La primera sensación ante la pantalla el día 30 era que, efectivamente,
estábamos ante un debate entre los aspirantes a la presidencia. Había tres
intervinientes con tres atriles y un cuarto atril sin interviniente
simbolizando que se esperaba a Rajoy tan en vano como a Godot. Quizá, siguiendo
ese impulso simbólico, se podría haber dejado sin atril a uno de los
intervinientes, simbolizando que no se esperaba a Alberto Garzón porque no se
le había llamado. Y todo era tan masculino que fue la primera vez que noté que
el vacío tiene sexo. Si hubieran llamado a Garzón e incluso si, haciendo algo
de arqueología, se hubieran acordado de UPyD y hubieran llamado a Herzog, el
plató de El País seguiría rebosando
testosterona. La igualdad de la mujer casi nunca pasa de susurro porque sólo se
pueden decir obviedades que suenan a ruido de fondo. Pero a veces uno se encuentra
leyendo un libro grueso de Caparrós sobre el hambre y, oculta en la página 242
y sin nada que la destaque especialmente, nos espera como un alfiler escondido
para pincharnos el ojo la afirmación de que el suyo, al ser sobre el hambre, es
un libro sobre mujeres, que la mujer es al hambre lo que el agua al cuerpo, el
90% de su materia. Y con esa imagen en la retina aquellos atriles y aquellas
ausencias sin mujeres me resultaron algo más que un susurro.
Pero, como digo, aquello parecía un debate. Pedro Sánchez tenía que cargar en
la chepa él solo con todo el bipartidismo y por eso era el que más señalaba al
atril vacío, al que más se le aparecía en el debate el fantasma tan ausente
como el del medio de los Chichos, según la magistral y desopilante asociación
de Manuel Jabois. Al PSOE le pesa el pasado, es decir los hechos, casi tanto
como al PP y por eso en campaña Pedro Sánchez busca el combate con el PP
dándole al PP la exclusiva del pasado para así escapar de él. A Albert Rivera
empieza a notársele falta de fondo de armario. Hubo tiempos en que el silencio
de Adolfo Suárez parecía un silencio estratégico que precedía a la madre de
todas las batallas. Hasta que se fue haciendo evidente que era que no tenía
nada que decir. A Rivera se le empieza a notar que no tiene nada nuevo que
decir. Aunque debate bien, dos o tres pullazos seguidos le llenan el cuerpo de
pulgas. Y antes o después llamará la atención que sus escenarios siempre son
con poca gente. Pablo Iglesias en un momento les dijo más o menos que se calmaran
y no le levantaran dolor de cabeza, que bastante turra tenía él con Inda y
Marhuenda. La cosa tenía su profundidad. En realidad lo que estaba diciendo es
que él estaba en su casa, en la tele, que los otros eran los recién llegados y
que se limpiaran los pies en el felpudo antes de entrar. Parecía un partido con
gol de oro. Nadie buscó la victoria. Los únicos picos los consiguió Pablo
Iglesias, sobre todo por la torpeza con que Pedro Sánchez le pinchó en los
pocos momentos en que no aludió al del medio de los Chichos.
Pablo Iglesias sigue pareciendo comedido con Rivera cuando lo tiene
delante. Puede que no encaje en su discurso. No encaja en la denuncia de la
vieja política, porque a Rivera se le acepta también como emergente. Y no puede
contrastarse con él con una expresión rápida al renunciar a referencias
ideológicas explícitas. Renunciar a llamarse de izquierdas es lo que vinieron
haciendo las movilizaciones izquierdistas más reales de los últimos tiempos
(las mareas y las plataformas), pero lo hicieron dialécticamente bien: no
diciendo nada. Pretender justificar la acción política en los hechos y no en la
ideología da claridad porque lleva al grano. Pero sin decirlo. Verbalizar una
vez que no se pretende estar en la derecha ni en la izquierda crea confusión.
Verbalizarlo muchas veces crea más confusión. Y ahora puede que falte
vocabulario para contrastarse de un plumazo con Ciudadanos. O a lo mejor es que
Pablo Iglesias cree que no está ahí el frente, que puede ser.
Garzón se añadió al debate en diferido como un sobre de Bárcenas. El mismo
periódico que lo excluyó del debate televisó una entrevista con él al día
siguiente para dar al mundo un ejemplo de pluralidad. Garzón vio a los tres
candidatos muy trillizos en el centro y sintió ecos en el hueco de la izquierda
de tan vacío que lo sentía. Es el eterno razonamiento geopolítico de IU. Dudo
que consigan dar sabor al caldo con la ideología como único hueso. Garzón cree
haber sido excluido de los debates por razones ideológicas. Ojalá fuera eso.
Puede que sea peor.
Mientras tanto Rajoy va sembrando los canales de televisión de jovialidad y
collejas domésticas. Piensa, seguramente con razón, que si Juan Carlos I a base
de campechanía consiguió durante décadas que no nos preguntáramos a qué se
dedicaba, a lo mejor derrochando esa misma llaneza nos olvidamos de la impiedad
y deshonestidad con la que trató a la nación.
El vistazo a la prensa del día siguiente va dando perspectiva al asunto. El País, transido de democracia,
atraganta su portada de debate y de hito histórico e ignora las campechanías de
Rajoy en Telecinco. Y en los demás periódicos e informativos, según el espectro
ideológico y sobre todo la matriz empresarial del medio, el dichoso debate se
esfumaba y aparecía en su lugar el lado humano de Rajoy en Telecinco o bien
ocupaban las dos cosas un espacio tibio. Demasiada diferencia. Lo que habíamos
visto no era un debate político más que en la epidermis. Era una pugna de los
medios por la audiencia electoral. Los políticos de esta hornada son jóvenes, algo
protestones y dividen el voto en muchos trozos. Hasta el PSOE tiene a un
novato. Son más entretenidos que los Rubalcabas tan manidos del bipartidismo.
Dan más juego. Y ellos parecen aceptar un formato, quizás porque no les quede
más remedio, en el que se recuerda más la frikada asociada a un pico de
audiencia que razonamientos demorados o análisis. Decía antes que ojalá la
exclusión de Garzón fuera por censura ideológica, porque al menos eso no es
banal. Yo creo que fue por estética. Los cuatro atriles me dieron la sensación
de un Belén concebido por un medio de comunicación, con dos de la vieja
política y dos emergentes a derecha e izquierda. Querían un Belén, pero sin caganer que estropeara la estética. No
es que Garzón tenga peligro ideológico, a buenas horas, con lo bien que
durmieron siempre Arriola y Botín con IU rondando por ahí. Es que desarregla el
escaparate. Siendo líder en las encuestas, El
País manipuló la información contra Pablo Iglesias hasta el sonrojo. Con
las encuestas más tibias, la cuestión pasa a ser su impacto en la audiencia y
en el aspecto del Belén electoral.
Y si, después de visto el debate y ascendido a los medios, ascendemos un
poco más a los dueños de los medios, se hacen visibles racimos de canales,
emisoras y periódicos y se notan los ojos con que miraron hacia Rajoy a corazón
abierto y hacia el debate, según sea El
País o Telecinco el componente del racimo. De manera que, como en la
caverna de Platón, lo que vimos que parecía un debate era sólo una apariencia cuya
causa y fundamento se encuentra en algo no inmediatamente visible, que son los
intereses de los medios, que a su vez encuentran su fundamento en las empresas
y acreedores que los poseen. Pero en la alegoría platónica, las apariencias
eran lo oscuro, porque eran sombras que se veían en una caverna umbrosa. Y la
verdad que les servía de fundamento era luminosa, porque era la luz la que las
causaba. En el mundo real las cosas parecen invertirse. La luz está en la
apariencia. El debate fue más ágil y con menos alcanfor que otras veces. A
medida que trepamos hacia el fundamento de las cosas, nos vamos topando con
Cebrianes y finalmente en la causa final con Berlusconis y bancos. Cuanto más
cerca de la verdad más oscuro y siniestro todo. La alegoría platónica vuelta
del revés.
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