sábado, 24 de febrero de 2018

Día de S. Valentín. Cuánto amor

No sé qué me hizo poner atención este año en el día de S. Valentín. No sé si tiene algo que ver el tam tam feminista con el que se va acercando este ocho de marzo o si es por uno de esos momentos gruñones que induce el mal gusto desbocado. Iremos después a lo del ocho de marzo. Las comidas en plato con forma de corazón y cubertería a juego y el empacho de color rosa en confiterías y locales son un canto al mal gusto sólo comparable al de los lugares más turísticos en temporada alta. Algunas veces surge la cuestión de la diferencia entre el turista y el viajero. Realmente, no sé muy bien qué puede ser en estos tiempos un viajero, pero sí sé lo distintivo de los turistas, porque tal es el rol que asumimos todos cuando viajamos. Lo más notable de ese momento en que somos turistas, aparte del hecho obvio de estar fuera de casa y tener suspendidas las rutinas, es nuestra transparencia, lo bien que nos conoce todo el mundo. Si paramos un taxi en Estambul, el taxista ya sabe que nos alojamos en Sultanhmet sólo por nuestra indumentaria. Nos pregunta si ya fuimos a tal o cual sitio o si ya probamos tal o cual comida, porque ya sabe a qué sitios vamos a ir, qué comidas queremos probar o qué espectáculos queremos ver. Somos un libro abierto. Y, como las rutinas están suspendidas, las sutiles líneas de tensión que regulan nuestra conducta y nuestro decoro en las relaciones cotidianas también se suspenden, y por eso como turistas solemos ir más descuidados en maneras y vestimenta. Nadie ofrece su mejor versión como turista. Muchos turistas juntos suelen formar un cuadro bastante hortera y los lugares que no tienen más vida que la de los turistas que reciben, incluso cuando son hermosos, tienen siempre ese halo de inautenticidad que suelen tener las películas de Richard Gere. Pero cuando los turistas alcanzan las cotas mayores de mal gusto es cuando tratan de vivir la experiencia impostada de la vida y gente real del sitio que visitan. Esos occidentales que se hacen los turcos comiendo sin sillas, tumbados sin saber encontrar postura, algunos hasta con turbantes para la ocasión, o esos nórdicos que se hacen los sevillanos y sevillanas en espectáculos cartón piedra de flamenco deshuesado para todos los públicos, o los universitarios que recorren Amsterdam en bici para sumergirse en la experiencia holandesa, toda esa gente alcanza sin duda las cotas más elevadas de mal gusto asociado al turismo. Es la cota que se alcanza cuando se consumen versiones manidas de productos mil veces regurgitados y degradados impostando novedad.
No nos fuimos de S. Valentín. Parte de la revoltura que puede provocar el empalago de este día tiene que ver con ese calco del calco de la simplificación del amor que convierte a la conducta en pareja en una horterada superlativa y nos hace, a quienes tenemos la condición de emparejados, medio reírnos de nuestra condición como el afable Aquiles Zurita de Clarín se acababa riendo lastimosamente del carácter alcarreño de su señor padre. Siendo una emoción bella la que se celebra, podría ser un día que concitara más complicidad. Si el amor tiene tres componentes, mezclados en distintas dosis, a saber: el del apego, que nos da esa sensación de familia y apoyo con la pareja; el del sexo, que ya saben; y el del arrebato romántico, que induce esos estados eufóricos, egocéntricos y ensimismados que asociamos con el enamoramiento; si el amor tiene esos componentes, decía, el que se caricaturiza en S. Valentín es el del arrebato, puede que el más bello, pero desde luego el que más riesgo tiene de traspasar la línea del mal gusto hortera. El cortejo y el arrebato se manifiestan en una infantilización de la conducta y en una especie de combate impostado con quien se coquetea. Los cuchi cuchis de pareja puede que sean intensos, pero suelen preferir ser privados por lo infantilones que resultan fuera del cascarón. Por eso, una celebración basada en una exhibición impostada y caricaturizada del arrebato romántico tiene todos los boletos para ser una horterada de primera.
Y la cosa no tendría más sustancia si todo fuera cuestión de mal gusto. Lo que no debe escapar a nuestra atención, en S. Valentín, en comedias, en letras de canciones o en tradiciones literarias, es la manera en que el bello amor romántico y sus tópicos, como sucede a menudo con las tradiciones, es una cápsula que transporta en formol actitudes caducas que se inyectan en tiempos modernos amparadas en la máscara que las cubre. Una de las leyendas del amor, de toda forma de amor, es que es una emoción tan bella y necesaria que nada la puede superar en importancia. Ni la ética más básica. Tan poderoso y elevado es el amor que en sus aguas naufragan todas las pautas comunes de convivencia y derechos. Creo que todas las veces que oí la frase «por un hijo se hace cualquier cosa» se pronunciaba para justificar una conducta egoísta, ventajista, de fraude o abiertamente corrupta y de nepotismo. El amor romántico lleva en su barriga, como el Caballo de Troya, la posesión y dominio sobre la otra persona, su aislamiento y su anulación, que se sustancian en conductas siempre excusables por el amor que las envuelve. Y no es broma. No niego que en ciertos crímenes machistas de personas ya muy mayores haya una carga de rencor y odio. Pero no sería tan preocupante el fenómeno si lo moviera el odio. El problema es que lo suele mover el amor. El crimen es el límite mostrenco, pero esos vicios de posesión y anulación del otro, tan generalizados, no tendrían lugar en la mente moderna si no fuera por ese convencimiento de que el amor disuelve la ética y está por encima de todo. Esas conductas excusables en nombre del amor, se independizan y los abusos y acosos menudean ellos solitos por todas partes sin falta de amor que las justifique. Como es lógico, la mujer es la que lleva la parte mala de este juego. Casi siempre es posesión o anulación de la otra, bajo el paraguas del amor o fuera de él.
Algún clic debió saltar en alguna parte, alguna gota rebasó algún vaso o algunas líneas se cruzaron inesperadamente en algún punto, porque desde hace poco, y de manera especialmente visible en el movimiento #metoo, se están explicitando y denunciando de manera ya muy colectiva y muy airada situaciones de acoso y de ataque sobre las mujeres que venían siendo tan cotidianas que parecían como esos ruidos monótonos que llegamos a no oír. Esa infantilización de la conducta tan dulce en el tonteo y tanteo con el que ligamos es un coñazo fuera de ese limitado contexto y a una persona adulta puede llegar a resultarle un acoso cuando se reitera muchas veces cada día. O cuando se repiten pequeñas conductas de posesión, con tocamientos, acercamientos o provocaciones, que nunca son galanteos en ambientes jerárquicos. En esos ambientes el cambio de favores de trabajo por favores sexuales no es una transacción entre adultos como algún acémila pretende hacer ver. Sería lo mismo si me exigen las llaves del coche y el coche para seguir contratándome. A los niveles superiores de violación y asesinato llegamos sólo trepando más en la infamia. Como digo un sarpullido está agitando todo este fenómeno, tan audible que ya provocó airados pronunciamientos en contra. Muchos son de mujeres, claro, porque nunca faltaron negros negreros ni desamparados clasistas. Catherine Millet incluso apela a su educación cristiana para explicar por qué podría soportar y hasta disfrutar de una violación, tan dentro que lleva que es el alma y no el cuerpo lo que vale y es sólo el cuerpo lo que le toman. Supongo que no le importará que le vacíen sus cuentas de ahorros, porque ella, su mismidad, ni está en su cuerpo ni en sus posesiones, sino en ese alma que nadie le puede violar ni robar. Muchos ladran, luego alguien cabalga. Y por eso se oye ese tam tam según avanzamos hacia el ocho de marzo. La inesperada huelga femenina convocada para ese día va a ser un interesante rugido, espero que audible, contra la mercancía agria y en mal estado que viaja en la cápsula del amor romántico desde tiempos ya caducados. Igual guardo algún plato en forma de corazón que quede por ahí para el día ocho.

—¿Quieres que me mate? […] —Eres demasiado débil para hacerlo. Te ensucias con la venganza y después lloras porque sin duda soy mejor que tú. De ahí sacas la esperanza de que te vaya a amar. Pero ya te cansarás […] y entonces me libraré de ti. […] No tengo edad para ser tu madre. […] —¿Crees que podrás abandonarme? —No. Todavía puedes avergonzarme, difamarme […] si no, no te resignarás a la ruptura. ¡Haz lo que te parezca! (Slizárd Rubin, Breve historia de un amor eterno).

lunes, 12 de febrero de 2018

CIS melancólico

El último sondeo del CIS pasó por la actualidad como escabulléndose. Hablaron de él los analistas pero apenas los políticos por una razón obvia: no hubo buenas noticias para nadie, lo que implica que tampoco fueron desastrosas para nadie. Una melancolía sin tragedia.
El PP sigue bajando pasito a pasito, a pesar del 155 y las mesas repartiendo banderas rojigualdas. La hostilidad independentista había creado un estado emocional propicio para que rugiera la palabra «España» como una prolongada onomatopeya que no dejara oír a los jueces detallar el volumen de los delitos y golferías continuadas del PP. Pero cuando Rajoy se quiso instalar en una patria grande y libre se encontró con que Rivera ya estaba alli y le había birlado la unidad de destino en lo universal. Rajoy es un político demasiado desacreditado para protagonizar un golpe de efecto. Sigue en la Presidencia por pura suerte. La sensación de parálisis y consunción que dio tras las elecciones de diciembre no era táctica. Si no hubiera habido en el PSOE una quinta columna trabajando para él, si Pablo Iglesias se hubiera ahorrado un par de episodios y si Sánchez hubiera sido sólo un poco más listo, se hubiera formado un gobierno de izquierdas y el PP se habría convertido ya en una chatarrería donde C’s estaría escarbando buscando piezas utilizables a buen precio. Sin el poder, con ese cuarto de distancia que marca todo el mundo con quien pierde el mando, el PP tendrá que enfrentarse a sus diferencias internas, a su pasado y al sálvese quien pueda cuando empiecen a menudear Costas y Correas arrepentidos. Lo sostiene en el poder la incapacidad de una izquierda que lo sigue dejando como único refugio de la sensatez. Pero el voto sensato y tranquilo tiene ya donde guarecerse. El PP confía ahora en sacar réditos de crispaciones emocionales populistas. Por eso desatan una campaña para ampliar la cadena perpetua inflamando al público con la cólera de las víctimas. Por eso vuelven a sobreactuar con los símbolos nacionales y quieren llenar las escuelas con ditirambos al ejército. Por eso en Asturias desquician la oficialidad del asturiano delirando quiméricas conspiraciones separatistas y alucinando furiosas coacciones y violencias de cómic.
Pero el sondeo es melancólico, no trágico. El PP sigue siendo el partido más votado. Los efectos de sus leyes siguen rampantes: salarios menguantes con beneficios crecientes, encarcelamientos por apologías de ETA sin ETA, pleitesía hacia la Iglesia para no cometer delito de odio, prescripción en cadena de los delitos de corrupción y en las escuelas menos filosofía, más religión y ahora además instrucción militar. Son el partido más votado, hacen lo que les da la gana, mantienen sus leyes extremistas y el PSOE los apoya a cambio de nada cada vez que quieren aparentar sentido de estado. No todo va mal para el PP.
El sondeo pone al PSOE en tierra de nadie. No tiene ninguna combinación para formar gobierno. Ni con Podemos ni con C’s. Y una coalición con el PP, con la fragmentación actual del voto, ya no sería una gran coalición a la alemana. Si lo que dice el sondeo fuera el resultado de las elecciones, Pedro Sánchez estaría en los pasillos mareado sin saber a quién pedir cita. El PSOE necesita un discurso propio, claro y reconocible. Sus continuos apoyos al PP en lo que cree cuestiones de Estado y el ninguneo que recibe a cambio lo hacen una fuerza inaudible. El sondeo muestra que las bajadas de Podemos no hacen subir al PSOE. Y el CIS muestra otras dos cosas: que en realidad Podemos resiste y que C’s empieza a quitarle votos por la franja moderada.
C’s se benefició del hartazgo de todo el mundo con las continuas estridencias independentistas. Rivera es bien visto por los apoyos del PP y puede llegar a electores moderados a los que no llega el PP. Tiene pocas posibilidades de meter la pata porque no tiene poder en ningún sitio. Basta con que Inés Arrimadas hable lo menos posible. Cuando habla, no sólo exhibe su poca consistencia, sino que nos hace temer antes de tiempo que C’s es de derechas. El sondeo también es melancólico con Rivera. Se suponía que era ya la fuerza más votada, pero El CIS dice que le saca muy poco a Podemos y que sigue lejos del PP. No es seguro que quede más agua electoral que sacar del pozo de Cataluña. Sólo pueden confiar en que los jueces sigan demoliendo al PP.
Podemos tiene también un mensaje agridulce. Se confirma que baja, pero que resiste. Y además no parece que nadie le esté quitando votos. Su descenso alivia al PSOE pero sólo porque no le está quitando votos, no porque el PSOE se los esté quitando a ellos. Podemos sigue teniendo una posibilidad de crecimiento en el espacio que perdió porque ese espacio no lo ocupó nadie. Pablo Iglesias tuvo ya muy notables intervenciones parlamentarias, pero en momentos clave tendió a la sobreactuación. Sobreactuó en su perfil crítico, hasta mentarle a Sánchez la cal viva de otros. Sobreactuó en su perfil conciliador hasta la condescendencia. La cordialidad que mostró con el PSOE en la moción de censura le beneficia, pero la condescendencia que mostró otras veces se percibe siempre como autosuficiencia. Sobreactuó también su perfil provocador con la pantomima de aquel gobierno del que él iba a ser el vicepresidente o aquel Tramabús que dejó de circular. Pablo Iglesias suele ser eficaz en sus intervenciones. El problema es que sus sobreactuaciones suceden en momentos muy relevantes, en los que justo hay que escribir con buena letra sin salirse de los renglones por arriba o por abajo. A Podemos lo desdibujó el conflicto catalán, no sólo por la debilidad de su mensaje en ese conflicto, sino porque el ruido de las naciones apagó el interés por las cuestiones sociales y de regeneración democrática que son el discurso natural y distintivo de Podemos. A este respecto Podemos tiene que aprender a modular sus mensajes y reducirlos a lo que sea relevante en cada coyuntura. No se puede soltar siempre todo lo que se piensa, no porque haya que ocultar, sino porque los mensajes de más y a destiempo crean ruido y distraen. Por ejemplo, por discutible que sea, Podemos puede querer un referéndum en Cataluña. Si la mitad de la población quiere la independencia y más del ochenta por ciento quiere un referéndum decir que el referéndum no es una posibilidad es hablar por hablar. Pero no se puede dar prioridad a ningún referéndum cuando la situación se desquicia con un Parlament en el monte, vivas a repúblicas inexistentes y policías golpeando sin sentido. Otro ejemplo. Podemos quiere acordar con C’s un cambio en la ley electoral perfectamente atinado. Pero introducir el voto a los 16 años en este complicado asunto es llamativo y distrae de lo fundamental. Podemos puede tener sus razones para pensar que eso es lo justo. Pero no se puede meter en las negociaciones el lote completo del pensamiento propio hasta hacerlo una pieza inmanejable en el juego de acuerdos y cesiones. Todo lo que se añada a lo fundamental es ruido y distracción. Por lo mismo, Irene Montero tendrá sus razones para pensar que «portavozas» es un neologismo conveniente, pero esa idea suya acaparó titulares y comentarios y por unos días hace más difícil que Podemos consiga atención sobre otras cuestiones de regeneración y política social. No salirse de las líneas y adelgazar los mensajes para centrar la atención en lo que importa son algunas de las maneras a las que tiene que aplicarse Podemos para rellenar su propio espacio. Y buena falta hace que lo consiga.

El sondeo del CIS indica que hay partido. Todos están a tiempo de acercarse a lo que pretenden, pero todos están sin margen. En unos meses deberán moverse algunos banquillos y algunas poltronas.

jueves, 1 de febrero de 2018

Nadie. Algunas instrucciones para ser moderado

«Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias fuerzas» (Homero, La Odisea).
Ulises se las arregló para no ser nadie cuando ser nadie distraía la atención de los cíclopes y dejaban abandonado a Polifemo. Ulises consiguió no ser nadie de la única manera en que se puede hacer tal cosa: con trampa y engaño. Así Rivera se fue haciendo nadie en la vida pública. Aznar pregona la inutilidad del PP y elogia las cualidades relevantes de Rivera. Felipe González dice también que no se siente representado por ningún líder, lo que quiere decir que no se siente representado por Sánchez. Y dice que no habla con Sánchez, pero sí con Rivera, lo que quiere decir que por ahí van los tiros para que él se sienta representado. Todo esto podría parecer deserción o deslealtad con el partido. Pero tratándose de Rivera no parece que traiciones a tu partido con nadie ni parece que hables con nadie. Y por eso hablar con él y no hacerlo con Sánchez es sólo ejercer de referente del partido y provocar que Javier Fernández riña a Sánchez por no cuidar a los referentes del partido. Así es como se llega a interlocutor de González y hombre de Aznar, siendo nadie, haciendo como que apoyar a C’s no es una toma de postura. El propio Sánchez quiso en su momento aparentar que su pacto con C’s era con nadie y que Podemos lo apoyase sin miramientos.
Rivera pone los límites del sistema en la moderación, que consiste en no hacer ruido, como se logra no hacer ruido en nuestras sociedades: no rozando con los poderosos, así sean banqueros u obispos. Y dentro de esos límites pretendió ser nadie como los inmortales de Borges, que ninguno era nadie porque cada uno era todos los hombres. Dentro de sus límites del sistema él es todos los políticos, socialdemócratas y liberales, católicos y agnósticos, y lo veremos en todos los sitios de bien, así sean pactos antiterroristas o excursiones a Venezuela con selfies con opositores políticos y recuerdos de niños pobres. Rivera es como la vocal schwa del inglés, la vocal neutra a la que todas las vocales se aproximan cuando se relajan. Él quiere ser el político al que se aproximan los demás cuando van destiñéndose y renunciando a programas. Todo esto no quiere decir que siempre quiera ser nadie. Él, como Ulises, en realidad sí es alguien.
Rivera ejemplifica canónicamente la moderación. La moderación se cultiva siguiendo dos reglas sencillas con el lenguaje y las maneras. El lenguaje debe ser áspero y bronco para señalar a las fuerzas que queden fuera del sistema. Y debe ser sensible, cómplice y esforzado para predicar y aplicar la pérdida de derechos que pretende la cada vez más insaciable clase alta. La primera regla es una característica paradójica de la moderación. La moderación, en la política y en las costumbres, debe ser radical hacia lo que queda fuera de lo correcto. Cuanta menos importancia dé uno a la homosexualidad de su hijo, menos moderado es. Quien no protesta por un acto de Femen o habla de sanidad con un separatista no puede ser moderado. La moderación implica exclusión radical de lo incorrecto. Y lo incorrecto no es sólo lo que esté fuera del sistema, sino lo que desde dentro del sistema provoque enfrentamiento con sectores poderosos. Fuera del sistema está un grupo terrorista; un grupo independentista no necesariamente; y desde luego no están fuera del sistema IU o Podemos. Pero estos últimos pueden estar dispuestos a crear conflicto con la Corona, o la Iglesia, o la Banca. Se puede crear conflicto con trabajadores y pensionistas y ser percibido como moderado, pero provocar roces con la Corona o la Conferencia Episcopal hace demasiado ruido como para parecer moderado. Así que los moderados sueltan sus modales más hoscos y menos dialogantes allí donde predican que están defendiendo los límites del sistema, en esa frontera donde las ideas tienen que ser claras a base de simples. Por eso Rivera sí es alguien para excluir enérgicamente cualquier acuerdo con Podemos o nacionalistas. Y en esa dirección presionarán siempre al PSOE. El PSOE puede ser más transigente para tratar con Podemos o para intentar integrar a la mitad separatista de dos comunidades autónomas. Y los moderados, los centristas radicales, atizarán al PSOE como si esa transigencia fuera una debilidad o una incoherencia. Y el PSOE suele acabar haciendo lo que haya que hacer para que los moderados no lo echen de la moderación.
Es necesario fijarse en que la moderación política no tiene nada que ver con la radicalidad o templanza de ideas y ni siquiera con la honestidad o el respeto a la ley. Es notable, por ejemplo, que nuestro presidente llariego Javier Fernández, que suele hablar poco pero mal, haya propalado por la prensa su contento por el retorno de Pedro Sánchez al entendimiento con Rajoy. A medida que los juicios van poniendo negro sobre blanco los saqueos y golferías de todo lo que rodea a Rajoy, incluyendo su propio nombre en algún papel apestoso, el sentido común dice que ninguna persona de bien debería sentarse donde llegue el hedor de tanta desvergüenza. Pero Fernández cree que el país necesita el entendimiento de los partidos moderados para las grandes cosas. Y no es que él no abomine de la corrupción, pero no cree que eso excluya del sistema a un partido. Él fue uno de los artífices del desgarro del PSOE para que no gobernara con un pacto de izquierdas, porque el izquierdismo sí te saca del sistema. La moderación tiene que ver con el trato que se tenga con los poderosos, no con la templanza, la honestidad y la ley.

La otra regla de la moderación es el lenguaje compasivo y comprometido para el recorte de derechos. El sistema es cada vez más insolidario porque los más poderosos no quieren contribuir con su parte. Los partidos mejor dispuestos para gestionar una sociedad desigual no nos dirán que nos quitarán la sanidad o los estudios de nuestros hijos. Al menos no los moderados. Los brutos y ramplones como Aznar sí lo dicen, porque parte de su mediocridad consiste en sentirse poderoso siendo inmisericorde. Pero los moderados dirán que quieren hacer «sostenibles» los servicios. La manera de mermar nuestros derechos es rebajar el nivel de aquello que se universaliza y hacer pagar niveles de atención pública que hoy consideramos derechos. Por ejemplo, se garantiza la educación para todos, pero sólo la obligatoria. A partir de ahí, empezamos a considerar la formación una excelencia que no tienen por qué pagarnos los demás. La Universidad, que en Alemania es casi regalada, aquí ya va al bolsillo de cada uno. En esos niveles Rivera quiere que haya «copago» (a la palabreja le sobra la primera sílaba). Y los másteres son ya abiertamente un lujo, algo como una casita en la playa nos decía Susana Díaz henchida de moderación. Se están vaciando las atribuciones profesionales de los grados. Hay una fuerte presión para reducirlos y que se acentúe su insuficiencia formativa. Se trasladan las atribuciones profesionales a los másteres y la presión es a que se traslade a ellos el peso de la formación superior. Y a la vez se nos dice que son un lujo que cada cual debe pagarse. La idea no es quitarnos los servicios, sino devaluar la parte de ellos a la que todo el mundo tiene acceso. La desigualdad se acentuará cuando no todo el mundo pueda acceder a los niveles mayores de formación o atención sanitaria. Todo esto se completa señalando como clase alta a la gente que gana tres mil euros al mes. Para el que gana seiscientos es fácil aceptar que eso es clase alta. A esa gente se le mantienen impuestos muy altos y después se le dirá que ellos tienen que pagar los servicios porque pueden. Ese es el vaciamiento de la clase media, la pérdida del bienestar y la cada vez mayor desprotección de la clase baja (la educación es sólo un ejemplo; los datos que deja Rajoy son devastadores). Lean con lupa el programa de C’s y las entrelíneas de la parte del PSOE que tiene frío lejos de Rajoy y se hiela en la izquierda. Que no nos cieguen las apariencias. Rivera es alguien y pactar con C’s es una toma de postura para muchas cosas. Sólo parece nadie como lo parecía Ulises. Con trampas y engaños.