domingo, 26 de octubre de 2014

Tarjetas opacas, políticos honorables, sindicalistas mineros

La primera campanada sonó al amanecer: se destruyeron del susto algunos perifollos retóricos, metáforas y cosas de esas. A la gente, dormida, el ruido la despojó del nombre […]. Tardó un minuto la segunda, y, a esa distancia, las demás: era un sonido profundo […] cuyo número de vibraciones no soportaban los sintagmas, menos aún los períodos, ni por supuesto los sustantivos ni los adverbios, que se descomponían […] de manera que todo mi edificio de significaciones quedaba como arrasado. (G. Torrente Ballester, Fragmentos de apocalipsis.)
“Una puta mierda”. Tal es el título de una disolvente novela del argentino Patricio Pron. En ella se relata un descubrimiento inquietante: las prospecciones indicaban que el subsuelo argentino estaba íntegramente compuesto de mierda, que Argentina flotaba sobre una sentina de dimensiones continentales. Todo esto de Pujol, las tarjetas millonarias e impunes de Cajamadrid y el petardazo de Villa parece el efecto de que alguien hubiera cogido una de esas varillas con las que se tantea el nivel del aceite en los coches y hubiera hecho calas en nuestra historia reciente con un resultado parecido al de las prospecciones en la Argentina imaginada por Patricio Pron. Pinches donde pinches sólo sale mierda.
Un político catalán emblemático heredero de aquel “ja sóc aquí” de resonancias tan históricas; gestores de entidades de ahorro y crédito concebidas para obras sociales; políticos de partidos de izquierda y derecha con poder, de izquierda sin poder (IU, tu quoque) y sindicalistas; el político cuya presidencia del FMI confirmó a algunos en la creencia de que España era, no sólo una y libre, sino grande; el líder minero que administró durante décadas la épica, el ardor y el eco del dolor minero: cada caso es como una campanada del apocalipsis que hiciera caer un trozo del sentido de estas décadas y avanzara un poco más en la disolución del edificio nacional y su régimen de 1978.
Los señores de las tarjetas debieron tener sus campanadas del apocalipsis particulares. Según se sucedían, ellos iban perdiendo con cada campanada la responsabilidad, la honestidad, la vergüenza, la decencia y finalmente el juicio. Se habían hecho tan importantes de tan millonarios sueldos que habían atropado que alcanzaron ese punto en el que pagar con dinero propio parece de plebeyos. Así que decidieron ejercer su importancia a base de tarjetas con fondos sin fondo. Pura demencia. Oportunamente nos brinda Klappenbach sobre este asunto la cita de Schiller: “contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano”. Que los encierren cuanto antes.
Sospecho que Pujol es el negativo de Rubalcaba. Si Rubalcaba es un alma republicana atrapada en un cuerpo monárquico, el cuerpo republicano de Pujol debe guardar un alma monárquica y secretamente debió sentir que Pujol era un apellido dinástico, que él era Jordi I y que Cataluña era su reino. Son tenaces las sospechas de que su fortuna no es del todo heredada y de que unas migajas de cada cosa que se movía en Cataluña eran diezmo del monarca in péctore. Me pregunto dónde habrá visto Pujol ese tipo de prácticas ...
Fernández Villa hace tiempo que es una cebolla con capas que cubren capas sin que haya ningún cogollo de realidad bajo todas las apariencias. Ni su sindicalismo, ni su condición minera, ni su izquierdismo fueron nunca más que aire sobre aire. Pero además siempre existió la leyenda de que era poderoso. Ciertamente él mangoneaba listas y gobiernos del PSOE. Es difícil olvidar aquel programa de televisión, con todo el país pendiente, en el que salían el entonces Presidente Rodríguez Vigil, Fernández Villa y el ministro de industria, Aranzadi. El tardofelipismo había planteado abiertamente un horizonte de cierre de la minería y una Asturias crispada y puesta en pie copaba todas las portadas.
Era para ver al Presidente callado, como convidado de piedra, mientras que Villa era el que hablaba, hacía, deshacía y representaba. En el recuerdo tenemos también a algún consejero que intentaba afianzar su situación política proclamando desde su cátedra de universidad “yo soy un hombre de Villa”. Sí, claro que mandaba. Pero el poder de Villa, digan lo que digan, tenía no poco fundamento en la escasa atención que Asturias merecía a la plana mayor del PSOE. Un reducto que no interesa nada a los de arriba es un cacicazgo de quien esté al frente. En cualquiera de los momentos disparatados que vivió Asturias por las petardadas de Villa podrían haberlo despachado con la misma rapidez y facilidad con que lo hicieron esta semana, si Asturias hubiera pintado algo en las preocupaciones de alguien de arriba. Villa era tan poderoso como minero e izquierdista. Nada de nada.
Todo indica que España tenía una infección más antigua que este ébola reforzado por el virus Ana Mato. En ciertas alturas los comunes desaparecíamos de la vista y sólo se veían los importantes entre sí. Parte de su importancia consistía en verse unos a otros, comprenderse en sus tropelías y sublimar y naturalizar sus latrocinios. Siempre hubo alguna urgencia que hacía inevitable el pragmatismo de no revolver, de echar capas de opacidad por alguna razón superior. No hubo día en que no hubiera el mismo tipo de razones de estado que hicieron tan “sensato” el aforamiento urgente del rey saliente.
Los GAL dejaron una enseñanza notable. No creo que los gobiernos de Aznar ni Zapatero hayan armado a escuadrones ilegales contra el terrorismo y no por altura ética (de hecho, Aznar nunca fue capaz de opinar sobre las torturas de Guantánamo; “si lo que me pregunta es si EEUU es una democracia, ya me gustaría a mí tenerla aquí igual”, decía, mientras sus lameculos festejaban el desvarío como “una hábil finta dialéctica”). Pero hubo un gobierno y un partido que sufrió lo indecible cuando la justicia entró a saco en aquellos ministerios de interior de sainete. Santo remedio. A ningún gobierno se le ocurrió repetir la hazaña.

España no tiene que mirar sin más al futuro. Tiene que ajustar las cuentas hacia el pasado, entrar a saco con todos estos quinquis que nos saquearon y hacer que los políticos cojan tanto miedo a robarnos como a montar grupos armados ilegales. Decir que lo que tenemos encima es una “casta” no es una simplificación injusta de políticos populistas. Es un eufemismo de gente educada. Lo que tenemos encima es una puta mierda.

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