Cuando hay fuego es un instinto
normal soplar para apagarlo. Salvo que seas un dragón o un faquir de esos que
se llenan la boca de combustible y cuando escupen al fuego lo encienden más.
Algo debe tener el aliento de Rajoy y, en general, del staff político y mediático del régimen, porque cada vaharada que
echan sobre cualquiera de los fuegos que arden en el país parece que los
inflaman en vez de rebajarlos.
Un buen día el entonces rey Juan
Carlos I se fue a cazar elefantes con el país en crisis y la población
sobrecogida por su caída de ingresos y derechos. Se fue rodeado de ese silencio
que parece la capa de invisibilidad de Harry Potter y que sólo pueden
permitirse los reyes y allegados. Se fue y se rompió a la vez su cadera, la
burbuja de silencio que lo rodeaba y la inocencia de una población que empezó a
preguntarse a qué se dedicaba realmente su Jefe de Estado, con tanto amigote
rico que lo invitaba a cazar, tanto duque empalmado y tanta infanta a la que no
le consta nada.
En las elecciones europeas, los dos
partidos que gobiernan y que garantizan el ecosistema político en el que la
monarquía se solaza sólo consiguen, entre los dos, un 20% de los llamados a
votar. La monarquía corría el riesgo caerse de culo como si se le hubiera roto
la cadera y deciden activar la sucesión para que pasasen al frente Felipe, por
lo Preparado que se le veía, y Letizia, por lo Mujer de Hoy que resultaba. La
sucesión fue rápida, casi clandestina, y silenciosa como una cacería de
elefantes. Aún le dura lo silencioso. Felipe VI llegó como el Preparado y va
asentándose como el Ausente (¿estará de caza en Botswana?).
En los trastornados días de la
sucesión asistimos al soplido del dragón tratando de apagar los fuegos
antiborbónicos. Se sucedieron delirios dinásticos, lecciones de historia en
formol, nostalgias de transición y almas republicanas atrapadas en cuerpos
monárquicos. Los soplidos del régimen sólo consiguieron hacer crepitar como
nunca las llamas republicanas y que los discursos reales con alcanfor ya nos
rechinen como si masticáramos cristal entre los dientes.
Luego, visto el declive del
duopolio y que la monarquía era una institución más para esconder que para
enseñar, llamó la atención del tinglado del 78 la emergencia de Pablo Iglesias
y Podemos. Y soplaron para apagarlo. Soplaron con aplicación y constancia. Los
espectros de la transición se creyeron vivos y nos volvieron a contar lo de su
espíritu. Llegaron más lecciones de historia con olor a moho, se rugieron
himnos de gran coalición y altura de miras, hubo testimonios de apariciones de
Hugo Chávez y se soñaron pesadillas de revoluciones bolivarianas. Curiosa
costumbre cogieron de buscar ejemplo y lección en Venezuela, en vez de sacar
conclusiones de las cercanas Grecia y Portugal para pergeñar nuestro ¿qué hacer? patrio.
El soplido, claro, no hizo más que
encender lo que ya ardía, inflamar España de círculos y convertir al señor de
la coleta en una de las dos espinitas que Emilio Botín se llevó a la tumba.
Sólo el aliento de dragón (o de orujo, vaya a usted a saber) puede alcanzar
tales niveles de infortunio en el intento de apagar llamas.
Ahora soplan para apagar la
cuestión catalana. Y Cataluña arde. Soplan de la manera más incendiaria. Dicen
que la realidad catalana no son los gritos que se oyen a millares, sino los
silencios que nadie oye, que la mayoría es silenciosa (e indemostrable, claro).
Dicen que lo que se pide, con más o menos claridad, no está en la ley y que
aspirar a lo que no es legal es antidemocrático. Qué pena tengan tan escondido
a Wert y no lo escuchen más. Él también se encontró con que financiar con
dinero público a los colegios que por extremismo religioso separaban a los
niños de las niñas era ilegal. Y lo arregló en un periquete de la manera más
obvia: cambió la ley. Y ya se pagan con nuestro dinero colegios libres de
peligros carnales con toda legalidad.
El referéndum, crea lo que crea
Guardiola o Artur Mas, es el reconocimiento de un fracaso, la salida que queda
cuando falló lo fundamental. Los referendos democráticamente sanos son los que
plantean al pueblo un acuerdo de los políticos, porque, una de dos, o los
políticos pueden haberse separado imprudentemente de las aspiraciones de la
población y hay que confirmar la confianza del pueblo; o porque el asunto es
demasiado trascendente para solucionarlo por delegación y la población tiene
que personarse directamente. Pero, asumiendo como pauta de estilo que en
democracia hay que aspirar a que el que pierda no lo pierda todo, lo saludable
es que lo que se someta a referéndum sea un acuerdo alcanzado entre políticos.
O al menos que las posibilidades que abra el referéndum sean aceptadas como
estables y pacíficas por los discrepantes.
Un referéndum convocado para zanjar
acuerdos irreconciliables es una forma de dejarnos por imposibles los unos a los
otros y no es el mejor estilo democrático. Lo que no quiere decir que tal vez
no haya más remedio, es decir, que sea lo menos malo de lo que queda si lo
demás falla. Algo que encaja con esto dijo con buen juicio hace poco Zapatero
sobre el referéndum escocés (sí, dije “Zapatero” y “buen juicio”).
En septiembre de 2005 el parlamento
de Cataluña aprobó un Estatuto de Autonomía con el apoyo de todas las fuerza
independentistas, el PSOE e IU. El PP siempre amagó discrepancia táctica en
temas que de todas formas es evidente que asumiría después: aborto, matrimonio
homosexual, divorcio, estado autonómico, legalización del PC, … Aquel Estatuto
puede haber sido la mejor oportunidad (ya perdida) de un acuerdo en Cataluña y
con Cataluña que pudiera haber sido sometida a un referéndum saludable a la
población catalana y que hubiera zanjado la cuestión para mucho tiempo. De
nuevo sacaron la ley, cuando el legislativo bien pudo legislar, y se sopló el
fuego con aliento de dragón. No se trata de cambiar la ley a golpe de capricho
autonómico del primer Camps que aparezca por ahí. Se trata de olfato, de
percibir a tiempo las dimensiones de un problema. Las últimas Diadas son una
expresión irrefutable de esas dimensiones.
Aquella oportunidad pasó y ya
quedan cada vez menos. El cambio en la constitución parece la única
posibilidad, pero seguramente no como la plantea Pedro Sánchez. Hay crisis
territorial: el actual estado autonómico no fue proyectado ni previsto por
nadie; en un jardín descuidado crecido sin atención ni diseño. La Corona no une
los territorios ni los individuos de España y no lo hará si no se legitima o se
sustituye por una república legitimada. El desencuentro de la población con sus
representantes es crítico; el señor de la coleta es más un síntoma que una
causa. Y Cataluña, de momento Cataluña, arde sin control. Una vez más: se
requiere un proceso constituyente en el que se decida desde listas abiertas o
cerradas hasta la forma del Estado o su tamaño y en el que hablemos de todo
aceptando de antemano la validez de todo lo que se pueda acordar.
Montoro acaba de presentar unas
cifras en las que se agravia a Cataluña con la mayor caída de España en
inversión pública. Seguramente es parte del soplido para aplacar las llamas.
Rajoy dice sobre cambiar la constitución que quiere salir de la crisis. Parece
el estudiante aquel de la antología del disparate que, sobre la desembocadura
del Volga, decía que no lo sabía, que él la que se sabía era la del esqueleto.
Acumulando despropósitos llegaremos al punto en que no haya más salida
democrática que el referéndum por lo mismo que se llega al punto en que no hay
más salida civilizada que el divorcio. Porque falló todo lo que hubiera sido
mejor.
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