Es lo que pasa con las tradiciones y los símbolos. En las tradiciones todo es inútil y sin más razón que haberlo hecho siempre. Y los objetos simbólicos son falsificaciones que se limitan a representar algo. No decimos que sea una tradición calzarse para salir a la calle, porque eso es algo útil y sabemos por qué lo hacemos. Decimos que es tradición comer turrón sólo en Navidad o comer uvas con las últimas campanadas. Y lo decimos porque no sabemos por qué no comemos turrón en marzo ni vemos utilidad en atragantar las campanadas con uvas. Lo de lo símbolos es la falsificación. Cuando queremos comer una manzana, hundimos nuestros dientes en ella y arrancamos un mordisco para masticarlo. Si sólo queremos mostrar a un niño pequeño reticente que la manzana está rica y hay que comerla, el mordisco se hace símbolo, es decir se hace de mentira, no mordemos la manzana de verdad, sino que incitamos al niño a comerla sólo con la pantomima de un falso mordisco. Siendo el discurso navideño del Rey una tradición que él protagoniza como símbolo del país, no se puede evitar que en tal discurso se unan la inutilidad de las tradiciones con la impostura de los símbolos. A la fuerza el discurso tiene que ser una hinchazón huera, como esas gambas a la gabardina que ponen a veces de pincho en las que apenas notamos un diente de gamba bajo la interminable gabardina chiclosa y aceitosa. Volveremos al discurso enseguida.
No se me interprete mal. Las tradiciones son necesarias. Las áreas cerebrales que procesan lo que hacen otras áreas nos confieren conciencia y necesitamos esa conciencia para desarrollar las conductas de autoprotección que nos permiten sobrevivir. De la misma manera, las tradiciones son parte de la simbología que nos da esa conciencia de grupo que nos hace colectivamente eficaces. Es bueno que haya cosas como las Navidades y es bueno que sean cíclicas. Sin ese tipo de cosas el tiempo no tendría forma y nuestra memoria se extraviaría como un agorafóbico en una explanada. Y además el turrón sabe bien. Sin símbolos, desde luego, no habría tradiciones, ni prensa, ni gente. Las Navidades, ya se dijo muchas veces, es una tradición que llega siempre con mucho desecho, como un trozo pequeño de gamba con demasiada gabardina de baja calidad. Es uno de esos casos en que tendemos a hacernos predecibles, como cuando somos turistas y todos los del lugar saben lo que vamos a ver, la comida que buscamos y la camiseta que queremos comprar. En esas situaciones solemos ser un poco más simplones y horteras de lo normal. Pero también es verdad que la Navidad, con el componente de fin de año, remansa el tiempo, lo revuelve con suavidad, atenúa la trascendencia de las cosas y agolpa recuerdos y personas en desorden. Cada uno vive ese burbujeo según su balance de alergias y apetencias.
Como todos los años, volvemos a tener la cantinela de los grupos conservadores que quieren hacer de las tradiciones un coágulo que marque los límites de la nación. Ellos resecan la tradición hasta reducirla a Belenes, rituales santurrones y misas de Gallo, llenan de banderas rojigualdas los espacios correspondientes y así marcan la frontera de España. Nos vamos acercando al discurso del Rey, pero todavía no llegamos. Estos grupos que ven en cada variación de las tradiciones navideñas a un patria desdibujada y en peligro son los mismos que cuando se habla de derechos y protección social no quieren ataduras con el pasado y predican «reformas» que siempre consisten en desigualdad y privilegios. Las derechas encontraron una percha civilizada en la que colgar fraudulentamente su intolerancia: la Constitución. Nos seguimos acercando al discurso del Rey. La Constitución es el límite de la nación frente a los nacionalistas y las izquierdas y el balancín en el que columpian al PSOE dentro o fuera, según les convenga. Lo notable de este discurso tramposo es que la Constitución es el argumento con el que reclaman la exclusiva de españolidad y a la vez no dejan de asumir contenidos preconstitucionales, es decir, franquistas. Colocan la madre de todas las batallas en su frente ficticio y por el otro lado entra Vox como Pedro por su casa besando la tumba de Franco. Con la Constitución pretenden legitimidad para volver a principios preconstitucionales.
Es lógico que el Rey, y ya estamos en ello, afirme la unidad de España que proclama la Constitución. Qué otra cosa va a decir. Pero la Constitución expresa con igual claridad la obligación de pagar impuestos según la renta de cada uno y el derecho de todos a servicios igualitarios y protección social. El derecho a una pensión pública de la que se pueda vivir es explícito y no se deduce de ninguna alambicada ingeniería hermenéutica como la que se requiere para pretender que los conciertos educativos sean una obligación constitucional. La constitución ampara el estado de bienestar con la misma claridad que la unidad territorial. Nunca oí asomar en los discursos navideños del Rey mención alguna a la evasión fiscal ni a la ingeniería por la que los ricos cada vez pagan menos. Nunca lo vi severo con el activismo que conspira contra el estado de bienestar, como cuando Aznar decretó que ya no vale. Todo lo que dijo el Rey sobre esa desigualdad creciente que rechina en los goznes de la Constitución es que la Reina, la Princesa, la Infanta y él mismo desean de corazón a quienes viven el drama de la escasez que pronto dejen atrás sus problemas. El artículo 13, sobre los derechos de los extranjeros, es muy breve y se lee en un momento. Salvo ser elegidos Presidente o cosas así, la Constitución dice que tienen todos los derechos de los españoles. Qué raro que el Jefe del Estado no tenga una palabra para esta cuestión, con tanto embuste que se propala para incumplir este aspecto de la Constitución.
Y alguien le dijo que tenía que referirse a los jóvenes. Cada palabra que pronunció fue un ladrillo entre él y el mundo. En esencia les dijo dos cosas sobre «sus problemas». Una es que miren la Constitución y el esfuerzo de entendimiento que tiene detrás. Los jóvenes deberían repasar vídeos de la transición para darse chutes de concordia y los puestos de trabajo saldrán a borbotones, según parece. La otra es que ellos están preparados, que tienen fuerza, que son solidarios y modernos y que podrán, que ya verán cómo pueden. Me recordaba a Lone Watie, el indio de El fuera de la ley, cuando le contaba a Josie Wells la vez que los recibió el Presidente y pudieron decirle que su pueblo se moría poco a poco. El Presidente les dio la mano y les dijo que procuraran perseverar. La prensa tituló: «Los indios juran que procurarán perseverar». En España la formación sirve de muy poco si no eres de clase alta (hay datos al respecto), los jóvenes no tienen vida independiente ni siquiera trabajando y muchos de ellos, cada vez más, sencillamente ya no podrán cotizar lo suficiente para tener esa pensión que consagra la Constitución (esto con las leyes actuales; todo indica que cambiarán a peor). El Jefe del Estado, con la Constitución en la mano y un conocimiento de la realidad del que carece, debe mostrar más compromiso. Es una forma piadosa de decirlo. En realidad está claro cuál y con quiénes es su compromiso.
Como dije al principio, el discurso es una tradición y él es un símbolo. Juntando lo inútil y lo ficticio no podemos esperar milagros. Pero al menos puede representar el máximo común divisor y una de dos: o nos dice con franqueza qué partes de la Constitución van en serio y cuáles no o la Jefatura del Estado expresa la preocupación que corresponde a su cargo con todas las quiebras y amenazas al modelo constitucional. Si quiere ser símbolo del país y quiere que los demás símbolos lo sean también, que simbolice al país y sus leyes. Que se deje ver con inmigrantes, que reciba y escuche a organizaciones feministas y que ponga la bandera nacional en esos frentes, para que no esté sólo en cutreces de ultraderecha. A lo mejor es que sólo el Presidente de una República puede ser ese símbolo.
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