lunes, 17 de septiembre de 2018

Día de Asturias inmatriculado

Hacía tiempo que ni escuchaba ni me acordaba de Joaquín Sabina y me acordé de él leyendo en la prensa llariega los fastos del 8 de septiembre, nuestro Día de Asturias. Me acordé de cuando Sabina cantaba que le habían robado el mes de abril, mientras yo pensaba que nos robaron el 8 de septiembre. La escena de lo que se supone que era la celebración de Asturias era toda para el arzobispo Sanz Montes y para la familia real, sobre todo para el primero, que era el que podía discursear. Nadie diría que aquí, además de arzobispo, hay un gobierno. Javier Fernández parecía más «mudu» que nunca dejando la escena completa de Asturias a la Iglesia y la Corona y haciendo de figurante. El papel de la Corona me pareció inadecuado (luego me explicaré), pero también fue casual. No siempre van a estar aquí el Día de Asturias. Pero el papel de la Iglesia sí es parte de la estructura de este Día. Se hizo coincidir el Día de Asturias con la festividad de Covadonga y la Iglesia acabó inmatriculando el Día y quedándoselo, como la Mezquita de Córdoba.
Es difícil que la fiesta de una comunidad, además de lo que tenga de festivo, no incorpore conductas públicas insustanciales y discursos llenos de vaciedades y tópicos. No me refiero a los rituales. Los rituales no tienen nada de malo, porque por su propia rigidez y por lo mecánicamente que se repiten, son puros símbolos, no conductas y frases manidas. Pero, con todo su ritual y todo su postureo dulzón y cargante, estas fechas tienen su utilidad. Son como una señal periódica que convoca a quienes compartimos algo relevante, en la que nos recordamos qué nos vino pasando últimamente, qué nos preocupa, qué nos alegra y en qué afanes andamos. El Día de Asturias, como el día de cualquier sitio, debe tener, entre fiestas y oropeles, ese contenido. Los asturianos, como cualquier otra comunidad, somos una asamblea demasiado grande para juntarnos un día al año a hablar de nuestras cosas. Son las autoridades que nos representan quienes tienen que hacer ese papel, sin especial carga política, pero con contenido sobre nuestro momento y nuestras perspectivas.
La presencia estructural y destacada de la jerarquía eclesiástica en el Día de Asturias, digámoslo una vez más, rechina en una sociedad democrática. El carácter laico o no confesional (me aburren los detalles que diferencian una cosa de la otra) del estado es una implicación de su condición democrática. La laicidad del estado quiere decir que los órganos legislativos hacen las leyes sin que haya un catecismo o una autoridad religiosa que les ponga condiciones de obligado cumplimiento. La confesionalidad, el que la doctrina de las autoridades religiosas sí imponga condiciones a lo que pueden decidir los cargos electos, es antidemocrática, como los creyentes saben y admiten. El enredo político-eclesial con el que nos deleitan cada 8 de septiembre en Asturias convierte el Día de la comunidad en un día de catequesis obligada para nuestros representantes, que tienen que ir a misa, y nos deja a los demás sin Día propiamente dicho. La Iglesia lo inmatriculó con la sonrisa del PSOE. Una mirada a la prensa es suficiente para ver que el patrón de ese día es el arzobispo. No es él el que va al Parlamento, por alguna tradición alcanforada que quedara por ahí, a aguantar los discursos de los cargos electos. Son nuestros representantes quienes van a misa a padecer su sermón. Este año además estaba por aquí el Rey. La imagen del Jefe del Estado inclinado (encima, como es tan alto, muy inclinado) para besar el anillo del arzobispo, mientras las autoridades electas estaban en un segundo plano con sonrisa de visita en domingo por la tarde, y la sonrisa del arzobispo, tan llena de plenitud como el pecho del Magistral cuando repasaba con el catalejo sus dominios de Vetusta, es una imagen que sólo deberíamos ver en blanco y negro en una foto con bordes sepia. Es una imagen de otro tiempo que no sirve para que el Día de Asturias se parezca en nada a Asturias.
El problema es además, digámoslo con claridad, que la Iglesia no sabe estar. Como los niños malcriados. Ni siquiera puede mantener la compostura cuando tradiciones o costumbres rancias mantienen su presencia en actos representativos. Cuando alguien se casa por lo civil, lo hace normalmente en el ayuntamiento y podría casarlos el alcalde, es decir, un político electo. El saber estar quiere decir que ese político debe comprender que su presencia en el acto es ritual y no puede emplear la tribuna que le brinda el protocolo para endilgar soflamas políticas. No sé si nuestra alcaldesa Moriyón oficia personalmente matrimonios (hace tiempo que no me caso y no estoy al día), pero nadie espera que se le ocurra hablar en el casamiento de la bondades del Foro y de su próxima candidatura a la Junta. Esto, que parece tan de sentido común, está fuera del decoro de la Iglesia. Donde la tradición o la costumbre le da presencia la cumple con el talante que despliega en todo lo demás: la avidez. Es realmente irritante que en plena democracia tengamos que aguantarle al arzobispo cada 8 de septiembre sus diatribas ultraconservadoras como si fuera algo natural. El año pasado vino el señor Blázquez a rugir contra el aborto, como riñendo delante de nuestras narices a nuestros representantes. Este año el ultra y oscurísimo señor Sanz Montes mantuvo el tema de Cataluña y la unidad nacional flotando y balbució bobadas de nuevas reconquistas, como si el tema del Día de Asturias tuviera que ser Cataluña y como si él fuera quien pone el tema del Día de Asturias. Y habló de ideas «de fuera» e ideologías «liberticidas» que hieren nuestra «naturaleza» como pueblo. Y se atrevió a mencionar a la enseñanza pública como enseñanza «intervenida», la pública, la única que tiene obligación legal de no adoctrinar. No sólo es la cuestión de principio. Es que la Iglesia actúa con la codicia de un ultra incapaz de estar y controlarse. Si no están de acuerdo con el aborto ni les gusta la enseñanza pública, que hagan como Moriyón y el resto de alcaldes cuando casan: que sepan estar. Y visto que no saben, que no estén.
La presencia del Rey y la familia real añadió empalago a la imagen del Día, lo vació más y lo hizo más ajeno a Asturias y su circunstancia. Y ahondó más en su anacronismo. Las referencias a la familia real, llenas de lugares comunes y de un cierto baboseo, no ayudan a que su imagen ponga un contrapunto de modernidad a la oscura presencia de la Iglesia. La última vez que oí a alguien dirigirse a una niña como Leonor vaciándola de cualquier resto de infancia normal fue en Juego de Tronos. No se trata de que la familia real no pueda aparecer en actos públicos e institucionales en Asturias y que Asturias no pueda ser una anfitriona amable con la Jefatura del Estado, allá cada uno. Es que parece de todo punto inadecuado que el Día de Asturias sea el día del recibimiento y agasajo a la Corona con el arzobispo de anfitrión. Y, ya que Asturias es escenario relevante de la simbología y propaganda de la Corona, no estaría de más que de vez en cuando el Rey mencionara, como guiño e impulso para que entren en la agenda política del Reino, algunos de los problemas de Asturias cuya mención no implica compromiso partidario: la pérdida de población y el aislamiento, por ejemplo. Es educado reiterar la belleza de nuestros paisajes y los refritos del mito de D. Pelayo, pero quizá la Corona pueda apretar un poco más en la situación asturiana, sólo hasta donde ni los partidos discrepan ni se rechina con el buen juicio y la observación de la evidencia.
Los símbolos son sólo símbolos, pero nuestra mente es simbólica y los símbolos afectan a nuestra conducta y a la mirada que proyectamos sobre las cosas. El Día de Asturias debe ser un día festivo en el que Asturias se reconozca, no un día en que a los asturianos nos sienten pare ver diapositivas de cosas que no tienen que ver nosotros y que además son poco edificantes. No sé cuántas décadas necesitará el PSOE para abandonar su pereza cobardona. 

Difícil de ver el lado oscuro es (la infección fascista)

A poco que nos descuidemos, cuando creemos estar diciendo bandera roja, estamos diciendo banderita tú eres roja. A medida que aumenta la desigualdad, que la gente está más desprotegida y que crece la indignación en las capas sociales bajas aumenta también la fuerza de la ultraderecha en todas partes. Trump no es una excentricidad. La lógica dicta que, si los de abajo pierden mucho y se enfadan, su tendencia debería ser a un izquierdismo en los límites del sistema o más allá. Pero los de abajo son los que curiosamente están inflamando a la extrema derecha, a las ideologías autoritarias menos susceptibles de dar protagonismo ni esperanza a los más débiles. El hecho es que la furia de quienes pierden sus condiciones de vida crea un ecosistema muy fértil para la extrema derecha. Hace poco Illueca, Monereo y Anguita, los tres de izquierdas, firmaron un artículo en el que respaldan como un avance valiente el llamado Decreto Dignidad del gobierno italiano. Otros articulistas, también de izquierdas, replicaron que estaban avalando con esa actitud a un gobierno explícitamente fascista. Es aleccionadora la discrepancia. Alguien se equivoca. O se equivocan los izquierdistas que defienden al fascismo sin darse cuenta de que es fascismo o se equivocan los izquierdistas que ven fascismo donde hay avance. La cuestión es cómo puede equivocarse alguien tanto. Cómo puede dudar la izquierda de si algo es fascismo o es izquierda. Ahí se esconde una lección que ya deberíamos saber y que hay que repetir. El fascismo incorpora un tono emocional y hasta expresiones que se parecen a la pulsión reivindicativa izquierdista de los de abajo y que enlaza bien con los miedos de la clase media. No es que el fascismo se parezca hasta cierto punto a la izquierda. No se parece en nada. Pero mimetiza parte de su carcasa expresiva y emocional y así pasa sin ser detectado por los anticuerpos de la decencia y se infiltra en el torrente sanguíneo de la furia de los desesperados o del miedo de los temerosos. Muchas moléculas hacen eso, imitar lo que no son para engañar y colarse en el organismo (creo que la molécula de la Viagra hace su trabajo suplantando a otra a la que se parece; siempre hay casos). Difícil de ver el lado oscuro es, decía el maestro Yoda. Viendo a la izquierda discutir dónde hay o no hay fascismo no se puede dudar de que así es.
Podemos atrevernos con dos certezas, una simple y otra más compleja y donde es más fácil que el fascismo nos mimetice y lo llevemos a cuestas sin saberlo. La certeza simple es que cuando un gobierno es fascista deja de ser todo lo demás. El gobierno italiano, aunque no en los hechos porque no puede, es en lo ideológico explícitamente fascista y, por tanto, enteramente fascista. Apoyar tal o cual medida que suena a izquierdista es meter la infección en el torrente sanguíneo. Si necesitamos un objeto grande y circular para algo, no nos sirve un coche. El hecho de que el coche tenga ruedas no hace que el coche sea redondo hasta cierto punto. Y ninguna medida parcial hace en parte izquierdista a un gobierno fascista, capaz de referirse a inmigrantes como carne humana. Si aislamos aspectos, en esa cirugía hasta Hitler tendría «sus cosas buenas».
La segunda certeza tiene que ver con la nación, la inmigración y las clases sociales. Hay izquierdistas que ven en la inmigración un juego sucio de las empresas para devaluar los salarios. Inyectar gente pobre que acepta salarios más bajos obliga a quienes están en el país a trabajar también por menos salario. En principio, la crítica va hacia la empresa, no hacia el inmigrante. Pero al inmigrante se le considera una herramienta para la devaluación salarial, lo que lleva a la necesidad de frenar la inmigración. Otros izquierdistas ven en esto un nacionalismo excluyente y quieren poner el foco en las clases sociales, no en la nación. El pulso no sería entre nacionales e inmigrantes, sino entre los de abajo y los de arriba. Cualquier ruta argumentativa que nos lleve a la necesidad de contención de inmigrantes es sospechosa. Pero cualquier versión de internacionalismo apátrida de lucha entre los de abajo y el capital en el ancho mundo tiene muchas posibilidades de ser campanas de gloria.
Decía Foster Wallace que un error habitual de la izquierda era dejar el monopolio del egoísmo a la derecha. Si, por ejemplo, todo el discurso sobre la inmigración es altruista y compasivo, si no hay más que solidaridad con quienes huyen de horrores y desgracias, cualquier demagogo nos dibujará como blandengues buenistas incapaces de llegar a lo importante, a qué hay de lo mío. No sé cuánta razón puede tener Wallace, pero sí me parece un error sacar a la nación del razonamiento. La emoción tribal o nacional está en nosotros y hay que domarla como a una bestia con tendencia a desbocarse, pero no hay que ignorarla. Una persona que trabaje en España ocho horas y no gane suficiente para vivir independiente tiene que pensar que está siendo víctima de una injusticia. Esa percepción, explícita o implícitamente, tiene que ver con la riqueza que atribuye a su país. Digamos que para que en un país con el nivel económico de España se trabaje por un salario de pobreza, tiene que haber mucha desigualdad, tiene que haber gente que se esté quedando con demasiada parte de la riqueza nacional. Ese ente llamado España es la primera (no única) referencia de igualdad o desigualdad aceptable o inaceptable. No importa si la persona de la que hablo es de Albacete, de Ecuador o de algún país africano. La referencia de la riqueza de España es la referencia para quien trabaje en España, nacional o inmigrante. Si los trabajadores ven que su salario cae, no deben mirar a los inmigrantes que están como él o peor. Deben mirar hacia arriba y reivindicar una participación justa en la riqueza del país. En este razonamiento no se separa al inmigrante del nacional, pero hay una referencia a la nación y su riqueza (y derechos) y a la participación que debe tener en ella quien esté en esa nación. Cuando una cirujana o una camarera piensa en el salario que debería ganar, no lo piensa en relación con las posibilidades de Somalia ni de la clase obrera o media planetaria, sino con relación al nivel económico de su país. Sacar el país (nación, tribu o lo que se quiera) del análisis es ante todo inútil, porque la emoción nacional es un hecho y sólo se puede encauzar civilizadamente no ignorándola. Sería dejar el monopolio del egoísmo y del interés propio a la derecha, como quizá quería decir Wallace. A partir de aquí se puede desmontar la patraña de la amenaza de los inmigrantes. La amenaza para las clases bajas y las medias es la desigualdad, la desregulación y la cada menor participación de las clases altas en la financiación del estado. La inmigración no altera el equilibrio de gastos e ingresos. Y a partir de aquí se puede hablar de justicia internacional en la relación de países ricos y pobres. Pero la referencia del individuo al estado no debe desaparecer diluida en una referencia exclusiva de clase social. No es realista y es dejar a la derecha el campo del interés nacional, tan rico en nutrientes emocionales de miedos y exclusiones.
Siempre hay una manera fascista de hablar de la nación que mimetiza cualquier otra referencia que hagamos de ella, por lo que la infección fascista es siempre un riesgo de cualquier análisis que incluya a la nación. Pero debe observarse que tomar al país como la primera referencia de igualdades y desigualdades de quienes están en ese país (cualquiera que sea su procedencia) hace que hablemos de reparto de cargas y de obligaciones de las clases altas, no que hablemos de lo que la extrema derecha quiere: de los inmigrantes y su impacto en mi salario. Ni sirve para nada una propuesta internacionalista apátrida ni hay forma de introducir la nación sin riesgo de infecciones. El artículo de Illueca, Monereo y Anguita demuestra lo bien que la molécula fascista mimetiza las moléculas civilizadas y lo difícil que es ver el lado oscuro. Aunque en España todavía es un poco pronto, agucemos los sentidos, que Casado y Rivera ya quieren pillar cacho en este río revuelto.

Incorrección política y esnobismo progre

Podemos empezar por lo aparente. Lo aparente es que todo esto que llamamos corrección política es cargante. No lo llamo aparente para decir que es una falsedad con aspecto de verdad. Lo llamo aparente porque lo que tenga de verdad es irrelevante. Y los grandes edificios teóricos montados sobre verdades de poca monta suelen ser sofismas interesados. Así que empecemos por lo aparente. La corrección política es cargante porque es una actitud urbana de clases medias con un compromiso muy débil con las causas a las que se dirige, por lo que tiene más de condescendiente que de solidaria. Casi siempre lo que se señala como incorrección política se refiere a grupos humanos con algún tipo de marginación o estereotipo negativo. La conducta políticamente correcta hace sentir a quien la mantiene que así se sensibiliza y hasta lucha por la causa que sea. Pero a coste cero. La corrección se consigue con apenas unos cuantos giros lingüísticos y algunas actitudes que no implican renuncias ni riesgos. Si echamos un vistazo al Parlamento y a personajes públicos, seguro que todos podemos diferenciar entre quienes están en lucha genuina de quienes sólo se columpian en los palos de la corrección política.
Es también cargante por la sensación de que el sujeto políticamente correcto lo es más para describirse a sí mismo y posturear la propia imagen que para incidir en la situación injusta que se denuncia. Relacionado con esto, y también la hace cargante, las pautas de la corrección política parecen seguirse más para sentirse parte de determinados círculos y engrasar esa sutil maquinaria de la aceptación y la complicidad que por ninguna preocupación social realmente sentida. Es decir, y aunque ya casi nadie use el anglicismo, la corrección política es una conducta esnob, una reproducción sobreactuada de las maneras del grupo social con el que queremos ser asociados. Pero resulta sobre todo cargante por su vocación normativa. La corrección política es cosa de progresistas y no hay nada más progresista que interiorizar niveles de pureza y coherencia ideológica y convencerse de estar siempre en el lado «difícil» y auténtico. Lo políticamente correcto es más cargante que lo meramente progre porque tiene ese punto que antes sólo tenían los curas más plastas de asociar conductas mínimas con grandes principios, así sean pecados o virtudes. Algunos hipercorrectos se duchan limitando el gasto del agua, se afeitan cuidando no usar marcas que hayan deslocalizado empresas, echan leche ecológica al café y toman magdalenas de comercio justo y se van a trabajar convencidos de estar en la brecha de la sostenibilidad del planeta y plantando cara a las multinacionales. E inversamente te puede caer una descalificación gruesa por cómo te duches o por tu marca de magdalenas.
Aparentemente todo esto es muy cargante. Como dije antes, es cosa de apariencia no porque sea falso lo que acabo de decir, sino porque es irrelevante. Y lo es por dos motivos. Uno por su obviedad. No hay causa ni ideología que no dé lugar a tribus y conductas tribales de baratillo y eso no hace banal que haya causas e ideologías. Se puede uno cebar con el feminismo superficial o con los ecologistas que agotan su repertorio en desmayarse ante un eucalipto. Pero si cogemos al PSOE con todos sus aledaños de boquitas hambrientas piando, a los abanderados de la unidad de España y la igualdad de los españoles que sólo pronuncian la palabra España contra españoles y sólo pronuncian la palabra igualdad contra los independentistas, a los comunistas que creen llevar en su mochila y su biografía más material del que se guarda en el baúl de Pessoa, a los católicos con su morralla de agravios circenses, o a cualquier otro grupo ideológico, podemos hacer los escarnios que queramos. Toda causa genera esnobismo vacuo, es una obviedad sin valor insistir en que las causas que se agrupan en la corrección política también lo hacen. Y hay un segundo motivo por el que es irrelevante el esnobismo ideológico y es que no quita ni un ápice de profundidad al tema al que se dirigen. La verdad sobre la cuestión de género es que, si voy a ver a un importante cuarteto de jazz, y a pesar de que muchas mujeres estudian música, la probabilidad de que sean cuatro varones es altísima; la verdad es que hay docenas de cadáveres de mujeres cada año que mueren por ser mujeres; y la verdad es que las mujeres ganan mucho menos dinero que los hombres. Que también sea cierto que hay feminismo esnob y poses cargantes es una nimiedad de poca monta.
Jim Goad tiene un excitante ensayo en el que arremete con lucidez contra el progrerío urbano, por su adhesión superficial a causas facilonas de justicia racial y similares. Dice ser de familia redneck, el núcleo de la basura blanca. La basura blanca es, dice, el único grupo humano al que se puede denigrar y del que se puede uno mofar sin ser políticamente incorrectos. En las películas se muestra a los paletos blancos con su fusil, homófobos, xenófobos, brutos y vulgares, aptos para argumentos de violencia o de burla. Son blancos pobres desde lo más alto de su árbol genealógico y, además de vivir cada vez peor, reciben lecciones, desprecios y mofas de todo el mundo. Goad se ensaña con la izquierda urbana por no entender que la diferencia de pobres y ricos es la más profunda de las diferencias y ridiculiza sus pruritos de corrección y respeto a tal o cual grupo humano, mientras cree hacer crítica social denigrando a la basura blanca, cuya fealdad es efecto de la marginalidad igual que la miseria moral de barriadas negras machacadas. Lo curioso es que Goad, haciendo sangre de la corrección política, muestra en carne viva un ejemplo de por qué la corrección política tiene su utilidad con todas sus rebabas cargantes. Justamente él brama por la falta de respeto y sensibilidad y por el estereotipo de un grupo humano desposeído. En realidad él quiere algo de corrección política en la mirada a esa basura blanca que es pobre y que encima tienen que ser los palurdos de Thelma y Louise, los siniestros de Perros de Paja, los bobos de Tres anuncios en las afueraso los hillbillieslelos y perezosos de las montañas (mi generación se crio con aquellos osos montañeses que hablaban lento y bobo, ooyeee aapáa). Lo sepa o no, Goad prefiere aguantar postureos de universitarios esnobs que ver en la tele cómo lo insultan cada día.
Por lo cargante que es y por lo normativa y plasta que es la corrección política, el que la transgrede parece audaz, contracorriente y fresco. Es un alivio esa prosa que se deja de mariconadas. Jim Goad transgrede la corrección y provoca porque tiene una causa. Cuando Casado es incorrecto en temas de inmigración o franquismo, le ocurre lo mismo. Siempre se provoca con una causa. La incorrección de Bodegas también la tiene. La transgresión de tanta corrección cargante alivia, desde luego. Pero es bueno negociar con ese alivio interior y no dejar de indagar a qué causa sirve para que no ocurra que, dejándonos masajear por el alivio de tanta chorrada políticamente correcta, acabemos en trincheras con malos contrabandos. No hay valentía ni audacia en decir groserías de mujeres, gitanos o inmigrantes. Hay alivio de tanta corrección cargante. Cuando se sufre de verdad, cuando se es pobre sin trabajo o se trabaja y se sigue siendo pobre ante un jefe y unas leyes inmisericordes, la furia se puede volver sobre los devaneos de los progresistas urbanos enredados en problemas comparativamente más nimios. El populismo de extrema derecha, o de derecha «sin complejos», a veces consigue aprovechar ese desahogo de llamar a las cosas por su nombre y decir las verdades «incómodas» con que tanto «rebelde» adorna sus groserías (sea monologuista del tres al cuarto, politicastro o académico, da igual) y canaliza esa legítima y necesaria furia de los desposeídos contra el izquierdismo, contra el sistema y contra sí mismos. Diecinueve años después de publicar su Manifiesto redneck, Jim Goad votó a Trump. Y no porque cambiara ni porque sea facha.