«Amigos, Nadie me mata con engaño
y no con sus propias fuerzas» (Homero, La
Odisea).
Ulises se las arregló para no ser nadie cuando ser nadie distraía la
atención de los cíclopes y dejaban abandonado a Polifemo. Ulises consiguió no
ser nadie de la única manera en que se puede hacer tal cosa: con trampa y
engaño. Así Rivera se fue haciendo nadie en la vida pública. Aznar pregona la
inutilidad del PP y elogia las cualidades relevantes de Rivera. Felipe González
dice también que no se siente representado por ningún líder, lo que quiere
decir que no se siente representado por Sánchez. Y dice que no habla con
Sánchez, pero sí con Rivera, lo que quiere decir que por ahí van los tiros para
que él se sienta representado. Todo esto podría parecer deserción o deslealtad
con el partido. Pero tratándose de Rivera no parece que traiciones a tu partido
con nadie ni parece que hables con nadie. Y por eso hablar con él y no hacerlo
con Sánchez es sólo ejercer de referente del partido y provocar que Javier
Fernández riña a Sánchez por no cuidar a los referentes del partido. Así es
como se llega a interlocutor de González y hombre de Aznar, siendo nadie,
haciendo como que apoyar a C’s no es una toma de postura. El propio Sánchez
quiso en su momento aparentar que su pacto con C’s era con nadie y que Podemos
lo apoyase sin miramientos.
Rivera pone los límites del sistema en la moderación, que consiste en no
hacer ruido, como se logra no hacer ruido en nuestras sociedades: no rozando
con los poderosos, así sean banqueros u obispos. Y dentro de esos límites
pretendió ser nadie como los inmortales de Borges, que ninguno era nadie porque
cada uno era todos los hombres. Dentro de sus límites del sistema él es todos
los políticos, socialdemócratas y liberales, católicos y agnósticos, y lo
veremos en todos los sitios de bien, así sean pactos antiterroristas o
excursiones a Venezuela con selfies con opositores políticos y recuerdos de
niños pobres. Rivera es como la vocal schwa del inglés, la vocal neutra a la
que todas las vocales se aproximan cuando se relajan. Él quiere ser el político
al que se aproximan los demás cuando van destiñéndose y renunciando a programas.
Todo esto no quiere decir que siempre quiera ser nadie. Él, como Ulises, en
realidad sí es alguien.
Rivera ejemplifica canónicamente la moderación. La moderación se cultiva siguiendo
dos reglas sencillas con el lenguaje y las maneras. El lenguaje debe ser áspero
y bronco para señalar a las fuerzas que queden fuera del sistema. Y debe ser sensible,
cómplice y esforzado para predicar y aplicar la pérdida de derechos que
pretende la cada vez más insaciable clase alta. La primera regla es una característica
paradójica de la moderación. La moderación, en la política y en las costumbres,
debe ser radical hacia lo que queda fuera de lo correcto. Cuanta menos
importancia dé uno a la homosexualidad de su hijo, menos moderado es. Quien no
protesta por un acto de Femen o habla de sanidad con un separatista no puede
ser moderado. La moderación implica exclusión radical de lo incorrecto. Y lo
incorrecto no es sólo lo que esté fuera del sistema, sino lo que desde dentro
del sistema provoque enfrentamiento con sectores poderosos. Fuera del sistema
está un grupo terrorista; un grupo independentista no necesariamente; y desde
luego no están fuera del sistema IU o Podemos. Pero estos últimos pueden estar
dispuestos a crear conflicto con la Corona, o la Iglesia, o la Banca. Se puede
crear conflicto con trabajadores y pensionistas y ser percibido como moderado,
pero provocar roces con la Corona o la Conferencia Episcopal hace demasiado
ruido como para parecer moderado. Así que los moderados sueltan sus modales más
hoscos y menos dialogantes allí donde predican que están defendiendo los
límites del sistema, en esa frontera donde las ideas tienen que ser claras a
base de simples. Por eso Rivera sí es alguien para excluir enérgicamente
cualquier acuerdo con Podemos o nacionalistas. Y en esa dirección presionarán
siempre al PSOE. El PSOE puede ser más transigente para tratar con Podemos o
para intentar integrar a la mitad separatista de dos comunidades autónomas. Y
los moderados, los centristas radicales, atizarán al PSOE como si esa
transigencia fuera una debilidad o una incoherencia. Y el PSOE suele acabar
haciendo lo que haya que hacer para que los moderados no lo echen de la
moderación.
Es necesario fijarse en que la moderación política no tiene nada que ver
con la radicalidad o templanza de ideas y ni siquiera con la honestidad o el
respeto a la ley. Es notable, por ejemplo, que nuestro presidente llariego
Javier Fernández, que suele hablar poco pero mal, haya propalado por la prensa
su contento por el retorno de Pedro Sánchez al entendimiento con Rajoy. A
medida que los juicios van poniendo negro sobre blanco los saqueos y golferías
de todo lo que rodea a Rajoy, incluyendo su propio nombre en algún papel
apestoso, el sentido común dice que ninguna persona de bien debería sentarse donde
llegue el hedor de tanta desvergüenza. Pero Fernández cree que el país necesita
el entendimiento de los partidos moderados para las grandes cosas. Y no es que
él no abomine de la corrupción, pero no cree que eso excluya del sistema a un
partido. Él fue uno de los artífices del desgarro del PSOE para que no
gobernara con un pacto de izquierdas, porque el izquierdismo sí te saca del
sistema. La moderación tiene que ver con el trato que se tenga con los
poderosos, no con la templanza, la honestidad y la ley.
La otra regla de la moderación es el lenguaje compasivo y comprometido para
el recorte de derechos. El sistema es cada vez más insolidario porque los más
poderosos no quieren contribuir con su parte. Los partidos mejor dispuestos
para gestionar una sociedad desigual no nos dirán que nos quitarán la sanidad o
los estudios de nuestros hijos. Al menos no los moderados. Los brutos y
ramplones como Aznar sí lo dicen, porque parte de su mediocridad consiste en
sentirse poderoso siendo inmisericorde. Pero los moderados dirán que quieren
hacer «sostenibles» los servicios. La manera de mermar nuestros derechos es
rebajar el nivel de aquello que se universaliza y hacer pagar niveles de
atención pública que hoy consideramos derechos. Por ejemplo, se garantiza la
educación para todos, pero sólo la obligatoria. A partir de ahí, empezamos a
considerar la formación una excelencia que no tienen por qué pagarnos los
demás. La Universidad, que en Alemania es casi regalada, aquí ya va al bolsillo
de cada uno. En esos niveles Rivera quiere que haya «copago» (a la palabreja le
sobra la primera sílaba). Y los másteres son ya abiertamente un lujo, algo como
una casita en la playa nos decía Susana Díaz henchida de moderación. Se están
vaciando las atribuciones profesionales de los grados. Hay una fuerte presión
para reducirlos y que se acentúe su insuficiencia formativa. Se trasladan las
atribuciones profesionales a los másteres y la presión es a que se traslade a
ellos el peso de la formación superior. Y a la vez se nos dice que son un lujo
que cada cual debe pagarse. La idea no es quitarnos los servicios, sino
devaluar la parte de ellos a la que todo el mundo tiene acceso. La desigualdad
se acentuará cuando no todo el mundo pueda acceder a los niveles mayores de
formación o atención sanitaria. Todo esto se completa señalando como clase alta
a la gente que gana tres mil euros al mes. Para el que gana seiscientos es
fácil aceptar que eso es clase alta. A esa gente se le mantienen impuestos muy
altos y después se le dirá que ellos tienen que pagar los servicios porque
pueden. Ese es el vaciamiento de la clase media, la pérdida del bienestar y la
cada vez mayor desprotección de la clase baja (la educación es sólo un ejemplo;
los datos que deja Rajoy son devastadores). Lean con lupa el programa de C’s y
las entrelíneas de la parte del PSOE que tiene frío lejos de Rajoy y se hiela
en la izquierda. Que no nos cieguen las apariencias. Rivera es alguien y pactar
con C’s es una toma de postura para muchas cosas. Sólo parece nadie como lo
parecía Ulises. Con trampas y engaños.
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