coronavirus, o los que se apuntan a la fiesta con un «manifiesto» contra el confinamiento (Leguina firma como «Estadístico Superior del Estado», hay que tenerlos cuadrados). La transmisión del virus y su ritmo y forma de su propagación es una cuestión de ciencia, y Sánchez tiene que oír a los biólogos y matemáticos y hacer lo que le digan. Y tiene que ignorar a los bocazas y a los sedicentes Estadísticos Superiores del Estado.

Y nosotros también. Cada vez que damos crédito y difundimos por la red social a bocazas hablando de microorganismos, a teorías raras que compartimos por si acaso enriquecen la reflexión, o simples intoxicaciones que nos indignan tanto que queremos compartir nuestra indignación con el ancho mundo, estamos colaborando con una desinformación que, como las intoxicaciones biológicas, hacen más daño cuando el cuerpo social está bajo de defensas anímicas. La credulidad y la tendencia a difundir bulos no es cosa de ignorantes. Hay dos factores que cada uno debería autoevaluar: uno es el uso social del lenguaje y otro es el grado de avaricia cognitiva de nuestras reacciones. El primer factor quiere decir, dicho sin complicaciones, que muchas veces hablamos más para relacionarnos que para decir cosas. No hablamos del tiempo en el ascensor para decir nada, sino para atender un leve vínculo social. Lo que nos impulsa a compartir datos en la red social muchas veces no es el crédito que merezcan ni la bondad de su difusión. Nos impulsa la sensación de que va a provocar muchos «me gusta» o comentarios, es decir, la repercusión y vínculo social. El segundo factor alude a la mayor o menor demora y reflexión en nuestras reacciones. Si reaccionamos en caliente a lo que vemos en la red, con comentarios, megustas o difusión, normalmente dará igual nuestro nivel de conocimientos. No sirve de nada el dinero del avaro si se empeña en no gastarlo, ni el conocimiento de los cultos si se empeñan en reacciones irreflexivas que no lo usan. Quienes buscan la intoxicación informativa conocen estas debilidades y cuentan con nuestra inconsciente colaboración.

La política tiene también una relación compleja con la información en un problema donde lo importante y lo novedoso se llevan mal. En los periódicos buscamos satisfacción informativa inmediata: no queremos necesitar diez días de lectura en un periódico para informarnos de un asunto. Lo relevante del coronavirus, sin embargo, se mueve en lapsos más largos. La esencia del problema es cómo se distribuyen los contagios en el tiempo para que no haya picos que colapsen el sistema sanitario. Los datos de impacto diario distraen de la naturaleza del problema. La prensa honesta (no neutral; honesta) no puede afectar significativamente al clima que genera el ruido de la red social y del bulo estridente.

Hay tres hechos que parecen objetivos sobre el Gobierno: primero, como el resto de Europa, actuó tarde cuando los datos ya eran claros; segundo, su gestión busca salvar vidas y encajar el impacto económico; y tercero, se está jugando la economía a la carta única de la respuesta europea: una vez más, Europa como exoesqueleto que nos sostiene. Y hay dos hechos opinables, en los que podemos cambiar de opinión: primero, la gestión está siendo en general buena, con errores donde errar es fácil y donde ningún error es menor, pero buena; y segunda, está siendo socialmente sensible; ya veremos si también exitosa.

La extrema derecha es una fealdad zafia del Parlamento que ya suponíamos. Casado sigue haciendo del PP la ropa de domingo de Vox. Exigir al Gobierno que diga «toda» la verdad debería ser una obviedad democrática, pero no lo es: es una forma ya conocida de extender sospechas y generar la confusión en la que se pueda predicar que los Pirineos están infestaos de dinosaurios. Ya nos suena del 11 M y, de hecho, el mentor es el mismo y no está ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas. La sobreactuación con el luto también nos suena. El PP tiene currículum en el empleo grotesco de la muerte y la desgracia. Enseguida alentarán asociaciones de víctimas y llegaremos a aquello de ustedes humillan a los muertos. No hay forma amable de referirse a la política que en la desgracia se expresa con portadas de ataúdes. Eso no da sensación de duelo sino de celebración.

La política puede suavizarse si, como le pasó a Alianza Popular en cada paso de la transición, a la fuerza ahorcan y el PP tiene que entrar en la civilización, dejando a Vox con sus alaridos como un parque temático. O puede encresparse si el golpe económico desagrega a la sociedad y diluye los liderazgos. En tal caso nadie debe olvidar de que estamos ante una crisis con muertos y con acentuación de la pobreza. Igual que las abejas dejan su vida al picarnos, al deshumanizar a la gente que sufre, nos dejamos también nuestra humanidad.