lunes, 10 de junio de 2013

Parábola del entendimiento y la reforma de la enseñanza

 

Sucédense estos días del señor alegrías y algazaras en torno a la educación. Gavillas de gentes de procedencias varias, circunspectos y en extremo satisfechos de sí, dan en pergeñar razones y sentencias sobre el adiestramiento y mejor crianza de nuestros infantes. Y, cierto, tiempo habría de ser, mas no en asonada sino en eutrapelia y solaz, de razones y miramientos en la industria, que por criadores nos toca, del mejor bruñir el espíritu y poblar las mentes de quienes se deslizan por la inocente puericie aún lejos de edades provectas.
Fue aprendido de sabios que sobre el cuerpo y mente vienen acumulando muchos y muy admirables conocimientos que nuestro entendimiento necesita de la variedad para tener lugar. Si a nuestros ojos no se mudaran los colores y brillos, si a nuestro olfato las fragancias y a nuestros oídos los tonos, el entendimiento luego dejaría su actividad y no sobrevendría sino sueño y letargo, quasi mortis imago. Por ello el hombre no cesa en el oficio de alimentar su razón con la variedad, moviendo sus ojos y su cuerpo y haciendo cual menester fuera preciso para que las sensaciones sean siempre en algo nuevas.
Ambientes gremiales hay y espacios y villas, empero, en que, por el poco desplazarse de sus gentes y por el habituarse en demasía cada gentil a los empeños y cuidados de siempre las mismas gentes, sin injerirse en variedad alguna y sin remejer sus razones con lo diverso, no se ofrece al intelecto la variedad que le sirve de nutriente natural. No obstante lo poco copioso de ese nutriente, el entendimiento no cesa en su industria de discernir, y, así como el animal privado de aire se agita y abre obsesivamente su boca para apurar con ansiedad lo que en el común de sus días era patrimonio inadvertido, y así como el pez privado en su medio acuoso de alimento en movimientos convulsos ingiere con desesperanza cualesquiera partículas en que en días triviales ni siquiera pararía su atención, así la inteligencia, privada de la variedad a que se debe, apura lo que en situación común carente de insania desatendería por huero y muy de presto trueca lo nimio en solemne, y lo fútil y banal en elevado y excelso. Acaece en estos espacios y ambientes que la industria de los gentiles da en centrarse en achaques, casos y entretenimientos poco atinentes a lo que en la existencia normal del hombre es de enjundia y reparo y da también en acrecer y sacar de su proporción cada vicisitud común, que trueca en excesiva. Alcanzan así los cuidados y oficios de las gentes un punto de extravagancia al que el tesoro inagotable de nuestra lengua matiza en adjetivos sin número: cateto, patán, palurdo, ignorante, tosco, paleto, provinciano, meleno, cuico, forano, churro, pajuerano, guanaco, payo y tantos otros.
Regidores tenemos copiosos, y mequetrefes de toda condición en atahonas ministeriales y de gremios varios, aquejados en grado sumo de esta rareza del entendimiento que de forma tan variada podemos apellidar en nuestra lengua milenaria y que podemos abreviar en idiocia y sandez. Porque de sandios parece afectado el Reino, que, así como en la villa de Gijón se conocen regidores capaces de trocar en muñeira los afanes de la deposición orgánica, así estos aquejados de idiocia truecan en ventosidad horrísona las palabras sobre la educación que deberían portar entendimiento y razón. A los unos, reputados de sabios y congregados por su igual condición para juntar reflexiones sobre los dineros del jubileo y vejez de los comunes, se les antoja el tema por el que les hacen descollar de más sustancia y meollo que es en sí, según mandan los cánones de la sandez y la idiocia, y así pergeñan, en mal castellano: “el sistema educativo debería proporcionar a los ciudadanos españoles las herramientas básicas para comprender los fenómenos financieros, en general, y el funcionamiento del sistema de pensiones, en particular”. Traen los tales al recuerdo las enseñanzas de aquella vieja fábula india en que unos ciegos palparaon a un elefante y después, henchidos de su nuevo saber, en sermón profesoral explicaban a los demás ciegos, el uno que el elefante era un gran filamento carnoso, pues la trompa era lo que sus manos habían palpado; el otro, que un gran cojín plano, tocado como había una oreja; y otro que un gran pilar mullido, pues que a este le había sido dada la sensación de una pierna. De tal manera trueca la idiocia el ser de las cosas, que, eludiendo la variedad a que el entendimiento se debe, hace siempre uno lo diverso y único lo inmediato. Así los gentiles dados a las finanzas ven la enseñanza como el ciego que había palpado la trompa, como si lo lindante a sus ojos fuera el paisaje todo. Por tal el licenciado Alfredo Bullard, sandio también en extremo, maliciaba de la ciencia y cuanto trajera a las mentes la academia y las destrezas del entendimiento y, con el atrevimiento consustancial a la desmesura propia de la sandez que le aqueja, no dudó en dejar a cuantos cultivan la ciencia y disciplinas del espíritu a pique de vestiglos y endriagos, “izquierdistas desafectos del mercado”, ventoseaba en plaza pública. Tal es el mal que los sabios indios querían prevenirnos con la doctrina de su parábola.
Quiere además la sandez que la ligazón de las cosas sea simple. Siendo en los sandios la aptitud para la abstracción desdichada de alcance, no gustan de razonamientos complejos que requieran verbo prolijo y así la gentil Cospedal y otros coros apenas distinguibles, tras algunas conjeturas desganadas, vociferan que por toda doctrina los infantes no han de tener sino destrezas en trabazón simple y directa con industrias atinentes a oficios, que otros adiestramientos complejos del entendimiento enajenan de ellos y conducen al paro por exceso de conocimiento.
La Santa Madre Iglesia se suma al revuelo de sinrazones. Así que en las atahonas del Gobierno los regidores empezaron a amasar juicios y discernimientos sobre la futura enseñanza, los estudios se les antojaron enjundiosa tarta; sus apolilladas poltronas, ventajosa plaza para el reparto; y las nudosas manos que asomaban de sus raídas vestimentas, herramienta precisa que habría de proporcionarles, de los trozos del pastel, los que estuviesen al lado de los pequeños. Y así el dogma religioso se trueca en ciencia y por tal adiestrarán a los futuros aprendices. Y así colegios y celdas de enseñanza por eclesiásticos regentadas serán favorecidos de dineros comunes en menoscabo de establecimientos más universales de regencia comunal.
Wert, el Gran Sandio que regenta la instrucción desde la Idiocia Oficial, esparce y siembra cuanta parquedad recoge y cuanta escasez se le ofrece. Sonríe y se regocija, contento de sí y para solaz de sus afines en la necedad, mientras a los demás se nos viene membranza de la circunspección con que Alonso Quijano rezaba lo mucha sandez que es la risa que de leve causa procede. Y así cobran otra vez tino y actualidad las razones del Conde de Romanones, tan celebradas en estos oscuros tiempos del señor: “Qué tropa. Joder, qué tropa”. Pero aún mejor juicio y enseñanza la sentencia de aquel sabio Claudio Rutilio Namaciano, en tiempos oscuros en que los bárbaros rugían ya a las puertas de Roma:
“Ordo renascendi est crescere posse malis”.

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