En invierno el tiempo se detiene en las fechas señaladas y los recuerdos se agolpan y se superponen. Por eso hay emotividad. Lo característico de la emotividad es la simultaneidad de las sensaciones. Por esa simultaneidad todo el mundo se acuerda de todo el mundo, se llama a los parientes, se sienten los muertos y se queda con los amigos a los que se ve poco. En verano el tiempo no se detiene, pero abandona su curso y se desparrama en desorden. Por eso hay sensualidad, falta de transcendencia y cierta forma de olvido. Como nada pretende tener consecuencias, en verano tenemos tiempo. Y eso nos lleva a los libros. Los lectores habituales aprovechan para leer libros más gordos. Los lectores ocasionales aprovechan para leer lo que no leen en otro momento. Pero hay más que libros. En los viajes veraniegos se pregunta si la habitación o el piso tiene wifi. Hay gente con actitud Robinson que precisamente considera la desconexión de la red como parte del descanso y el desparrame del tiempo. Pero lo normal es buscar la señal wifi por la que esnifar la red social, la serie de turno o los fichajes de fútbol. Como el verano es también momento de buenos propósitos para el próximo curso y como sobresalen los libros y la red, puede ser un buen momento para hablar algo de la lectura y de la dichosa alfabetización digital.
Abramos el melón por la soledad y el aislamiento. Los apocalípticos de las nuevas tecnologías sienten como si les pasaran una lija por los ojos cuando ven a individuos que van juntos, pero cada uno enredando con su móvil ensimismado y ajeno a quien le acompaña físicamente. Imaginan una humanidad de individuos aislados y ausentes, unos mutantes que dejan de hacer honor al comienzo de los libros de Unidades Didácticas que se estudiaban en las escuelas del franquismo: «El hombre es un ser social». En realidad, si hay alguien aislado y ausente es quien está leyendo. Si hay un lugar donde cada uno está lejos de quien tiene al lado es una biblioteca. La imagen de una pareja, por ejemplo, en silencio y con una botella de sidra mediada en un merendero cada uno leyendo su libro me parece una imagen vital y hasta alegre. El aislamiento o ensimismamiento no es el problema, pero sí el escenario donde se pueden observar algunas cosas.
Nuestro cerebro es menos poderoso y más oportunista de lo que intuimos. Un vecino de Gijón puede ir desde La Calzada hasta la Laboral sin hacer ningún esfuerzo mental. Cuando se desplaza, procesa los pocos metros del camino que tiene delante y, a medida que avanza, vacía su memoria de ese pequeño trayecto para procesar el siguiente. Así se orienta en una distancia larga sin que su cerebro se ocupe en cada momento más que de unos pocos metros. Y así trabaja la mayoría de las veces: pensando con lo que tenemos alrededor, en la situación, más que con lo que tenemos dentro. Y no sólo eso. Si en cada momento tuviéramos activos todos los conocimientos de nuestra memoria tendríamos siempre dolor de cabeza y tardaríamos mucho en decidir qué hacer ante una taza de café. En cada momento tenemos activos sólo unos pocos datos, que tienen que ver con lo que estemos viviendo, y los demás están dormidos y su activación requeriría un esfuerzo especial. Por eso distinguimos intuitivamente entre las cosas que sabemos y las que «tenemos en la cabeza». En la vida corriente nuestro cerebro piensa con lo que tenemos en la cabeza, no con lo que sabemos; y piensa con las cosas que nos rodean, no con nuestra «sabiduría» interior. Así somos más rápidos. Vamos llegando a la lectura.
Cuando estudiamos un examen, intentamos resolver un problema o leemos, queremos pensar con algo más que esos pocos datos que tenemos en la cabeza y con algo más que lo que tenemos alrededor en ese momento. En esos casos intentamos no tener nada alrededor, buscamos aislamiento y silencio, porque nuestro cerebro tiene que trabajar más con el disco duro. Los datos que llegan (de los apuntes o del libro) se manejan con trozos mayores de nuestra memoria y se insertan en estructuras más complejas de nuestro conocimiento. Por eso es tan importante que la gente lea, es decir, que se aísle en concentración retirada para activar cantidades mayores de su conocimiento y recargarlo con material nuevo. Se mejora el software, la sensibilidad y el control de las cosas que nos pasan.
Decíamos que en la vida cotidiana pensamos con lo que nos rodea. El efecto más llamativo de la conexión digital es que multiplica sin medida lo que nos rodea. Antes la situación que nos rodeaba era lo que podíamos ver y oír. Ahora enciendo en cualquier sitio una pantalla y puedo estar en una charla sobre rednecks y feministas, viendo fútbol o echando una partida y puedo pasar nerviosamente de una situación a otra muchas veces. La mente trabaja con una enorme cantidad de datos, pero no por ese ejercicio de aislamiento por el que activamos una parte mayor de nuestra memoria y conocimientos. Movemos más datos porque alteramos muy rápido la situación que nos rodea y cambiamos muchas veces «lo que tenemos a la cabeza». Y eso no está mal. Nada mal.
Siempre que no nos engañemos. La conexión digital es una riqueza pero induce a engaño. Nos engañamos si confundimos la sobreestimulación digital con el ensimismamiento concentrado de la lectura por la cantidad de ideas que notamos que mueve nuestra mente. La lectura no tiene sustituto. Es como si creyéramos que correr es el mismo ejercicio que ir en moto. Nos engañamos si nos sentimos de pronto autodidactas, porque los dedos en las teclas ya nos dan los conocimientos que hacen falta. Pero los datos están fuera, en el servidor, no dentro, sedimentados en nuestra memoria. El ambiente es además propicio para la ilusión autodidacta. La gente culta tiende al menosprecio o condescendencia con la enseñanza. Es raro que alguien del mundo de la cultura no vea con cariño las librerías y las bibliotecas. Y ese debería ser el caso con los centros de enseñanza. Pero no lo es. Todo el que se considera relevante en la cultura (profesores incluidos) suelen hablar con displicencia o indulgencia impostada de la enseñanza. En realidad en pocos metros de una sala de profesores hay quien sabe latín, quien domina la física o quien conoce toda la historia que yo nunca sabré. Cuando pregunto a algún profesor cuál es su materia, tengo la sensación de estar con un X Men preguntando cuál es su superpoder. Pero la gente estudiada no lo ve así. La displicencia hacia la enseñanza contribuye a la ilusión autodidacta inducida por la conexión digital. Y hay un tercer engaño. En la película Origende Nolan, los extractores son un tipo especial de ladrón. Te duermen, te conectan en una máquina y entran en tus sueños para robarte secretos. La máquina no deja que la mente construya el mundo del sueño. Lo sustituye por otro informático creado por un «arquitecto». El sol que me da ahora, el ruido de los coches y el murmullo de los parroquianos no los puso ninguna multinacional. Pero el entorno digital que lo sustituye sí tiene sus «arquitectos». Lo que nos rodea está interferido como los sueños de Origen. Sin alarmismos conspiranoicos, los algoritmos de la red social construyen ese entorno con el que nuestro cerebro oportunista tiende a pensar, y esos algoritmos tienen dueños que saben lo que hacen. La sensación de libertad y control que tenemos ante la pantalla es otro engaño.
Nihil novum sub sole. El reto para el próximo curso es el de siempre: que lean, es decir, que recarguen y alimenten su conocimiento. La alteración digital del entorno es tan bienvenida como los coches. Y tan irrelevante en los contenidos educativos como ellos. No entiendo bien lo de alfabetizar digitalmente a los niños. No hace falta enseñarlos a respirar. Que lean. Si hay preocupación por lo que se cuece en la red social o en las páginas que visitan, o los efectos de tanta conexión, la receta es la de siempre, y esta sí requiere aprendizaje y magisterio y no se enseña en ningún vídeo de Youtube: que lean.
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