Confieso ser uno de esos desagradecidos a la Transición que tantas
lecciones de historia no solicitadas viene recibiendo en estos tiempos. Mi problema
con la Transición es que en demasiados aspectos no hizo honor a su nombre. A
veces, cuando el autobús va lleno, arqueamos la espalda para dejar pasar a
alguien y eso está bien, porque es un desarreglo transitorio que permite que
otra persona busque su sitio. Pero otras veces uno arquea la espalda y el parroquiano,
en vez de pasar al fondo, se acomoda en el hueco que le abrimos y nos quedamos
con la espalda en un incómodo escorzo para el resto del viaje. Y no es lo
mismo. Lo que es bueno transitoriamente puede ser una rigidez inaceptable
cuando se hace permanente. Algunos no acaban de entender que el problema no fue
arquear la espalda, sino que la espalda ya nos duele de tanto mantener la
postura forzada, de tanta inercia de aquella Transición que no se acaba. Y a
base de no tocar el jardín por lo bien que lo habíamos hecho entre todos, lo
tenemos lleno de maleza y de zarzas. Si hubiera de reducirlo al mínimo, diría
que hay dos rigideces principales de la Transición que, por su riqueza de
consecuencias, van deformando cada vez más el país. Una es tan constante que
llega a no notarse como llegan a no oírse los ruidos continuos. La otra aparece
y desaparece en pulsiones y retracciones, como el Guadiana, y ahora está de
actualidad.
La primera se refiere al funcionamiento de los partidos en las
instituciones. Era lógico que, transitoriamente, se ideasen procedimientos que
hicieran fuertes a los partidos, para que la sustancia de la democracia no fueran
agrupaciones volátiles. Pero esos procedimientos, sostenidos por décadas, no
hicieron fuertes a los partidos, sino que los convirtieron en colesterol malo
del sistema, por los recursos que consumen y por la atrofia institucional que
inducen. El caso Bárcenas mostró las cuentas B del PP, pero también las cuentas
A, aquellos sueldos millonarios legales, como si realmente la democracia necesitara
multimillonarios a costa del Estado en la cúpula de los partidos. Instituciones
clave para el control y equilibrio de poderes en el Estado (Fiscalía General
del Estado, Tribunal Constitucional, Tribunal Supremo, RTVE, Tribunal de
Cuentas, órganos reguladores de todo tipo, Consejo General del Poder Judicial, consejos
de administración de empresas públicas, …) quedaron en manos de militantes y a
las órdenes de los órganos internos de los partidos dominantes. Proliferaron
entes públicos, cargos indemostrables y funcionarios de libre designación que
convirtieron a los partidos mayoritarios en agencias de colocación. Con el
aparato institucional atrofiado, el descontrol fue la norma y la corrupción y
el delito camparon a sus anchas. La baba del clientelismo partidario inundó el
sistema financiero público y de ahí vino el principal aporte a esta deuda
impagable que nos asfixia. Los partidos se hicieron (perdón, pero es que me
gusta esta palabra) una casta oligárquica bien avenida que protegía a los suyos
y siguen siendo el ecosistema más fértil para tener trabajos bien remunerados
antes de los treinta años. Hace mucho tiempo que este aspecto de la Transición
pide a gritos ser liquidado como transitorio, desparasitar las instituciones
(hay modelos legales abundantes en los que beber) y replantear los recursos que
consumen, incluido tanto pesebre disfrazado de ente público.
El otro aspecto es el de actualidad, el miedo. La Transición, siempre
temerosa del olor de la dictadura, nos educó en la convicción de que hay que
proteger a España de los españoles. En los alborotos y en los fondos cenagosos
está la materia que nos hace resbalar hacia nuestra Historia. Mejor evitar
estridencias, mirar hacia delante y no agitar las aguas, no vuelva a caer
España en manos de los españoles. El temor a lo confuso y a lo incierto
hipertrofia el apego a lo seguro, fortalece la impunidad de lo malo conocido y
normaliza en la convivencia al monstruo y la extravagancia. La Transición dejó
secretos, muchos secretos, de tan educados como estamos en no revolver las
aguas. La injusticia extrema con que se generó y se gestionó la crisis creó el
estado de ánimo que hizo posible la emergencia de Podemos, un grupo ajeno a ese
«espíritu de la transición» que podía revolver todos esos secretos y convertir
a la Transición en transitoria. Así que se agitó ese miedo, se hizo esa propaganda
enloquecida de Venezuela, se invocó un populismo confuso que mezclaba churras
con merinas. El PSOE depende orgánica y financieramente de su posición ortodoxa
dentro del sistema, pero es el PP quien determina cuál es la ortodoxia. Agitado
por emociones encontradas, el PSOE entró en este juego propagandístico del caos
y ayudó a que el miedo a los españoles hiciera impune a un PP que viene
funcionando, a plena luz del día y sin necesidad de ocultarlo, como un grupo
delincuente y mafioso (mientras el PSOE sigue bajando porque él no tiene agua
que sacar de la impunidad).
Si un día vemos en nuestra cocina ranas y sapos o corretear de vez en
cuando una rata por la sala, debemos pensar si no tendremos ya demasiado
descuidado el jardín. Y algunos síntomas de esos desarreglos tenemos. El día de
las elecciones nos dio los resultados Jorge Fernández, el tipejo que conspira y
engaña desde el Ministerio, que recibe a ladrones de alto standing y baja
estofa como Rodrigo Rato, que ampara disparar y matar a inmigrantes que están
en el agua, que otorga medallas fanáticas a vírgenes. Y ahí sigue. El informe
Chilcot británico nos recuerda que en el Reino Unido las cosas se investigan y
las verdades se hacen públicas. Este informe nos recuerda por contraste que
aquí el Borbón emérito está aforado con siete llaves y no se puede saber ni el
dinero que tiene ni menos cómo lo ganó; que no podemos saber qué pasó el 23F,
ni los detalles de España en la guerra de Irak. Pero además el informe señala
que Aznar fue uno de esos rufianes que engañaron y manipularon para esa
actividad de muerte. Aznar entró en la alta política con la desconfianza del mediocre
acomplejado. Tanto le dijeron lo hombre de Estado que era que quiso entrar en
la historia como suelen los mediocres: lamiendo el culo al matón del recreo. En
el Reino Unido Blair tendrá que hacer algo más serio que pedir perdón. La
inercia de la Transición en España, sin embargo, apuntará a no aplicar la ley y
que el infame mentiroso disfrute del botín. Y ya puestos, y como cabe todo en
esta casa de jardín tan descuidado, ¿por qué no habría de aparecer Federico
Trillo? Este señor fue responsable del accidente del Yaq-42 en el que murieron
75 personas; la gestión que hizo de los cadáveres fue la de coger de cualquier manera
sus restos y repartirlos en bolsas, para después insultar y menospreciar a los
familiares. Años después nos lo encontramos en Londres disfrutando de una
Embajada y cobrando comisiones indignas como un truhan, tras haber sido el
encargado de entafarrar la investigación de la financiación ilegal de su
partido. Este desvergonzado sabe que está en un país donde no tiene por qué
ocultarse y nos sale con que España no estuvo en la guerra de Irak. Como digo,
cuando es tan normal que personajes tan de desecho campen por nuestra cocina y
correteen por nuestra sala, algún arreglo tenemos que hacer en el jardín.
Felipe González, desde El País (que
son dos cosas, no una), y desde los intereses económicos que protege y de los
que cobra, nos recuerda que el huerto tiene guardianes que siguen cuidando que
España no quede en manos de los españoles. La mejor manera que tienen de
protegerse y protegernos de Podemos es hacerlo innecesario y cerrar de una vez
esta Transición perezosa que lleva cuarenta años, entender que los españoles no
tenemos y no queremos secretos y que España somos los españoles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario