Los diccionarios dicen que la condescendencia es un acto amable por el que
uno se acomoda a la opinión o deseos de otro. Pero se equivocan. Si intentas
compensar con unas gominolas a un niño al que le acabas de negar una bicicleta,
el niño las sacudirá airado y reforzará su berrinche. En su inocencia intuye
que la condescendencia no es un acto amable. Es un acto insincero con el que se
degrada la opinión o deseos a los que el condescendiente se acomoda. Más aún.
La condescendencia siempre es el precio ofensivamente bajo con el que se tasa
alguna pérdida nuestra. El niño se siente insultado por quien pretende que unas
gominolas es lo que vale quedarse sin bicicleta. Y condescendiente y nada
amable es tanto elogio a este PSOE descabezado y movido desde el pasado y la
ceguera y tanto encarecimiento de lo que le «está arrancando» al PP. Los que
alentaron que entregara sus diputados a Rajoy ahora les dedican a los votantes
como consuelo editoriales y titulares condescendientes por una leve subida del
salario mínimo (menor de la que había planteado Unidos Podemos). Su
condescendencia incluye todo tipo de cantos al valor del acuerdo y los pactos y
al buen hacer de ese PSOE sin jinete y aturdido.
El ideario del PSOE y el impulso de sus votantes y militantes choca con la
derecha. Pero la deslegitimación le viene al partido desde la izquierda. El
PSOE tiene poco compromiso con sus propias ideas y es poco propenso a políticas
que las desarrollen si tales políticas crean conflictos con fuerzas poderosas
(banca, grandes empresas o Iglesia, por ejemplo). Cuando su izquierda se hace
fuerte y amenazante, el PSOE traslada el frente de combate a la izquierda en
vez de buscar legitimación en un cambio de conducta. Le pasó en los ochenta
cuando tenía mayoría absoluta y no tenía más oposición que unos sindicatos que entonces
tenían gran capacidad de movilización. Y eso le pasa ahora con Podemos. Lo
pudimos oír en Gijón hace poco. El problema de España no está en las medidas
que aumentan la desigualdad y el desamparo. El problema está en el «populismo»,
según Javier Fernández, que sigue moviendo los labios como si hablara él, y no
fuera la ventrílocua Susana Díaz quien mueve los hilos. Alfonso Guerra, con la
adaptación al mundo de los vivos de un zombi, decreta que el normal contraste y
tensión que debe haber entre el PSOE y la derecha es «odio» y que el odio a la
derecha no puede ser su programa. Es decir, que el PSOE no debe lidiar con la
derecha. El frente está en la izquierda, con Podemos.
El PSOE de los ochenta que se enfrentaba a los sindicatos era un PSOE
poderoso, podía pelear sin desfigurarse. Lo del PSOE actual es mucho más
triste. No tiene ya el tamaño de un partido de Gobierno. Quemó sus propias
naves para dejar a Rajoy en el Gobierno y ahora tiene que permitir la
gobernabilidad para que unas elecciones no lo dejen más pequeño todavía. Y
tiene que hacerlo pareciendo que hace oposición y que consigue cosas, porque su
conducta parlamentaria hace irreconocible su programa. Pero todo es ficción: la
subida del salario mínimo era inevitable y fue la mínima posible, de la LOMCE
sólo se están discutiendo aspectos epidérmicos y con cualquier configuración
del Parlamento desaparecería la escandalosa ley mordaza. Además de sostener a
un Gobierno que violenta el alma de sus votantes, cumple el triste papel de ser
quien se enfrente a la izquierda emergente buscando legitimidad izquierdista en
una entrega a Rajoy que quieren hacer pasar por pacto y consenso. El votante
está en tierra de nadie, porque le desazona que el PSOE sea el soporte de
aquello contra lo que tanto clamó y además le embarazan las arremetidas de
Podemos que cada vez encuentran más carne. Así que el PP está a sus anchas. Con
un PSOE de llavero que se bate con la izquierda, Rajoy apenas tiene que
intervenir y Esperanza Aguirre puede dedicarse a hacer el gamberro en la Gran
Vía.
Este no fue el Parlamento que salió de la urnas. Nadie votó a este PSOE. Es
evidente que Felipe González y Cebrián alinearon pasiones dispersas para que
sirvieran a un único fin: apartar a Pedro Sánchez para evitar un pacto con
Podemos (no para evitar terceras elecciones). González y Cebrián quieren actuar
desde la España que llegaron a tener y que ya no existe sobre esta otra España,
en la que retienen poder pero ya ningún predicamento. El roce de estos dos
personajes con la realidad actual hace el ruido de unas uñas arañando un
encerado. Su oscura evolución hace que su influencia residual sea dañina y
ajena a los tiempos. Por eso el PSOE que la gente votó y que debería ser
oposición del PP no existe.
El vacío de oposición se completa porque Podemos aún no ocupó debidamente
su sitio. Los debates entre Rajoy e Iglesias son distendidos y los dos están
tranquilos, ocurrentes e irónicos. Esto ocurre porque no tienen frontera, no
hay votos que se disputen los dos partidos. Por eso no hay tensión. Y ahí
Iglesias se equivoca. Rajoy no es tonto, conoce bien el paño electoral y sabe
que mientras haya ese hiato entre PP y Podemos, todo va bien. Puede parecer que
es la distancia lógica que inducen ideologías tan distantes. Pero no es así. Para
ser oposición, Podemos tiene que rascar en alguna capa de los apoyos del PP y
lo que le separa de las capas menos ideologizadas no es la ideología, sino el
mensaje y el tono. Por ejemplo, decirle a Rajoy que cumple órdenes de Merkel
tiene una base cierta, pero es una afirmación de trazo rápido que deja a Rajoy
cómodo en su sitio y le hace fácil el chascarrillo. Si le dice que lo que
quiere Merkel es imponer medidas que benefician a Alemania y que sería justo
que Rajoy no compartiera las que perjudican a España, está diciendo lo mismo
pero más cerca del sentido común y Rajoy sentiría que le muerden los tobillos. No
se acercaría a votantes moderados del PP por derechizarse, sino por hacer su
lenguaje más llano y menos asambleario. Podemos tiene que llegar a tocar la
conciencia y certezas de alguna capa de votantes del PP o no será oposición
real.
Pablo Iglesias es a la vez la garantía del tamaño actual de Podemos y
seguramente también una de las causas de sus límites. Que sea un personaje
excesivo le viene bien a Podemos para lograr un tamaño tan sustantivo. Pero, lo
sepa él o no, necesita ayuda. Se necesitan más caras, más talantes y más
mensajes para que Pablo Iglesias sume y no sea el límite. Necesitan voces
técnicas fuera del Parlamento que avalen y expliquen sus propuestas. Debe oírse
más a Errejón, cuyas evidentes dotes aportan matices y resonancias a Podemos.
Debe oírse a gente mayor y no sólo a jóvenes. Pablo Iglesias es un icono que
sigue necesitando el partido, pero esa paella necesita más ingredientes.
Algunos no quieren que el PSOE busque su recuperación «podemizándose» y se
quedan tan frescos viendo cómo se «ciudadaniza» haciéndose un apéndice del PP y
saltando y estirando el cuello de manera infantil para que se les vea, como un
Rivera cada vez más infeliz. El PSOE puede, desde luego, recuperarse, pero no
en esta versión a la que nadie votó. Y por supuesto Podemos puede completarse y
cuajar en una izquierda que realmente muerda las murallas del PP. Pero ni una
cosa ni otra está sucediendo. Es más probable una evolución en Podemos que en
el PSOE (¿quién le dirá «por qué no te callas» a González con el aplomo de un
Borbón?) y esta sensación está manteniendo un goteo, ya lento pero persistente,
de apoyo que se desplaza del PSOE a Podemos. Pero tampoco esto basta. Mientras
esto siga así, seguiremos con un PP desvergonzado y delincuente en el poder, una
oposición inexistente y un Podemos en su insuficiente latifundio discutiendo lo
que no importa. El problema de que esto se alargue es el de las malas
soldaduras de los huesos fracturados. La situación puede criar callo, hacerse
hábito en la mente de los votantes y una democracia ya atrofiada por el papel
parásito de los partidos en las instituciones que deberían ser independientes
podría viciarse aún más. El peligro no es el populismo.
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