Podemos empezar por lo aparente. Lo aparente es que todo esto que llamamos corrección política es cargante. No lo llamo aparente para decir que es una falsedad con aspecto de verdad. Lo llamo aparente porque lo que tenga de verdad es irrelevante. Y los grandes edificios teóricos montados sobre verdades de poca monta suelen ser sofismas interesados. Así que empecemos por lo aparente. La corrección política es cargante porque es una actitud urbana de clases medias con un compromiso muy débil con las causas a las que se dirige, por lo que tiene más de condescendiente que de solidaria. Casi siempre lo que se señala como incorrección política se refiere a grupos humanos con algún tipo de marginación o estereotipo negativo. La conducta políticamente correcta hace sentir a quien la mantiene que así se sensibiliza y hasta lucha por la causa que sea. Pero a coste cero. La corrección se consigue con apenas unos cuantos giros lingüísticos y algunas actitudes que no implican renuncias ni riesgos. Si echamos un vistazo al Parlamento y a personajes públicos, seguro que todos podemos diferenciar entre quienes están en lucha genuina de quienes sólo se columpian en los palos de la corrección política.
Es también cargante por la sensación de que el sujeto políticamente correcto lo es más para describirse a sí mismo y posturear la propia imagen que para incidir en la situación injusta que se denuncia. Relacionado con esto, y también la hace cargante, las pautas de la corrección política parecen seguirse más para sentirse parte de determinados círculos y engrasar esa sutil maquinaria de la aceptación y la complicidad que por ninguna preocupación social realmente sentida. Es decir, y aunque ya casi nadie use el anglicismo, la corrección política es una conducta esnob, una reproducción sobreactuada de las maneras del grupo social con el que queremos ser asociados. Pero resulta sobre todo cargante por su vocación normativa. La corrección política es cosa de progresistas y no hay nada más progresista que interiorizar niveles de pureza y coherencia ideológica y convencerse de estar siempre en el lado «difícil» y auténtico. Lo políticamente correcto es más cargante que lo meramente progre porque tiene ese punto que antes sólo tenían los curas más plastas de asociar conductas mínimas con grandes principios, así sean pecados o virtudes. Algunos hipercorrectos se duchan limitando el gasto del agua, se afeitan cuidando no usar marcas que hayan deslocalizado empresas, echan leche ecológica al café y toman magdalenas de comercio justo y se van a trabajar convencidos de estar en la brecha de la sostenibilidad del planeta y plantando cara a las multinacionales. E inversamente te puede caer una descalificación gruesa por cómo te duches o por tu marca de magdalenas.
Aparentemente todo esto es muy cargante. Como dije antes, es cosa de apariencia no porque sea falso lo que acabo de decir, sino porque es irrelevante. Y lo es por dos motivos. Uno por su obviedad. No hay causa ni ideología que no dé lugar a tribus y conductas tribales de baratillo y eso no hace banal que haya causas e ideologías. Se puede uno cebar con el feminismo superficial o con los ecologistas que agotan su repertorio en desmayarse ante un eucalipto. Pero si cogemos al PSOE con todos sus aledaños de boquitas hambrientas piando, a los abanderados de la unidad de España y la igualdad de los españoles que sólo pronuncian la palabra España contra españoles y sólo pronuncian la palabra igualdad contra los independentistas, a los comunistas que creen llevar en su mochila y su biografía más material del que se guarda en el baúl de Pessoa, a los católicos con su morralla de agravios circenses, o a cualquier otro grupo ideológico, podemos hacer los escarnios que queramos. Toda causa genera esnobismo vacuo, es una obviedad sin valor insistir en que las causas que se agrupan en la corrección política también lo hacen. Y hay un segundo motivo por el que es irrelevante el esnobismo ideológico y es que no quita ni un ápice de profundidad al tema al que se dirigen. La verdad sobre la cuestión de género es que, si voy a ver a un importante cuarteto de jazz, y a pesar de que muchas mujeres estudian música, la probabilidad de que sean cuatro varones es altísima; la verdad es que hay docenas de cadáveres de mujeres cada año que mueren por ser mujeres; y la verdad es que las mujeres ganan mucho menos dinero que los hombres. Que también sea cierto que hay feminismo esnob y poses cargantes es una nimiedad de poca monta.
Jim Goad tiene un excitante ensayo en el que arremete con lucidez contra el progrerío urbano, por su adhesión superficial a causas facilonas de justicia racial y similares. Dice ser de familia redneck, el núcleo de la basura blanca. La basura blanca es, dice, el único grupo humano al que se puede denigrar y del que se puede uno mofar sin ser políticamente incorrectos. En las películas se muestra a los paletos blancos con su fusil, homófobos, xenófobos, brutos y vulgares, aptos para argumentos de violencia o de burla. Son blancos pobres desde lo más alto de su árbol genealógico y, además de vivir cada vez peor, reciben lecciones, desprecios y mofas de todo el mundo. Goad se ensaña con la izquierda urbana por no entender que la diferencia de pobres y ricos es la más profunda de las diferencias y ridiculiza sus pruritos de corrección y respeto a tal o cual grupo humano, mientras cree hacer crítica social denigrando a la basura blanca, cuya fealdad es efecto de la marginalidad igual que la miseria moral de barriadas negras machacadas. Lo curioso es que Goad, haciendo sangre de la corrección política, muestra en carne viva un ejemplo de por qué la corrección política tiene su utilidad con todas sus rebabas cargantes. Justamente él brama por la falta de respeto y sensibilidad y por el estereotipo de un grupo humano desposeído. En realidad él quiere algo de corrección política en la mirada a esa basura blanca que es pobre y que encima tienen que ser los palurdos de Thelma y Louise, los siniestros de Perros de Paja, los bobos de Tres anuncios en las afueraso los hillbillieslelos y perezosos de las montañas (mi generación se crio con aquellos osos montañeses que hablaban lento y bobo, ooyeee aapáa). Lo sepa o no, Goad prefiere aguantar postureos de universitarios esnobs que ver en la tele cómo lo insultan cada día.
Por lo cargante que es y por lo normativa y plasta que es la corrección política, el que la transgrede parece audaz, contracorriente y fresco. Es un alivio esa prosa que se deja de mariconadas. Jim Goad transgrede la corrección y provoca porque tiene una causa. Cuando Casado es incorrecto en temas de inmigración o franquismo, le ocurre lo mismo. Siempre se provoca con una causa. La incorrección de Bodegas también la tiene. La transgresión de tanta corrección cargante alivia, desde luego. Pero es bueno negociar con ese alivio interior y no dejar de indagar a qué causa sirve para que no ocurra que, dejándonos masajear por el alivio de tanta chorrada políticamente correcta, acabemos en trincheras con malos contrabandos. No hay valentía ni audacia en decir groserías de mujeres, gitanos o inmigrantes. Hay alivio de tanta corrección cargante. Cuando se sufre de verdad, cuando se es pobre sin trabajo o se trabaja y se sigue siendo pobre ante un jefe y unas leyes inmisericordes, la furia se puede volver sobre los devaneos de los progresistas urbanos enredados en problemas comparativamente más nimios. El populismo de extrema derecha, o de derecha «sin complejos», a veces consigue aprovechar ese desahogo de llamar a las cosas por su nombre y decir las verdades «incómodas» con que tanto «rebelde» adorna sus groserías (sea monologuista del tres al cuarto, politicastro o académico, da igual) y canaliza esa legítima y necesaria furia de los desposeídos contra el izquierdismo, contra el sistema y contra sí mismos. Diecinueve años después de publicar su Manifiesto redneck, Jim Goad votó a Trump. Y no porque cambiara ni porque sea facha.
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