Hay palabras que, según contextos, merecen ser llamadas infecciosas,
coagulantes o divinas. Ya sé que no se parece en nada algo infeccioso, algo
coagulante y algo divino, pero las sinonimias contextuales son así de
caprichosas. Decía hace tiempo Murray Gell-Mann que, cuando en una conferencia hacía
mención a la teoría del caos, aunque fuera de refilón y fuera cual fuera el
tema de la conferencia, al final recibía felicitaciones por su estupenda charla
sobre la teoría del caos. Son infecciosas esas palabras porque cuando se oyen
son lo único que se oye y contaminan a todo el discurso de tanta atención que
concitan. En el caso del caos, la razón era la moda. Hay gente que entra en los
temas complejos como resbalando en ellos, con más ganas de hablar que de
estudiar, y muchos de ellos se sintieron en una nueva frontera del conocimiento
viviendo en el caos.
Pero la moda no es la única razón que hace infecciosas a las palabras. Hay
palabras que suenan como esas campanilla que llamaba a la mesa a comer o que
ponía en marcha a Bankia. Son palabras que convocan certezas. Así, todavía resuenan
los ecos del caso de María Frida y sus consejos para sobrevivir en el colegio. Alguien se ofendió mucho con el
libro de los consejos y lanzó una campaña de firmas nada menos que para que la
editorial retirara el libro, es decir, para que se prohibiera un libro. En el
momento de escribir estas líneas había ya treinta y tres mil personas que
habían puesto su nombre en una lista apoyando esta petición. Articulistas en
sus columnas y personas de a pie en sus cuentas de redes sociales se revolvieron
contra semejante petición y clamaron contra tanto aspirante a inquisidor y
censor. Pero en realidad no hay tanto anhelo de censura ni hay treinta mil Torquemadas
respirando por Change.org. Quien lanzó la campaña dijo que el libro incitaba al
«bullying», y se congraciaba con
actitudes «machistas» para una audiencia «manipulable» por su corta edad. Al
aparecer palabras como «bullying» y
«machismo» acuden en tropel certezas diáfanas y compromisos insobornables. Esas
palabras resuenan porque traen consigo unos convencimientos sobre los que
renovamos nuestros votos cada poco por su persistencia en las noticias y en la
cháchara de café. De acoso escolar y de nefandos crímenes machistas tenemos
doloridos los oídos y el alma, y seca la garganta de hablar de ello en nuestras
conversaciones informales. Esas dos palabras atraen tanta atención que, como le
pasaba a Gell-Mann con el caos, casi no leemos nada más, parece que nos piden apoyo
contra el acoso y contra el machismo. Y gente normal estampa su nombre sin
reparar en que lo que se pide es que se prohíba un libro.
Esas palabras infecciosas hacen como los mangles, árboles bulbosos que
arraigan en aguas poco profundas y que, a base de retener con su raíz impurezas
y materiales de paso, van condensando suelo a su alrededor. Estas palabras
coagulan alrededor de nuestros convencimientos los sucesos en que se pronuncian
y apelmazan en torno a ellas cualquier cuestión y la simplifican. Esto produce
dos daños evidentes y relacionados. Uno es que desorientan la conducta sobre
temas sociales y públicos por tergiversar el ámbito de los principios y
convencimientos. Ninguna sensibilidad contra el acoso o el sexismo debe llevar
a la prohibición de libros. Como no leí el libro, hablemos de posibilidades. Puede
que el machismo y la incitación al acoso forme parte de la ficción o ironía del
libro. En ese caso, deberíamos ahorrar a los demás el recitado de nuestros
principios y no tratar al machismo y el acoso como materia de catecismo, es
decir como materia muerta para el pensamieno, que a esa categoría los rebajamos
cuando confundimos planos y niveles. En tiempos de Tini Areces, el Ayuntamiento
de Gijón promovió una interesante campaña de prevención del alcoholismo juvenil
que se hizo a través de un cómic titulado Los
Potaje. En una de las viñetas aparecía al fondo de la escena un anuncio con
una mujer en bikini. Antonia Fernández Felegueroso entendió que aquella viñeta
era sexista y su concejalía de Asuntos Sociales prohibió el cómic. Tal vez si
en la acera apareciera una cagada de perro lo hubieran censurado por
insalubridad. Algo así pasó con el bochornoso caso de los titiriteros y el gora
a ETA camuflado. Siempre es la expresión infecciosa y coagulante (ya dije que
eran sinónimos contextuales), «sexismo», «terrorismo» o «víctimas», la que
aplana el resto del discurso. Una segunda posibilidad es que ese libro sea,
efectivamente, machista y frívolo con el problema del acoso, como machistas
eran las gracietas de Vizcaíno Casas. En ese caso está justificado que se llame
a la autora, en los tonos y colores que cada uno quiera, frívola y facha y
hasta imbécil. Pero ni a ella ni a Vizcaíno Casas se les pueden prohibir sus
libros. Y me cuesta creer que tal sea el ánimo de tantas decenas de miles de
personas. Creo que más bien es esa desorientación de la conducta inducida por
las palabras hacen circular principios correctos como coágulos provocando ictus
y conductas desnortadas.
Y el otro daño es que el fenómeno aplana escalas en los juicios morales sin
distinguir grados relevantes. Creo que algo de esto hay en el caso de Pablo
Echenique. El problema que yo percibo no es si lo que hizo es ilegal (que me da
igual), o si es aceptable (que no lo es), o si sus respuestas mejoran o
empeoran la cuestión (que la empeoran, y cómo). El problema es que al irrumpir
expresiones como «corrupción», «derechos laborales» (los del asistente sin
asegurar por un tiempo), «fraude» (a la Seguridad Social), se produce ya esa
congregación de certezas diáfanas que ignora grados relevantes en la ética de
la conducta. Las cosas inadmisibles no tienen, por ser inadmisibles, todas el
mismo rango. Inversamente, no porque se diga que dos cosas tienen distinta
gravedad estamos diciendo que una de las dos es parcialmente admisible. Que yo insulte
a un alumno es inadmisible. Que yo lo asesine, también. Pero una cosa es más
grave que otra y decir esto no quiere decir que insultarlo a capricho sea hasta
cierto punto algo aceptable. Palabras como «fraude», «corrupción» o «explotación»
en el caso de Echenique, son palabras verdaderas pero, siendo escuchadas como
palabras coagulantes que borran los grados en la gravedad de las cosas, nivelan
este caso con esa tragedia nacional que es la corrupción sistemática,
organizada y tenaz de los grandes partidos, sobre todo del PP. Y eso es
desorientador. Al nivelar lo que el sentido común pide a gritos distinguir, se
diluye la propia categoría ética que se busca defender y se trivializa la
transgresión grave e insólita como si fuera un aspecto extendido en la conducta
común: si todos o muchos seríamos Bárcenas, lo de Bárcenas no es tan
escandaloso. No estoy diciendo que deba o no dimitir Echenique. Sólo digo que
no quede nuestro juicio atrapado en palabras que los convierten en piedras, por
distraer nuestra atención de los demás detalles, y acabemos reduciendo al
absurdo esos principios morales igualando lo que debe ser distinguido. Ni vale
el «y tú más» para justificar conductas inadmisibles, ni vale asimilar a
Echenique con los depredadores de las arcas públicas que nos abochornan y
empobrecen cada día. En la infamia, el tamaño sí importa.
El famoso bosón de Higgs es la partícula responsable de que las demás
partículas se hayan «coagulado» en eso que llamamos materia. Es la partícula
responsable de que las cosas, en el sentido más normal del término, existan y
por eso Lederman la llamó la partícula divina. Por eso, el cacpricho del
contexto puede asociar lo infeccioso, lo coagulante y lo divino. No sé si el
efecto de las palabras en la conducta es divino, pero algo de mágico tienen y
no para bien. Dejémoslas decir lo que dicen y no las dejemos que nos
distraigan. Las palabras que nombran principios, cuando se hacen infecciosas y
divinas, son materia muerta en el pensamiento, no principios insobornables.
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