[«Yo... he visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán... en el tiempo... como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir».
Con Dalia Álvarez Molina se fueron bellezas y memorias que no se creerían. Creo que la palabra que más me repitió su padre cuando nos saludábamos fue «siempre». Querida amiga. Es hora de seguir.]
Los alemanes discuten sobre si extraditar o no a Puigdemont. Las banderas del ejército están a media asta por un fanatismo religioso tan inconstitucional como la proclamación de la República Catalana. Cuatro ministros cantan con la legión «Soy el novio de la muerte», haciendo un ridículo comparable al de un ex-presidente catalán que anduviera por el mundo dando lecciones de derechos humanos. Nuestro presidente autonómico llena su agenda para no coincidir con «su» líder Pedro Sánchez y así recordarnos, además de que él está prácticamente de okupa en la presidencia llariega, que el PSOE está roto y que con él está rota la política nacional. El país es lo que está a media asta.
La situación de Cataluña sigue bombeando impurezas. El PP sigue sin política y los nacionalistas siguen sin ley. El gobierno que habla en nombre de la ley es una banda que aúna delitos continuados con injerencias constantes en el sistema judicial. Y los nacionalistas que hablan en nombre de la política dan muestras diarias de un sectarismo sin precedentes, de sustitución de las instituciones por situaciones de hecho proclamadas a la brava y de marrullerías que pomposamente quieren hacer pasar por estrategias políticas.
El discurso del Gobierno gira siempre en torno al imperio de la ley. Y ahí se juntan todas las mezquindades que caben en política. Hay falsedad: el Ministro de Justicia anduvo removiendo la Fiscalía General del Estado para poner al frente de Anticorrupción a un cómplice de la banda; el partido que gobierna rompió ordenadores que le requería el juez; preside el Gobierno alguien que cobró dinero robado; tiene un Ministerio de Interior implicado en espionaje político y en corruptelas de viviendas; practican un clientelismo asfixiante en el sistema judicial. Hay abuso: no se trata de si los nacionalistas están quebrando la ley; es que se les están aplicando leyes previstas para alzamientos militares armados, se les está atribuyendo riesgo de fuga a unos por el hecho de que otros se fugaran y se están llevando al disparate y a la caza de brujas las conductas que se pueden entender como de colaboración con el delito (si los mossos que escoltaban a Puigdemont son encubridores, ¿qué es la jerarquía eclesiástica que oculta crímenes de pederastia y se limita a trasladar a otro sitio a los sacerdotes culpables?). Hay demagogia y manipulación: como en otros temas, no se trata de si ciertas conductas son de mal gusto, inaceptables, sectarias o miserables; se trata de si deben ser legales o no, y en una sociedad civilizada ser un mezquino, ser sucio, malhablado, mala persona o torticero no es estar fuera de la ley; el Gobierno pretende que cualquier perturbación sea una quiebra de la ley; en las tribunas catalanas se oyen y se leen cosas desnortadas y hasta odiosas pero que no pueden ser ilegales en ningún país normal. Hay irresponsabilidad: el Gobierno maneja la cuestión catalana considerando los beneficios que puede sacar de las emociones negativas que irradie el problema al resto de España; y así crispada, como nos ocurriría a todos individualmente, España es menos de lo que es. Un compendio de miserias políticas.
Si es una ofensa al sentido común pretender que el problema de Cataluña es el imperio de la ley, no menos grotesco es que los nacionalistas crean que no hay ley ni jueces ni más justicia que la que emana de su ardor patrio. Se oyen disparates como que es más importante la gente que la ley (el tipo de frases masticadas que Guardiola repite simulando pensamiento) o que los derechos políticos de los electos van por delante de la ley. Cuánto estorba la ley a los que tuvieron la revelación de alguna unidad de destino en lo universal. Aún recuerdo cuando Arzallus decía que el País Vasco era parte de España porque lo decía la ley, es decir, por la fuerza de las armas. Y cuánto estorba a quienes roban sin escrúpulo. Roger Torrent debería recordar que esa matraca suya de que tiene que defender los derechos políticos de los parlamentarios ya la oímos con más grosería y menos circunspección, pero con el mismo contenido, en Valencia. Cada vez que ganaba el PP, desde Rita Barberá hasta Carlos Fabra nos decían que el pueblo había decretado su inocencia. Los nacionalistas que reclaman al ancho mundo más política y menos ley son ellos mismos un pésimo testimonio de lo que reclaman. Sólo puede producir tristeza y preocupación ese ensimismamiento por el que se creen con derecho a ignorar de manera tan tajante a la mitad del parlamento que representa a la mitad de Cataluña.
La foto fija de España es deplorable. El independentismo catalán, por la desmesura del Gobierno, es ya un problema instalado en la política internacional. Que estén en la cárcel todos los líderes independentistas es una tragedia. Y la ley no obliga a esto. Ni mucho menos. Felipe VI, después de los desmanes de Juan Carlos I, parece empeñado en demostrar la inutilidad de la Corona. Un Jefe de Estado no elegido y vitalicio tiene que tener necesariamente limitadas sus opciones de expresión e intervención en las confrontaciones políticas. Pero el valor simbólico que se atribuye a una figura así le confiere una gran capacidad para normalizar situaciones y crear espacios de encuentros. Por ejemplo, quién mejor que el Rey para recibir a representantes LGBT y proyectar al país la normalidad de lo que es normal (aunque truenen las tripas bajas del obispado). Y quién mejor que el Rey para convocar a quienes irresponsablemente se niegan a hablar sobre Cataluña. Cómo hubieran podido en su día negarse a acudir a la llamada real Rajoy, Puigdemont y quien procediese. En lugar de eso, inicia su reinado al lado del extremista señor Rouco Varela para que suelte su veneno a los cuatro vientos. Y el 4 de octubre ante la situación catalana sólo supo añadir crispación. Y además quedarse sin balas. Después de aquello, ¿qué intervención cabe ya de la Corona en este asunto? Si ahora se repite el desafío bravucón independentista, ¿qué mensaje le queda al Rey? Repetir lo mismo sería ridículo. Suavizar parecería debilidad. Y dar un paso más … sería el estado de excepción. Sólo puede hacer una cosa: nada. Como dije, mostrar la inutilidad de la institución que encarna.
El error del Rey no es exclusivo de él. Nadie en la vida pública parece entender que los representantes tienen más valor por lo que precisamente representan que por lo que son en sí. Es poco importante la estupidez de Puigdemont o el extravío de Junqueras. Lo importante es que están ahí porque media Cataluña quiere la independencia. Ni se puede caricaturizar al votante del PP, ni ignorar la indignación que está detrás del apoyo a Podemos, ni tratar a media Cataluña como gente montuna y sin derechos. El político que no soporte a Puigdemont o a Arrimadas o le repugne el careto de Pablo Iglesias simplemente que se vaya de la política y deje sitio a alguien capacitado. La cuestión catalana es ya difícil de reconducir y el daño de imagen y convivencia es irreparable. El ascenso anunciado de C’s es preocupante. No por lo que sea este partido, que es un partido de derechas como cualquier otro. Lo preocupante es que los sentimientos negativos y frentistas sobre Cataluña hayan afincado de tal manera, que a ellos se reduzca el momento político. Un beneficio colateral impagable de las movilizaciones feminista y de pensionistas es el de dirigir la mirada pública hacia la realidad y distraernos de los demonios emocionales. Falta hace. Cuando se hacen visibles los retales que quedan de Alfonso Guerra o Ibarra es que el nivel de las aguas del buen juicio bajó mucho.
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