Me decían un día que un chico había tenido una novia demasiado pudorosa y
que en cierta ocasión le pidió a la chica que por Dios le dijera algo lascivo y
audaz. La chica, por amor, se armó de valor y, roja como un tomate, echó los restos
y acertó a decirle: ¡guapo, salao! No dio más de sí su atrevimiento. Y es que
oyendo y leyendo todo eso del barro, del macarrismo y del navajeo en el debate
del lunes, uno podría creer que Pedro Sánchez le cascó a Rajoy alguna de esas
expresiones que tanto bramamos tantos en esta legislatura y que no reproduzco
por no hacer de este periódico una publicación ruin, mezquina y miserable. Pero
resulta que es que lo llamó “indecente”. Vamos, como si en una película porno
la actriz llama guapo y salao al machote itifálico.
El debate fue una foto fija de la situación política y hay mucho que
lamentar, pero no que alguien llame indecente a alguien. Si el problema de
haber usado esa palabra es la acritud y malas maneras, a eso ya estábamos
acostumbrados. En el Debate del Estado de la Nación, Rajoy llamó patético a
Sánchez y ya había llamado bobo solemne y acomplejado a Zapatero, además de
endilgarle que agredía y humillaba a las víctimas del terrorismo. Esperanza
Aguirre hace poco nos refrescó esos chirridos diciéndole a Carmena que estaba
con ETA. Si el problema es lo injusto o inmerecido del calificativo, podríamos
recordar que el nombre de Rajoy figuraba en los papeles de Bárcenas como
perceptor de dineros mal habidos o las 14 horas de registro de la sede del
partido que preside. Pero no hace falta salirse del debate en el que recibió el
apóstrofe de Pedro Sánchez. En él, por ejemplo, negó haber bajado las
prestaciones por desempleo. Uno de los momentazos de la legislatura que tenemos
todos en la retina interior fue aquel protagonizado en el parlamento por Andrea
Fabra, cuando gritó “¡que se jodan!” mientras se rompía las manos a aplaudir.
Escandalizó en aquel momento esa exclamación tan arrabalera por su relación con
lo que estaba diciendo Rajoy en la tribuna. Estaba diciendo precisamente que
bajarían las prestaciones por desempleo y estaba teniendo la indecencia de
decir que lo hacía para incentivar que la gente buscase empleo. Y en el debate
de marras Rajoy no tuvo la decencia de reconocer que había dicho aquella
indecencia. Y, finalmente, si el problema es que Pedro Sánchez faltó al respeto
de la audiencia introduciendo el insulto directo en un debate, la audiencia
también tenía ya callo en esto de que le falten al respeto y le tomen el pelo. No
hay que buscar muy atrás. A las delirantes escenas de Bertín y Rajoy sólo les
faltó que los dos se troncharan de risa mirándonos con la mano en el paquete y
señalándonos con el dedo. Y al numerito de mandar a Soraya y quedarse en Doñana
no le faltó nada. Fue una burla esférica y sin impurezas.
No, el problema del debate no fue la acritud. El debate, como esta etapa
política felizmente transitoria pero rigurosamente real y presente, olió a
pasado desde la misma presencia de Campo Vidal. Pero tampoco este fue el
problema. Veamos, en los debates previos llamaron la atención las ausencias,
entre los que se escondían y los que no eran invitados. En el del lunes las
ausencias que se hicieron notar eran las de quienes estaban allí. Debería ser
el momento en el que se mostraran como las únicas opciones posibles y dejaran a
los “emergentes” como adornos navideños. Y llenaron tan poco nuestro buen
juicio y nuestro sentido de la estética que sólo parecieron ausencias llenas de
resonancias del pasado. La deuda de España y su peso en nuestro futuro marca la
severidad e intransigencia que debemos tener con las malas prácticas
(corrupción incluida) que fueron acumulando quienes nos gobernaron. Nada más
fácil que cada uno cogiera a puñados trozos del pasado del otro y se lo tirara
a la cara y a lo más fácil se aplicaron. El PSOE paga más caro ese pasado y se
pregunta cuándo dejará de pagarlo. El problema del PSOE (y del PP) es que ese
pasado sólo es pasado si está cerrado, si pudiéramos suponer que sus prácticas
políticas van a ser diferentes. Y para que tal suposición prenda en nosotros,
siendo así que no somos clarividentes y no podemos tener certezas sobre el
futuro, necesitamos confiar. El PSOE hace muy bien en reafirmar su autoestima
en lo que considera aciertos para el bien común en su gestión pasada. Pero no
conseguirá confianza hasta que no sea capaz de una autocrítica que le permita
hablar del pasado propio y el ajeno con la misma libertad y con el mismo
lenguaje con el que habla cualquiera de nosotros. Felipe González, por ejemplo,
es un personaje sombrío implicado en muy malos contrabandos. Pedro Sánchez no
puede hablar con libertad de él ni de la indignidad de que personas como él
entren en consejos de administración de sectores sobre los que tomaron
decisiones de gobierno. Mientras esto sea así, no importa que sea joven y
razonablemente inocente. En el cara a cara con Rajoy parecía de la misma edad y
con el mismo tufo de un pasado con el que la gravedad de la situación actual no
nos permite transigir.
Pero decía antes que el problema del debate no era la acritud y ni siquiera
el olor a moho y sensación de pasado. Es la posibilidad muy real de que estos
dos partidos que vagan como espectros en la sensibilidad de la gente y que son
percibidos como el musgo de nuestras instituciones sigan siendo los más votados
(aunque está por ver que el PSOE sea la segunda fuerza). No dejan de perder
votos de elección en elección y la tendencia es muy evidente. Pero aquí y ahora
la gente los vota a la vez que no espera gran cosa de ellos y que no siente la
mínima sintonía con ellos. Es lo más notable que se hizo patente durante el
debate: lo poco que tienen que ver con la gente aquellos a los que la gente va
a dar la mayor parte de los votos.
Albert Rivera y Pablo Iglesias intuyeron con rapidez y astucia el efecto
que causaba el debate e hicieron en la Sexta (¿qué hacían los candidatos
haciendo de comentaristas tertulianos sobre unas elecciones a las que se
presentan? Qué país) lo que Sarkozy a Ségolène Royal. Se hicieron el avatar de
la intuición de la audiencia poniendo los dos caras de gravedad y asombro y
diciéndose con pesar que cuánta acritud y qué palabras tan horribles, con lo
que discrepamos tú y yo, eh Albert, pero no nos decimos cosas así, es verdad,
Pablo, es verdad. Huelen a futuro, pero aún no es del todo su momento. Y el
momento del PSOE y el PP ya pasó. Si los pronósticos se cumplen se formará un
gobierno lleno de pasado al que nadie imagina ningún futuro. Tendremos
seguramente un parlamento vivo en el que burbujearán cosas nuevas y en el que
la gente sentirá su propia voz como hacía tiempo que no lo sentía. Pero si la aritmética
de ese parlamento no permite que ningún acuerdo entre afines ideológicos tenga
mayoría, la única coalición contra natura imaginable es la grande, la gran
coalición entre PSOE y PP, lo que intensificaría el carácter póstumo del futuro
gobierno. Veremos crecer la tensión ya vivida en esta legislatura entre un
sistema que quiere ser cada vez más pequeño legislando como antisistema cada
vez más cosas y una sociedad disconforme que no cabe en su pellejo.
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