No sé qué me hizo poner atención este año en el día de S. Valentín. No sé
si tiene algo que ver el tam tam feminista con el que se va acercando este ocho
de marzo o si es por uno de esos momentos gruñones que induce el mal gusto
desbocado. Iremos después a lo del ocho de marzo. Las comidas en plato con
forma de corazón y cubertería a juego y el empacho de color rosa en confiterías
y locales son un canto al mal gusto sólo comparable al de los lugares más
turísticos en temporada alta. Algunas veces surge la cuestión de la diferencia
entre el turista y el viajero. Realmente, no sé muy bien qué puede ser en estos
tiempos un viajero, pero sí sé lo distintivo de los turistas, porque tal es el
rol que asumimos todos cuando viajamos. Lo más notable de ese momento en que
somos turistas, aparte del hecho obvio de estar fuera de casa y tener
suspendidas las rutinas, es nuestra transparencia, lo bien que nos conoce todo
el mundo. Si paramos un taxi en Estambul, el taxista ya sabe que nos alojamos
en Sultanhmet sólo por nuestra indumentaria. Nos pregunta si ya fuimos a tal o
cual sitio o si ya probamos tal o cual comida, porque ya sabe a qué sitios
vamos a ir, qué comidas queremos probar o qué espectáculos queremos ver. Somos
un libro abierto. Y, como las rutinas están suspendidas, las sutiles líneas de
tensión que regulan nuestra conducta y nuestro decoro en las relaciones
cotidianas también se suspenden, y por eso como turistas solemos ir más
descuidados en maneras y vestimenta. Nadie ofrece su mejor versión como
turista. Muchos turistas juntos suelen formar un cuadro bastante hortera y los
lugares que no tienen más vida que la de los turistas que reciben, incluso
cuando son hermosos, tienen siempre ese halo de inautenticidad que suelen tener
las películas de Richard Gere. Pero cuando los turistas alcanzan las cotas
mayores de mal gusto es cuando tratan de vivir la experiencia impostada de la
vida y gente real del sitio que visitan. Esos occidentales que se hacen los
turcos comiendo sin sillas, tumbados sin saber encontrar postura, algunos hasta
con turbantes para la ocasión, o esos nórdicos que se hacen los sevillanos y
sevillanas en espectáculos cartón piedra de flamenco deshuesado para todos los
públicos, o los universitarios que recorren Amsterdam en bici para sumergirse
en la experiencia holandesa, toda esa gente alcanza sin duda las cotas más
elevadas de mal gusto asociado al turismo. Es la cota que se alcanza cuando se
consumen versiones manidas de productos mil veces regurgitados y degradados
impostando novedad.
No nos fuimos de S. Valentín. Parte de la revoltura que puede provocar el
empalago de este día tiene que ver con ese calco del calco de la simplificación
del amor que convierte a la conducta en pareja en una horterada superlativa y
nos hace, a quienes tenemos la condición de emparejados, medio reírnos de
nuestra condición como el afable Aquiles Zurita de Clarín se acababa riendo
lastimosamente del carácter alcarreño de su señor padre. Siendo una emoción
bella la que se celebra, podría ser un día que concitara más complicidad. Si el
amor tiene tres componentes, mezclados en distintas dosis, a saber: el del
apego, que nos da esa sensación de familia y apoyo con la pareja; el del sexo,
que ya saben; y el del arrebato romántico, que induce esos estados eufóricos,
egocéntricos y ensimismados que asociamos con el enamoramiento; si el amor
tiene esos componentes, decía, el que se caricaturiza en S. Valentín es el del
arrebato, puede que el más bello, pero desde luego el que más riesgo tiene de
traspasar la línea del mal gusto hortera. El cortejo y el arrebato se
manifiestan en una infantilización de la conducta y en una especie de combate
impostado con quien se coquetea. Los cuchi cuchis de pareja puede que sean
intensos, pero suelen preferir ser privados por lo infantilones que resultan
fuera del cascarón. Por eso, una celebración basada en una exhibición impostada
y caricaturizada del arrebato romántico tiene todos los boletos para ser una
horterada de primera.
Y la cosa no tendría más sustancia si todo fuera cuestión de mal gusto. Lo
que no debe escapar a nuestra atención, en S. Valentín, en comedias, en letras
de canciones o en tradiciones literarias, es la manera en que el bello amor
romántico y sus tópicos, como sucede a menudo con las tradiciones, es una
cápsula que transporta en formol actitudes caducas que se inyectan en tiempos
modernos amparadas en la máscara que las cubre. Una de las leyendas del amor,
de toda forma de amor, es que es una emoción tan bella y necesaria que nada la puede
superar en importancia. Ni la ética más básica. Tan poderoso y elevado es el
amor que en sus aguas naufragan todas las pautas comunes de convivencia y
derechos. Creo que todas las veces que oí la frase «por un hijo se hace
cualquier cosa» se pronunciaba para justificar una conducta egoísta,
ventajista, de fraude o abiertamente corrupta y de nepotismo. El amor romántico
lleva en su barriga, como el Caballo de Troya, la posesión y dominio sobre la
otra persona, su aislamiento y su anulación, que se sustancian en conductas siempre
excusables por el amor que las envuelve. Y no es broma. No niego que en ciertos
crímenes machistas de personas ya muy mayores haya una carga de rencor y odio.
Pero no sería tan preocupante el fenómeno si lo moviera el odio. El problema es
que lo suele mover el amor. El crimen es el límite mostrenco, pero esos vicios
de posesión y anulación del otro, tan generalizados, no tendrían lugar en la
mente moderna si no fuera por ese convencimiento de que el amor disuelve la
ética y está por encima de todo. Esas conductas excusables en nombre del amor,
se independizan y los abusos y acosos menudean ellos solitos por todas partes
sin falta de amor que las justifique. Como es lógico, la mujer es la que lleva
la parte mala de este juego. Casi siempre es posesión o anulación de la otra,
bajo el paraguas del amor o fuera de él.
Algún clic debió saltar en alguna parte, alguna gota rebasó algún vaso o
algunas líneas se cruzaron inesperadamente en algún punto, porque desde hace
poco, y de manera especialmente visible en el movimiento #metoo, se están
explicitando y denunciando de manera ya muy colectiva y muy airada situaciones
de acoso y de ataque sobre las mujeres que venían siendo tan cotidianas que parecían
como esos ruidos monótonos que llegamos a no oír. Esa infantilización de la
conducta tan dulce en el tonteo y tanteo con el que ligamos es un coñazo fuera
de ese limitado contexto y a una persona adulta puede llegar a resultarle un
acoso cuando se reitera muchas veces cada día. O cuando se repiten pequeñas
conductas de posesión, con tocamientos, acercamientos o provocaciones, que
nunca son galanteos en ambientes jerárquicos. En esos ambientes el cambio de
favores de trabajo por favores sexuales no es una transacción entre adultos
como algún acémila pretende hacer ver. Sería lo mismo si me exigen las llaves
del coche y el coche para seguir contratándome. A los niveles superiores de
violación y asesinato llegamos sólo trepando más en la infamia. Como digo un
sarpullido está agitando todo este fenómeno, tan audible que ya provocó airados
pronunciamientos en contra. Muchos son de mujeres, claro, porque nunca faltaron
negros negreros ni desamparados clasistas. Catherine Millet incluso apela a su
educación cristiana para explicar por qué podría soportar y hasta disfrutar de
una violación, tan dentro que lleva que es el alma y no el cuerpo lo que vale y
es sólo el cuerpo lo que le toman. Supongo que no le importará que le vacíen
sus cuentas de ahorros, porque ella, su mismidad, ni está en su cuerpo ni en
sus posesiones, sino en ese alma que nadie le puede violar ni robar. Muchos
ladran, luego alguien cabalga. Y por eso se oye ese tam tam según avanzamos
hacia el ocho de marzo. La inesperada huelga femenina convocada para ese día va
a ser un interesante rugido, espero que audible, contra la mercancía agria y en
mal estado que viaja en la cápsula del amor romántico desde tiempos ya
caducados. Igual guardo algún plato en forma de corazón que quede por ahí para
el día ocho.
—¿Quieres que me mate? […] —Eres
demasiado débil para hacerlo. Te ensucias con la venganza y después lloras
porque sin duda soy mejor que tú. De ahí sacas la esperanza de que te vaya a
amar. Pero ya te cansarás […] y entonces me libraré de ti. […] No tengo edad
para ser tu madre. […] —¿Crees que podrás abandonarme? —No. Todavía puedes
avergonzarme, difamarme […] si no, no te resignarás a la ruptura. ¡Haz lo que
te parezca! (Slizárd Rubin, Breve
historia de un amor eterno).
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