[Hace veintitantos años escribí a mi manera en una revista por qué me gustaban las humanidades. La reforma que pretende Wert me hizo recordar aquella redacción.]
1ª cuenta:
Cocineros
A
todo el mundo le pasó alguna vez. Al levantarse al día siguiente, la parte más
alta de la cabeza se le transforma a uno en hierro pesado, un zumbido interior
blanco muy matizado y como hecho de muchas agujas casi le impide oír los
sonidos del exterior, mientras se siente una amenaza de náusea que a veces no
se consuma y se prolonga largo tiempo haciendo que todo parezca muy distante.
El aire y el tiempo parecen hechos de un material espeso, como la lengua y la saliva; el espacio y el medio se hacen
viscosos y al levantarse de la cama, al soltar un vaso o al retirar la mano del
pomo de la puerta se tiene la incómoda sensación de que van quedando hebras gelatinosas
entre los objetos de los que uno se va despegando y el propio cuerpo. Pensaba
yo, mientras intentaba en vano chasquear la lengua reseca, que en ese momento
sería inútil el esmero y oficio de cualquier cocinero si me tenía a mí por destino
de sus afanes. De qué iba a servir un aderezo refinado si mis órganos
gustativos estaban atrofiados e imposibilitados para responder de manera
distinta al merengue y al estropajo. Y pensaba también que si la evolución del
hombre hubiera sido distinta y naciéramos con una costra en la lengua y en el
paladar, el oficio de cocinero había de ser necesariamente complementario de
algún otro oficio. Tendrían que existir especialistas (quién sabe si
cátedras), actividades y adiestramientos que permitiesen pulir esa costra y dar
sensibilidad a nuestro paladar para que tuvieran algún sentido los cocineros y
su actividad. Que nazcamos con algunos órganos sensitivos tan preparados para
sentir y tan poco necesitados de adiestramiento es lo que da una saludable autonomía
al quehacer de los cocineros.
2ª cuenta:
Otra vez el operador telefónico
Vista
a través del cuerpo marrón de la botella, la imagen deformada de Hans podía parecer
la de un suicidio inminente. El teléfono que sujetaba con la mano derecha
parecía a través de la botella un premonitorio cojín negro y el dedo índice que
obturaba el oído izquierdo para poder oír el auricular tenía aspecto de cañón
cerca de la sien a punto de hacer fuego. Encontré ventajoso levantar la cabeza
de la mesa y ver la escena al natural, sin el intermedio del vidrio de la botella,
porque así desaparecía la fantasmagórica antesala del suicidio y en su lugar se
restablecía un nada preocupante individuo alemán hablando por teléfono. También
me pareció provechoso meter la lengua en la boca, pues llevarla fuera tanto
tiempo sin motivo razonable que lo justificase, además de crearme un punto de
incomodidad, estaba concitando sobre mí una curiosidad que empezaba a no ser
disimulada. Hans estaba hablando de una manera extraña. Hablaba alto, se entrecortaba
como si sus ideas estuvieran sólo de paso, a veces no conseguía terminar una
palabra de un solo tirón y repetía una y otra vez ideas que parecían bastante
simples y poco necesitadas de insistencia para un interlocutor de capacidades
normales. En los momentos en que era él el que escuchaba (que se distinguían
bien de los otros porque él guardaba silencio, aparentemente de forma voluntaria)
también se conducía de una manera extraña en él (y en cualquier otro, pero en
él también). Unas veces fruncía el ceño con fuerza, como si quisiera superponer
los dos ojos; otras, arqueaba las cejas como aquejado de una perplejidad
inconsolable; otras, en fin, subía los pómulos, entreabría la boca y estiraba
las comisuras de los labios hacia atrás como para pronunciar una "i"
que fuera más "i" que nunca, todo ello con el ademán un poco
descompuesto. Su forma de proceder sería, sin duda, motivo de preocupación en
muchas situaciones, pero en aquella no; hablando por teléfono no. Simplemente
él y su interlocutor no se oían. Hans parecía lamentar con profunda sinceridad
el sonido ambiente del local, las interferencias de la señal y el mismísimo rozamiento
de los astros con el éter, con su música invisible.
Es bastante normal: él
intentaba entenderse con alguien pero por la línea o por el satélite se colaban
ruidos que hacían difícil a ambos comprender
lo que les decía el otro. No es que no se entendieran en absoluto. Pero lo que entendían no era bastante y frecuentemente
necesitaba aclaración o insistencia. Las frases y las palabras se distinguían
unas de otras con dificultad, no eran acontecimientos
nítidamente reconocidos por cada uno de los interlocutores. En definitiva, los
acontecimientos sonoros (palabras, frases, todo eso) que se podían distinguir y
reconocer eran menos de los normales.
Así que a Shannon le pareció bien el término y prefirió no buscar otro. Ruido sería todo aquello que provoque
una disminución en el número de sucesos reconocibles y transmisibles sin error por
un medio. Así también serían ruidos (visuales) las manchas de humedad o de
hongos que dificultan la lectura (es decir, reducen los acontecimientos gráficos reconocibles) de un manuscrito medieval,
por ejemplo. Así, ya está claro. Cuanto menos ruido, más acontecimientos y más
información; es decir, cuanto menos ruido más ... cosas, más variedad, más
angustia, más placer, más vida. Si las imágenes visuales de los objetos que
tenemos a más de un metro acostumbran a ser ruidosas, lo mejor es ponerse gafas
para distinguir más. Si las frases que dicen los alemanes son ruidosas, pues lo
mejor es aprender alemán, para que sean informativas, es decir, cadenas de
sucesos. Y si la vida es ruidosa, ..., otra vez la lengua fuera; pero, ¿dónde
cogería yo esta costumbre?
3ª cuenta: En
realidad, ¿cuánto duran unas vacaciones?
A
veces las cosas no son agradables. En medio de imágenes inestables que no se
repiten y que apenas parecen vividas, un frescor húmedo en la mejilla, al
principio un componente más del extraño mosaico de sensaciones, se va haciendo
más estable, más presente, más real. Mientras lo demás va desvaneciéndose, esa
sensación de humedad y frío en la mejilla persiste obsesiva, como si fuera
ella lo que estaba borrando el resto de sensaciones. Tras unos momentos de
confusión, otras percepciones tan reales como la humedad (sonidos cadenciosos
localizados y muy puntuales, respiraciones profundas, rumor de hojas y viento,
...) van multiplicándose. Entre sensaciones casi exclusivamente sonoras y
táctiles llega uno a darse cuenta de que se está despertando, de que por
alguna razón le está cayendo un hilo de agua fresca en la mejilla. Al tiempo
que se entreabren los ojos y se deja que los dedos se deslicen fáciles por una
sustancia sólida que no ofrece resistencia, se va recomponiendo la situación.
Me doy cuenta de que no estoy en mi casa ni en mi ciudad. Estoy en un monte y
decidí con los demás pasar la noche en una cabaña en desuso. Jamás se nos
habría ocurrido dormir en una cabaña sin techo y, sin embargo, se podía ver el
cielo y la lluvia caía continua en las mejillas. El temporal había llevado la
techumbre y la sustancia por la que se seguían deslizando los dedos era barro;
una sacudida alarmada con la cabeza permite comprobar que esa sustancia está
también debajo de nosotros y que cubría el equipaje; en realidad lo cubría todo
y el pie desaparecía sumergido en esa pasta apenas se ponía en el suelo. Había
caído mucha agua y mochilas, sacos de dormir, ropa, calzado y cámara de fotos
se ahogaban en el barro. Y eran las tres de la mañana y estaba descalzo y en
pijama y había dos horas de camino hasta el primer pueblo; y seguía lloviendo.
En ese momento, si se piensa en el café con gotas de coñac de después de comer,
en la partida de cartas o en la excursión de la tarde, tales circunstancias
parecen haber sido vividas hace mucho tiempo, apenas resulta creíble que el espacio
mediante sea de unas horas. A la mañana siguiente, tras una noche salpicada de
imprecaciones, tedio y mucha agua, esa vivencia parecerá también de tiempos
lejanos e inalcanzables y sólo la ausencia de recuerdos intermedios obligará a
admitir su verdadera cercanía.
El hecho de abandonar temporalmente el
domicilio habitual y alterar sustancialmente las rutinas diarias había tenido
la consecuencia inevitable de distorsionar la percepción del tiempo. Cuando
viajamos parece que el tiempo se dilata, aunque objetivamente estemos envejeciendo
con el mismo ritmo. Si pudiéramos retener esa sensación en la vida cotidiana,
aunque duraríamos lo mismo, lo cierto
es que viviríamos más (no digo mejor, digo más). Por eso, no es tan fácil saber cuánto duran unas vacaciones.
Si lo que queremos saber es cuánto tiempo objetivo duran, bastará con mirar el
calendario. Pero, el tiempo subjetivo —es decir, el tiempo real— puede ser distinto, casi siempre es como si fuera mayor (al
menos, mientras se está viviendo). No es que las vacaciones y los viajes
parezcan largos en el sentido en que parecen largos los momentos de tedio.
Parecen largos porque los momentos se hacen densos,
por contraste con el tiempo poroso,
esponjoso, de la vida cotidiana; simplemente aumenta el espesor del presente, se eliminan repeticiones de situaciones y
vivencias previsibles y desaparecen los espacios dejà vus que en el común de los días son auténticas lagunas en el
tiempo, descarnadas tajadas que se recortan de nuestra existencia. Pero, en
este sentido, uno puede pensar que la densidad del tiempo en que se está de
viaje puede variar, en parte dependiendo de nosotros mismos; el mismo espacio
de vacaciones puede ser para un individuo muy rico o muy vacuo. El tiempo real (no el ritmo de envejecimiento) de
nuestra existencia depende en una parte importante de nosotros, de cómo nos
planteemos ciertas cosas.
La última
cuenta: Las películas de ciencia-ficción no son lentas
Aquel
día no ocurría y debería poder decir que ocurría. Una película lenta dura lo
mismo que una ágil, y no es lenta precisamente porque nos pasen los fotogramas
con menos rapidez. Es lenta porque en el mismo tiempo ocurren menos cosas.
Pero, como en ningún momento de las dos horas dejan de pasarnos fotogramas,
podemos decir que es lenta porque la mayor parte de lo que se nos muestra son
cosas esperables o repetidas. Narrar a tiempo real el proceso por el que un
protagonista sale de su piso, espera el ascensor, entra en él, baja y sale a la
calle puede producir lentitud porque ya
se sabe que hay que hacer todas esas cosas para salir de casa. Pues aquel
día, como casi siempre en las películas de ciencia—ficción, el argumento que se
desparramaba durante dos horas estaba compuesto por pocas acciones, debería ser
una película lenta, era una película
lenta. Pero no sólo no se aburría la gente viéndola (después de todo una
película lenta no tiene por qué ser aburrida); lo magnífico es que todos
negarían que fue lenta y realmente exigiría una reflexión más profunda darse
cuenta de que en verdad habían pasado pocas cosas en la película. Dedicar
varios planos para que veamos qué hace un individuo para caminar debería producir
lentitud porque, mientras lo vemos caminar (algo que vemos tantas veces fuera
del cine), la acción y el argumento no avanzan (y sí avanza el tiempo); pero no
se produce esa sensación de lentitud si el protagonista necesita un calzado y
un movimiento especial que lo mantenga adherido al suelo de la nave por estar
en un espacio ingrávido. En este caso el argumento y la acción tampoco avanzan
mientras vemos cómo camina el personaje. Pero, como llevamos tanto tiempo atraídos
hacia el suelo con una aceleración de 9,8 m/s2, la manera de caminar en un espacio ingrávido
no nos resulta evidente y, por eso, el caminar del protagonista era un suceso; aunque el argumento estuviera
detenido, estaban pasando cosas y, en
cierto modo, no había lentitud.
Así
en la vida.
Nuestro
tiempo no se mide en años, ni en horas; se mide en sucesos. No vivirá más el
que dure más, ni el que llene su biografía de más cosas (más cosas narrables, se entiende). Nuestra
biografía se detiene muchas veces y avanza otras. Aquel a quien le pasan cosas, aquel rodeado de sucesos incluso cuando su biografía está
detenida, ese es el que vive más.
El hilo:
cultura, humanidades.
A
Erwin Piscator, en plena Guerra Mundial, mientras se cavaban trincheras para defender(se
de) una causa, mientras se pasaba hambre y había tan poco espacio para
actividades que no resultasen funcionales para las necesidades del momento, le
preguntaron que a qué se dedicaba, que qué era lo que él sabía hacer. Él era un
hombre de teatro, un intelectual. Sus neuronas establecieron las sinapsis
necesarias para que se formase en su mente la palabra "intelectual".
Pero allí, en la trinchera, con los pies pegados al suelo por el barro
pegajoso, con aquellos hombres, ante aquellos ojos que parecían dos roturas en
una piel dura y áspera que ya no envolvía cuerpos sino sólo sufrimiento y dolor
sólido, la palabra no llegó a materializarse en sonidos.
El
arte de medir los versos de Virgilio, distinguir los usos del infinitivo, comprender
la obra de Galdós, o rechazar las teorías del significado que no pueden
librarse de compromisos ontológicos indeseables cubren algunos de nuestros
años. Esos años universitarios quedan en nosotros en forma de recuerdos compuestos
de episodios cada vez más fragmentados, más en forma de esferas blandas, con
una ligazón cada vez más débil y voluble, con un aspecto de conjunto más y más
irracional y emotivo; quedan a veces esos años como una nostalgia que
percibimos como un finísimo hilo de vidrio muy frío que une el interior de la
garganta con el comienzo del estómago. Piscator contaría en sus memorias la
honda vergüenza que le produjo que en su circunstancia se diera la situación
que le obligó a pensar en qué era lo que él sabía hacer. En aquella situación
era difícil pensar en un libro que contiene reflexiones sobre el teatro y darle
a semejante producto un rango distinto del que podría tener una exhibición de
juegos de manos durante la decapitación pública de un reo.
Pero
si a Piscator se le vendaran los ojos sin explicaciones y no se le dejara más impresión
táctil que una superficie lisa y uniforme en la que sólo hubiera una pequeña
irregularidad, los dedos de Piscator pasarían obsesivos una y otra vez por esa
irregularidad, huirían como los de cualquiera de lo uniforme, de la ausencia de
sucesos y de cosas, de la nada. Es la aspiración vital más profunda.
No
tenemos más tiempo que el que dure nuestro cuerpo. La investigación médica consigue
aumentar ese tiempo y la tecnológica consigue que sea más confortable y que
haya menos barreras. Es importante que se alargue lo más posible el tiempo objetivo que dure nuestra vida, puesto
que fuera de él no habrá nada. Pero no sirve que el lapso temporal sea mayor si
ese lapso transcurre entre ruidos y
no entre sucesos, que son los verdaderos
componentes del tiempo realmente vivido.
Nuestros sentidos y nuestro intelecto (es decir, nosotros) sólo responden a la variedad. Igual que oyendo un sonido
monótono llegamos a no oírlo, viviendo una vida incapaces de captar el matiz y
la variación llegamos a no vivirla. El ruido
de Shannon es el reino de lo indistinto, donde nada distinguible sucede. La
sensibilidad a que conduce la cultura es estar en condiciones de extraer información
del ruido, reconocer variedad en vez de moverse en la monotonía. Hay que vivir
muchos años para poder vivir mucho y hay que vivir con comodidades y sin
barreras para poder vivir bien; pero sin la capacidad de ser sensible a lo
distinto, la vida transcurrirá en la monotonía, el tiempo subjetivo será corto, porque largos lapsos de tiempo objetivo
pasarán en balde, sin sufrimientos ni contentos. Si naciéramos con una costra
en la lengua y el paladar, los avances tecnológicos nos ofrecerían manjares
cada vez más variados, y la formación cultural eliminaría la costra para que
nuestros órganos gustativos fueran sensibles a esa variedad. La formación cultural
es a nuestra vida lo que los caramelos de eucalipto a las vías respiratorias:
limpia, despeja y permiten que la variedad exterior, la vida, entre en
nosotros. La cultura nos ayuda a comprender
y la idea de comprender encierra aprehensión de lo nuevo y capacidad sorpresa.
»
Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y lujo específico
del intelectual. Por eso su gesto gremial consiste en mirar el mundo con los
ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el mundo es extraño y es maravilloso
para unas pupilas bien abiertas. Esto, maravillarse, [...] lleva al
intelectual por el mundo en perpetua embriaguez de visionario. Su atributo son
los ojos en pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro
con los ojos siempre deslumbrados.« (Ortega y Gasset, J.: La
rebelión de las masas).
De
novedades y sucesos, donde de otra forma podría haber sólo ruido, se compone el
tiempo que vivimos y este es tanto mayor cuanto mayor sea el número de
novedades y sucesos de que esté hecho. Es la conjunción de la medicina y la
cultura lo que realmente nos puede hacer longevos. Y de la conjunción de la
tecnología y la cultura dependerá la densidad y calidad del tiempo. Pero ni la
tecnología ni la medicina nos comprometen mucho. Son cosas que hacen otros y de las que nosotros sólo somos
consumidores. Estar convencido del valor de la tecnología no compromete a
entenderla, sino sólo a consumirla correctamente. Pero la parte del bienestar
que depende de la cultura sí nos compromete, porque la cultura es algo interno de cada uno, no algo que
consumimos de otros. La costra que enturbia la sensibilidad es de cada uno, y
de cada uno el adiestramiento para pulirla. Por eso la formación cultural no
sólo es algo de lo que deban estar empapados algunos, como es el caso de la
medicina o ciencias experimentales, sino algo de lo que debemos estar húmedos todos.
Para
vivir.