sábado, 20 de febrero de 2010




Amores y especias.



El título es bonito, no importa cuántas veces el versículo en el que se inspira rebote de unas páginas a otras. En Grand National Station me senté y lloré. Pero … no me gustó. A las imágenes poéticas les pasa como a las agujas o los clavos. Si te sientas en uno que esté bien sujeto al asiento, notarás su pinchazo nítido. Pero si te dejas caer desde un alto y en el vacío te sientas sobre uno que también cae libremente el contacto no hará ningún efecto, caeréis juntos sin afectaros. Puede que Virginia Woolf tuviera parte de razón en aquello de que no hay más literatura que la poesía y que no hay narración ni texto que sea literario si no contiene algún asomo poético. Pero en una narración las imágenes, como las agujas, necesitan un suelo firme, una trama de hechos, sitios y personajes en que asentarse y desde los que pincharnos. Tiene que haber frases con buen lenguaje y sentido recto para que la poesía asome de vez en cuando y sacuda ese punto del que brota el pensamiento y la emoción, que deje una secuela en nuestra memoria hasta la próxima metáfora o asociación inesperada y que entre todas cubran con un velo tenue la sucesión de acontecimientos, les borren las orillas y así entremos y salgamos de nuestro mundo como si volviéramos de un viaje insospechado. Y en una narración, tiene que ser sobre suelo firme. Elisabeth Smart consigue líneas bellas cada cierto tiempo, pero lo que hay entre ellas son más y más imágenes, no encontramos donde asentar esos ojos que se adelantan o ese Pacífico que alcanza en espasmos azules todos los superlativos para que nos excite o nos hiera. Los prontos de belleza asoman a duras penas entre tanta imagen del montón, como si ahogásemos entre dos vulgares escenas porno la sensualidad de Gilda quitándose aquel inolvidable guante largo. La trama es tan débil que, aunque se despliegan recursos poéticos de alto nivel, no encontré suelo y no paré de dar volantines entre sus páginas hasta acabar mareado.

Y es que tampoco el amor, el amor a chorros, es suficiente en literatura. Ni en la vida. El amor es más una especia que un ingrediente. Hace de la malicia sexual un homenaje, de una rutina la coronación de una aventura, de la amistad una pareja única en la especie, de la compañía una soledad acariciada o de la diversión un presente eterno y arrebatado. Y hace que la literatura nos deje hilos finos de vidrio frío en el pecho. El amor como ingrediente está sobrevalorado. Sin malicia sexual, sin rutinas entrañables, sin amistad, sin compañía o sin diversión sigue siendo amor y no será capaz de colorear la grisura. Y derrochado a raudales en una narración donde lo literario falla tampoco suple a esa belleza que no llega. El amor son momentos. Lo bastante poderosos para alimentar historias o desencadenar acontecimientos torrenciales. Pero esta historia, sin más que amor y sin otro acontecimiento que el querer, se rompe, pero no como se rompen las historias horadadas por el absurdo o la ambigüedad. Se rompe como se rompen los tejidos muy usados cuando se les tensa.

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