Tramposa.
La costa de Motril – Adra – El Ejido, en Almería, es una rubia afectada y tramposa. No sé por qué, en nuestro espacio se considera que las mujeres muy llamativas son, por defecto, rubias. Si se quiere decir que una mujer tiene un físico atractivo canónico, se juntan siempre los adjetivos rubia y despampanante. Por eso, en este espacio nuestro, una rubia que se arregle mucho, al primer golpe de vista o cuando va viniendo pero todavía no podemos verla con claridad, tiene el aire de una mujer despampanante. A veces lo es. Pero otras veces, cuando la miramos más tiempo o la vemos de cerca, es tramposa: curvas mal delineadas, sin ser abiertamente desdichadas, carne poco cuidada, rostro vulgar. Sólo era rubia. El primer golpe de vista de la costa impacta a un norteño: a la derecha si vas en dirección este, mar y playa de arena oscura; a la izquierda y por todas partes, paisaje de piedra desolado, como lunar, blanco y liso, como un océano paralelo que fuera un eco helado y quieto de la mar océana. Hasta que miras bien. Son mares de plástico. Invernaderos de frutas y hortalizas insípidas que se comen las playas y se adentran hasta los edificios. Voracidad. En cada palmo un plástico incubando maduraciones rápidas y descuidadas. A una distancia debida, cada pueblo parece un roto en un plástico inmenso y único. Una rubia de rostro vulgar. Hay que mirar más adentro, al norte y levante, donde desaparecen los plásticos y se empiezan a sentir el aire del desierto de Tabernas, para que Almería pueda quitarte el aliento. O al norte y poniente, en la Alpujarra, de repente en medio del verde y el agua, para preguntarse dónde se fueron todos. Pero eso es otra historia. La entrada en Adra y El Ejido fue entrañable por otros motivos. No me molestó la rubia vulgar, que su suelo liso y lunar sean en realidad hectáreas de plástico avaricioso. Esta vez había ido a otra cosa.
La pereza del tiempo.
Todos los sonidos del agua regalan al oído. De la misma manera, todas las formas de indolencia del tiempo son bellas. Es bello cuando en su abandono ablanda los relojes y los hace colgar de las ramas, como deshaciéndose, en la imaginación de Dalí. Es bello también cuando, pasados los treinta, se hace perezoso en una mujer hermosa, se pierde entre sus formas, holgazanea en su piel, no hace su trabajo y deja que los años no deslustren sino destilen su estampa en una presencia que te atrapa. En Estambul el tiempo es largo. Allí pasó todo lo que pasó en alguna parte. Pero el tiempo es indolente. Ninguna etapa acabó de suceder claramente a su predecesora. Cada nuevo tiempo se asienta sobre el anterior con desidia, dejando las cosas a medio hacer. El furor musulmán barrió al cristianismo con desgana, lo zarandeó, dejó que se agitara por el aire, que hiciera círculos y remolinos desordenados y que se esparciera por la ciudad por aquí y por allá, que las genuflexiones ensimismadas del islam estén a pocos metros de pantocrátores policromados. Como antes había hecho Bizancio y como ahora hacen los aires de occidente con el milenio otomano. Todavía en Santa Sofía se respira más la iglesia que fue que la mezquita que fue después. Por eso el tiempo aquí se siente denso y mezclado, como sus dulces insólitos de sabor indesciptible. Se vive la profundidad del tiempo y las cicatrices de la historia. Es tierra muchas veces mestiza y todo te recuerda a algún pariente. Y es densa, matizada, sin vacíos. La comida siempre tiene fantasmas. Comes cordero, pero hay algo más que cordero, algo aromático incorpóreo y mezclado. La lejanía del tiempo conduce al mito. En todo pasado remoto bulle más la bruma y diretes populares que los hechos ciertos. Como en su comida, en Estambul, así sea entre tranvías, restaurantes, cruceros o tiendas de moda, bullen fantasmas transeúntes, el aire siempre mece el eco de alguna historia de alfombras mágicas, de aladinos o de alí babás. Por el ojo de aguja del Cuerno de Oro, Turquía quiere deslizar su inmensidad hacia una Unión Europea en la que no cabe. Será largo. Muchos creen que antes entrarán los ricos en el reino de los cielos.