Es una paradoja que la repetición de las cosas sea lo que nos da impulso de cambio y renovación. Se suele bromear con que enero es un mes de propósitos, de dejar de fumar, de aprender inglés o de adelgazar. A pequeña escala nos ocurre siempre. Cuando nos distraemos oyendo una conferencia, cada cambio de apartado del conferenciante es un pequeño año nuevo con el que hacemos propósito de poner atención en lo que falta. Nuestro ánimo agradece los segmentos repetidos para tener la sensación de poder corregir el rumbo y renovarse. Los años son segmentos muy notables y este año viene subrayado por un cambio de gobierno que suena de verdad a un cambio de gobierno, al menos en lo único que pudo hacer un gobierno no constituido: en la retórica. Y suena a cambio por la reacción de la reacción, arrebatada y atrabiliaria como si efectivamente temieran cambios.
La música del acuerdo entre PSOE y Podemos es familiar. Quieren subir los impuestos a los ricos, que la competitividad de las empresas no se base en la rapacería, que los trabajadores recuperen derechos y que se suba el salario mínimo. Pretenden que los católicos no tengan el derecho de imponer a los demás una asignatura parásita de castigo mientras ellos hacen su catequesis en las aulas. Parecen entender que la contaminación sí mata y que desde luego las decenas de mujeres asesinadas cada año sí están, efectivamente, muertas. Quieren quitar los plazos judiciales inventados por Rajoy para que no hubiera tiempo de investigar los delitos de corrupción. Y más cosas de ese tipo. Es una música que nos suena, pero no de Venezuela ni de la guerra civil. Nos suena de Europa y de tiempos en los que se había aceptado que, para que los ricos fueran ricos y vivieran en paz, el aire debía ser respirable para todos, la salud fuera universal, la igualdad de oportunidades un derecho y la vejez con salario digno un hecho cierto. A lo que se dice en el acuerdo de PSOE y UP no se le llamó nunca revolución bolivariana ni revolución a secas, sino estado de bienestar. No es un experimento ni una audacia. Es algo bien conocido y hasta trillado.
Siguiendo con cosas trilladas, oímos estos días los truenos habituales de la derecha, los de siempre, los que resuenan en la historia de España y se mantienen por encima de repúblicas, dictaduras y monarquías. La patria está en peligro, los gobernantes elegidos son traidores, que alguien haga algo. Empecemos por el punto más crítico y más manipulado, el acuerdo con Esquerra y la cuestión catalana. El escrito que sustancia ese acuerdo expresa dos hechos que deberían sentirse como obviedades. El primero es que en el acuerdo no hay una negación taxativa de los propósitos de ninguna de las dos partes. Sánchez quería el apoyo de Esquerra y Esquerra quería dárselo; y ninguno de los dos quería que el acuerdo consistiera en renunciar a su postura en Cataluña. Que el escrito no estipule la imposibilidad de lo que pretende ninguna de las dos partes no indica que cada parte haya cedido ante la otra. Ni Sánchez concedió a Esquerra el referéndum de independencia y Esquerra concedió a Sánchez la renuncia a ese referéndum. El acuerdo contiene tres expresiones que deben ser bienvenidas, porque rectifican actuaciones infelices: política, democracia y ley. Fue una desdicha que Rajoy redujera el problema a actuaciones judiciales y no se hiciera política, en el sentido noble de esa palabra. Fue un infortunio la nula sensibilidad democrática que abrió en canal la convivencia en Cataluña y en España con respecto a Cataluña. Y fueron reaccionarias todas las expresiones y prácticas según las cuales la ley no era imperativa, porque entes inaprensibles como «la gente» o «el pueblo» o abstractos como el «mandato popular» estaban por encima de ella. El acuerdo dice que hay que un conflicto que requiere política. Y aunque el señor Revilla diga echar de menos a la Constitución, el documento dice textualmente que la comisión «actuará sin más límites que el respeto a los instrumentos y a los principios que rigen el ordenamiento jurídico democrático». Yo ahí leo que se exige respeto al ordenamiento jurídico.
El segundo hecho que deberíamos tomar como una obviedad es que en Cataluña hay un conflicto serio de identidad nacional. Que uno sea ateo no debe incapacitarle para reconocer un conflicto religioso. Que uno, como quien escribe estas líneas, desconfíe abiertamente de discursos que enfaticen patrias y se sienta ajeno a vivas, viscas y goras seguidos del nombre solemne de la nación no le debe incapacitar para ver un problema territorial cuando lo hay. El escrito solo recoge la obviedad de que en Cataluña lo hay.
Lo que está diciendo y dirá la derecha sobre el nuevo gobierno y la unidad de España hay que contextualizarlo con lo que siempre dijo. Recuerdo las viñetas que publicaba la prensa conservadora en los ochenta. Un encapuchado arrastraba a un guardia civil muerto que iba dejando un reguero de sangre. Un político le decía: pase que usted mate, pero al menos no chulee. El encapuchado decía: vale. Eso era lo que pasaba, según ellos, con Felipe González: que a ETA se la dejaba matar y chulear. Zapatero humillaba a las víctimas y entregaba Navarra a los terroristas. El 11 M fue una conspiración de mandos policiales nombrados por el PSOE con ETA. Todo esto dijo la derecha cada vez que no gobernaba. Por qué iban a parecer ahora demócratas. El tema vasco y catalán es trascendente y los acuerdos de Sánchez con los nacionalistas son delicados. Pero habrían de serlo igual si no necesitase su apoyo para gobernar. Ignorar el problema no lo reduce en ningún supuesto.
La Iglesia brama como si los cristianos fueran echados a los leones porque quienes no quieran estudiar Religión en la escuela puedan sencillamente no hacerlo. Con lo que nos cuestan los privilegios de la Iglesia. Dicen que ahorran dinero al Estado, pero no hacen públicas sus cuentas. La manta de enchufados, paniaguados y parientes del Tribunal de Cuentas se niegan a fiscalizar sus cuentas. Mucho nos deben estar costando. La patronal y los poderes económicos rugen catástrofes por subir el salario mínimo y por poner impuestos a los ricos. Con la de colesterol malo que padece nuestra economía. Por recordar algo, en 2015 Rajoy puso un impuesto a las energías renovables que escandalizó a Europa. Y a la vez Aznar y Salgado capitanean una legión de decenas de altos cargos y politicastros que embozaron las arterias de nuestro suministro eléctrico, algunos tan pintorescos como Hernández Mancha e Isabel Tocino. Tenemos el aparato económico infiltrado de personajillos. Y los poderes económicos rugen por el salario mínimo, porque no se desmanden los alquileres y por los impuestos de los ricos.
Todas las derechas, políticas, económicas y eclesiales, están en las trincheras ultras. «Twitter es lugar para el furor, no para el debate», decía hace poco Chappatte, el dibujante por cuya viñeta el New York Times se autocensuró y dejó de publicar viñetas políticas. La mayor estridencia creará la mayor pulsión colectiva, pasajera pero intensa. A ello se aplicarán las derechas. Mentirán como nunca, sus embustes serán más atroces, inventarán planes secretos, delirarán pensiones estatales a los MENAS que restarán de nuestras jubilaciones (las que ellos quieren quitar), falsearán cifras de paro y de fugas de capitales. Ya lo hacen. Rajoy politizó los órganos judiciales. Ahora querrán recoger los frutos recurriéndolo todo ante jueces genuflexos sin escrúpulos. Pero parece que habrá gobierno de izquierdas y que se volverá a hablar de justicia social, normalidad democrática y de política para los conflictos políticos. El nivel político (de pedernal) y la altura histórica (inexistente) de los protagonistas del momento nos deben llevar a todos a la circunspección y evitar entusiasmos papanatas. Pero habrá gobierno de izquierdas. Y el ruido reaccionario de la derecha debe llevarnos a la firmeza de criterio y a la reafirmación de principios.
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