A poco que nos descuidemos, cuando creemos estar diciendo bandera roja, estamos diciendo banderita tú eres roja. A medida que aumenta la desigualdad, que la gente está más desprotegida y que crece la indignación en las capas sociales bajas aumenta también la fuerza de la ultraderecha en todas partes. Trump no es una excentricidad. La lógica dicta que, si los de abajo pierden mucho y se enfadan, su tendencia debería ser a un izquierdismo en los límites del sistema o más allá. Pero los de abajo son los que curiosamente están inflamando a la extrema derecha, a las ideologías autoritarias menos susceptibles de dar protagonismo ni esperanza a los más débiles. El hecho es que la furia de quienes pierden sus condiciones de vida crea un ecosistema muy fértil para la extrema derecha. Hace poco Illueca, Monereo y Anguita, los tres de izquierdas, firmaron un artículo en el que respaldan como un avance valiente el llamado Decreto Dignidad del gobierno italiano. Otros articulistas, también de izquierdas, replicaron que estaban avalando con esa actitud a un gobierno explícitamente fascista. Es aleccionadora la discrepancia. Alguien se equivoca. O se equivocan los izquierdistas que defienden al fascismo sin darse cuenta de que es fascismo o se equivocan los izquierdistas que ven fascismo donde hay avance. La cuestión es cómo puede equivocarse alguien tanto. Cómo puede dudar la izquierda de si algo es fascismo o es izquierda. Ahí se esconde una lección que ya deberíamos saber y que hay que repetir. El fascismo incorpora un tono emocional y hasta expresiones que se parecen a la pulsión reivindicativa izquierdista de los de abajo y que enlaza bien con los miedos de la clase media. No es que el fascismo se parezca hasta cierto punto a la izquierda. No se parece en nada. Pero mimetiza parte de su carcasa expresiva y emocional y así pasa sin ser detectado por los anticuerpos de la decencia y se infiltra en el torrente sanguíneo de la furia de los desesperados o del miedo de los temerosos. Muchas moléculas hacen eso, imitar lo que no son para engañar y colarse en el organismo (creo que la molécula de la Viagra hace su trabajo suplantando a otra a la que se parece; siempre hay casos). Difícil de ver el lado oscuro es, decía el maestro Yoda. Viendo a la izquierda discutir dónde hay o no hay fascismo no se puede dudar de que así es.
Podemos atrevernos con dos certezas, una simple y otra más compleja y donde es más fácil que el fascismo nos mimetice y lo llevemos a cuestas sin saberlo. La certeza simple es que cuando un gobierno es fascista deja de ser todo lo demás. El gobierno italiano, aunque no en los hechos porque no puede, es en lo ideológico explícitamente fascista y, por tanto, enteramente fascista. Apoyar tal o cual medida que suena a izquierdista es meter la infección en el torrente sanguíneo. Si necesitamos un objeto grande y circular para algo, no nos sirve un coche. El hecho de que el coche tenga ruedas no hace que el coche sea redondo hasta cierto punto. Y ninguna medida parcial hace en parte izquierdista a un gobierno fascista, capaz de referirse a inmigrantes como carne humana. Si aislamos aspectos, en esa cirugía hasta Hitler tendría «sus cosas buenas».
La segunda certeza tiene que ver con la nación, la inmigración y las clases sociales. Hay izquierdistas que ven en la inmigración un juego sucio de las empresas para devaluar los salarios. Inyectar gente pobre que acepta salarios más bajos obliga a quienes están en el país a trabajar también por menos salario. En principio, la crítica va hacia la empresa, no hacia el inmigrante. Pero al inmigrante se le considera una herramienta para la devaluación salarial, lo que lleva a la necesidad de frenar la inmigración. Otros izquierdistas ven en esto un nacionalismo excluyente y quieren poner el foco en las clases sociales, no en la nación. El pulso no sería entre nacionales e inmigrantes, sino entre los de abajo y los de arriba. Cualquier ruta argumentativa que nos lleve a la necesidad de contención de inmigrantes es sospechosa. Pero cualquier versión de internacionalismo apátrida de lucha entre los de abajo y el capital en el ancho mundo tiene muchas posibilidades de ser campanas de gloria.
Decía Foster Wallace que un error habitual de la izquierda era dejar el monopolio del egoísmo a la derecha. Si, por ejemplo, todo el discurso sobre la inmigración es altruista y compasivo, si no hay más que solidaridad con quienes huyen de horrores y desgracias, cualquier demagogo nos dibujará como blandengues buenistas incapaces de llegar a lo importante, a qué hay de lo mío. No sé cuánta razón puede tener Wallace, pero sí me parece un error sacar a la nación del razonamiento. La emoción tribal o nacional está en nosotros y hay que domarla como a una bestia con tendencia a desbocarse, pero no hay que ignorarla. Una persona que trabaje en España ocho horas y no gane suficiente para vivir independiente tiene que pensar que está siendo víctima de una injusticia. Esa percepción, explícita o implícitamente, tiene que ver con la riqueza que atribuye a su país. Digamos que para que en un país con el nivel económico de España se trabaje por un salario de pobreza, tiene que haber mucha desigualdad, tiene que haber gente que se esté quedando con demasiada parte de la riqueza nacional. Ese ente llamado España es la primera (no única) referencia de igualdad o desigualdad aceptable o inaceptable. No importa si la persona de la que hablo es de Albacete, de Ecuador o de algún país africano. La referencia de la riqueza de España es la referencia para quien trabaje en España, nacional o inmigrante. Si los trabajadores ven que su salario cae, no deben mirar a los inmigrantes que están como él o peor. Deben mirar hacia arriba y reivindicar una participación justa en la riqueza del país. En este razonamiento no se separa al inmigrante del nacional, pero hay una referencia a la nación y su riqueza (y derechos) y a la participación que debe tener en ella quien esté en esa nación. Cuando una cirujana o una camarera piensa en el salario que debería ganar, no lo piensa en relación con las posibilidades de Somalia ni de la clase obrera o media planetaria, sino con relación al nivel económico de su país. Sacar el país (nación, tribu o lo que se quiera) del análisis es ante todo inútil, porque la emoción nacional es un hecho y sólo se puede encauzar civilizadamente no ignorándola. Sería dejar el monopolio del egoísmo y del interés propio a la derecha, como quizá quería decir Wallace. A partir de aquí se puede desmontar la patraña de la amenaza de los inmigrantes. La amenaza para las clases bajas y las medias es la desigualdad, la desregulación y la cada menor participación de las clases altas en la financiación del estado. La inmigración no altera el equilibrio de gastos e ingresos. Y a partir de aquí se puede hablar de justicia internacional en la relación de países ricos y pobres. Pero la referencia del individuo al estado no debe desaparecer diluida en una referencia exclusiva de clase social. No es realista y es dejar a la derecha el campo del interés nacional, tan rico en nutrientes emocionales de miedos y exclusiones.
Siempre hay una manera fascista de hablar de la nación que mimetiza cualquier otra referencia que hagamos de ella, por lo que la infección fascista es siempre un riesgo de cualquier análisis que incluya a la nación. Pero debe observarse que tomar al país como la primera referencia de igualdades y desigualdades de quienes están en ese país (cualquiera que sea su procedencia) hace que hablemos de reparto de cargas y de obligaciones de las clases altas, no que hablemos de lo que la extrema derecha quiere: de los inmigrantes y su impacto en mi salario. Ni sirve para nada una propuesta internacionalista apátrida ni hay forma de introducir la nación sin riesgo de infecciones. El artículo de Illueca, Monereo y Anguita demuestra lo bien que la molécula fascista mimetiza las moléculas civilizadas y lo difícil que es ver el lado oscuro. Aunque en España todavía es un poco pronto, agucemos los sentidos, que Casado y Rivera ya quieren pillar cacho en este río revuelto.
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