Sucédense estos días del señor alegrías y algazaras
en torno a la educación. Gavillas de gentes de procedencias varias,
circunspectos y en extremo satisfechos de sí, dan en pergeñar razones y
sentencias sobre el adiestramiento y mejor crianza de nuestros infantes. Y,
cierto, tiempo habría de ser, mas no en asonada sino en eutrapelia y solaz, de
razones y miramientos en la industria, que por criadores nos toca, del mejor
bruñir el espíritu y poblar las mentes de quienes se deslizan por la inocente
puericie aún lejos de edades provectas.
Fue aprendido de sabios que sobre el cuerpo y mente
vienen acumulando muchos y muy admirables conocimientos que nuestro
entendimiento necesita de la variedad para tener lugar. Si a nuestros ojos no
se mudaran los colores y brillos, si a nuestro olfato las fragancias y a
nuestros oídos los tonos, el entendimiento luego dejaría su actividad y no
sobrevendría sino sueño y letargo, quasi mortis imago. Por ello el
hombre no cesa en el oficio de alimentar su razón con la variedad, moviendo sus
ojos y su cuerpo y haciendo cual menester fuera preciso para que las
sensaciones sean siempre en algo nuevas.
Ambientes gremiales hay y espacios y villas,
empero, en que, por el poco desplazarse de sus gentes y por el habituarse en
demasía cada gentil a los empeños y cuidados de siempre las mismas gentes, sin
injerirse en variedad alguna y sin remejer sus razones con lo diverso, no se
ofrece al intelecto la variedad que le sirve de nutriente natural. No obstante
lo poco copioso de ese nutriente, el entendimiento no cesa en su industria de
discernir, y, así como el animal privado de aire se agita y abre obsesivamente
su boca para apurar con ansiedad lo que en el común de sus días era patrimonio
inadvertido, y así como el pez privado en su medio acuoso de alimento en
movimientos convulsos ingiere con desesperanza cualesquiera partículas en que
en días triviales ni siquiera pararía su atención, así la inteligencia, privada
de la variedad a que se debe, apura lo que en situación común carente de
insania desatendería por huero y muy de presto trueca lo nimio en solemne, y lo
fútil y banal en elevado y excelso. Acaece en estos espacios y ambientes que la
industria de los gentiles da en centrarse en achaques, casos y entretenimientos
poco atinentes a lo que en la existencia normal del hombre es de enjundia y
reparo y da también en acrecer y sacar de su proporción cada vicisitud común,
que trueca en excesiva. Alcanzan así los cuidados y oficios de las gentes un
punto de extravagancia al que el tesoro inagotable de nuestra lengua matiza en
adjetivos sin número: cateto, patán, palurdo, ignorante, tosco, paleto,
provinciano, meleno, cuico, forano, churro, pajuerano, guanaco, payo y tantos
otros.
Regidores tenemos copiosos, y mequetrefes de toda
condición en atahonas ministeriales y de gremios varios, aquejados en grado
sumo de esta rareza del entendimiento que de forma tan variada podemos
apellidar en nuestra lengua milenaria y que podemos abreviar en idiocia y
sandez. Porque de sandios parece afectado el Reino, que, así como en la villa
de Gijón se conocen regidores capaces de trocar en muñeira los afanes de la
deposición orgánica, así estos aquejados de idiocia truecan en ventosidad
horrísona las palabras sobre la educación que deberían portar entendimiento y
razón. A los unos, reputados de sabios y congregados por su igual condición
para juntar reflexiones sobre los dineros del jubileo y vejez de los comunes,
se les antoja el tema por el que les hacen descollar de más sustancia y meollo
que es en sí, según mandan los cánones de la sandez y la idiocia, y así
pergeñan, en mal castellano: “el sistema
educativo debería proporcionar a los ciudadanos españoles las herramientas
básicas para comprender los fenómenos financieros, en general, y el
funcionamiento del sistema de pensiones, en particular”. Traen los tales al
recuerdo las enseñanzas de aquella vieja fábula india en que unos ciegos
palparaon a un elefante y después, henchidos de su nuevo saber, en sermón
profesoral explicaban a los demás ciegos, el uno que el elefante era un gran
filamento carnoso, pues la trompa era lo que sus manos habían palpado; el
otro, que un gran cojín plano, tocado como había una oreja; y otro que un gran
pilar mullido, pues que a este le había sido dada la sensación de una pierna.
De tal manera trueca la idiocia el ser de las cosas, que, eludiendo la variedad
a que el entendimiento se debe, hace siempre uno lo diverso y único lo
inmediato. Así los gentiles dados a las finanzas ven la enseñanza como el ciego
que había palpado la trompa, como si lo lindante a sus ojos fuera el paisaje
todo. Por tal el licenciado Alfredo Bullard, sandio también en extremo,
maliciaba de la ciencia y cuanto trajera a las mentes la academia y las
destrezas del entendimiento y, con el atrevimiento consustancial a la desmesura
propia de la sandez que le aqueja, no dudó en dejar a cuantos cultivan la
ciencia y disciplinas del espíritu a pique de vestiglos y endriagos,
“izquierdistas desafectos del mercado”, ventoseaba en plaza pública. Tal es el
mal que los sabios indios querían prevenirnos con la doctrina de su parábola.
Quiere además la sandez que
la ligazón de las cosas sea simple. Siendo en los sandios la aptitud para la
abstracción desdichada de alcance, no gustan de razonamientos complejos que
requieran verbo prolijo y así la gentil Cospedal y otros coros apenas
distinguibles, tras algunas conjeturas desganadas, vociferan que por toda
doctrina los infantes no han de tener sino destrezas en trabazón simple y
directa con industrias atinentes a oficios, que otros adiestramientos complejos
del entendimiento enajenan de ellos y conducen al paro por exceso de
conocimiento.
La Santa Madre Iglesia se
suma al revuelo de sinrazones. Así que en las atahonas del
Gobierno los regidores empezaron a amasar juicios y discernimientos sobre la
futura enseñanza, los estudios se les antojaron enjundiosa tarta; sus
apolilladas poltronas, ventajosa plaza para el reparto; y las nudosas manos que
asomaban de sus raídas vestimentas, herramienta precisa que habría de
proporcionarles, de los trozos del pastel, los que estuviesen al lado de los
pequeños. Y así el dogma religioso se trueca en ciencia y por tal adiestrarán a
los futuros aprendices. Y así colegios y celdas de enseñanza por eclesiásticos
regentadas serán favorecidos de dineros comunes en menoscabo de
establecimientos más universales de regencia comunal.
Wert, el Gran Sandio que regenta la instrucción
desde la Idiocia Oficial, esparce y siembra cuanta parquedad recoge y cuanta
escasez se le ofrece. Sonríe y se regocija, contento de sí y para solaz de sus
afines en la necedad, mientras a los demás se nos viene membranza de la
circunspección con que Alonso Quijano rezaba lo mucha sandez que es la risa que
de leve causa procede. Y así cobran otra vez tino y actualidad las razones del
Conde de Romanones, tan celebradas en estos oscuros tiempos del señor: “Qué
tropa. Joder, qué tropa”. Pero aún mejor juicio y enseñanza la sentencia de
aquel sabio Claudio Rutilio Namaciano, en tiempos oscuros en que los bárbaros
rugían ya a las puertas de Roma:
“Ordo renascendi est crescere
posse malis”.
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