A veces la inmediatez o la demora es lo que revela si estamos haciendo una cosa u otra. Supongamos que un señor viudo se muere de un infarto en la calle delante de su único hijo y este se apresura a cogerle el reloj y el monedero y, antes de ir al tanatorio, va al notario para traspasar los ahorros de su padre a su cuenta. Una conducta así nos parecería insensible y falta de escrúpulos. Pero en realidad todo eso iba a pasar. Antes de enterrar al señor, se quitaría el reloj y el monedero del cadáver y sus ahorros se ingresarían en la cuenta del hijo de todas formas. Pero, como digo, los tiempos lo definen todo. La demora habitual en el trasvase de dinero y la recuperación de reloj y monedero indican que la emoción por la muerte del padre llenó los momentos siguientes. Sin embargo, la inmediatez de tales maniobras indicaría que el interés material fue la única y fría prioridad.
De Venezuela nos llegan estas noticias: Guaidó se autoproclama Presidente; Trump, de inmediato y casi quitándole la palabra, dice que efectivamente él es el Presidente; varios países, también en caliente, se ponen detrás de Trump para reconocerlo como Presidente; Maduro dice que el Presidente es él; el ejército, con las armas cargadas, dice que efectivamente el Presidente es Maduro; Rusia dice también que no hay más Presidente que Maduro; y adorna su reconocimiento pronosticando un baño de sangre. Sin entrar en análisis de lo que realmente está pasando y sin repartir culpas y aciertos, estas noticias apuntan sin más a una guerra civil. Salvo que una parte logre intimidar a la otra y provocar su claudicación previa, el pronóstico de Rusia tiene todo el fundamento. Lo que nos decían las noticias de Venezuela es el negro augurio de un baño de sangre.
Y ante este posible baño de sangre es donde entran los tiempos, como cuando alguien se muere de un infarto. Casado y Rivera inmediatamente incluyeron la situación en su propaganda electoral. Ya dijeron que Sánchez sería culpable de no sé cuántas muertes si no reconoce al autoproclamado Guaidó. Ya decidieron llamar en campaña a sus rivales «amigos del chavismo». Se quitan la palabra el uno al otro de manera circense intentando llevarse el mayor bocado, corrieron de manera chistosa los dos a ver quién ponía primero una moción en el Senado (ganó Casado por media hora), quieren llevar a los ayuntamientos mociones contra Maduro y a favor de Guaidó. Los tiempos lo son todo. Ante un posible baño de sangre, muchos querríamos calma, cualquier tipo de calma. Y la reacción que nos suscita a muchos es cualquiera de las emociones que, teniendo como ancla el respeto a Venezuela, giran atadas a él con distintas intensidades según la proximidad personal que se tenga con el país: circunspección, desasosiego, perplejidad, dolor, … Pero que el baño de sangre sea un posible desenlace para Casado y Rivera es una oportunidad y, si se dan prisa, un botín. Ellos sacan el reloj y el monedero del cadáver antes de ir al tanatorio. Lo único que ven de la desgracia de Venezuela es una posible ventaja electoral. Las noticias de Venezuela hacen un retrato borroso de Sánchez, la UE y todos los tibios y circunspectos. La tibieza y falta de reacción puede deberse a cálculos mezquinos o a falta de principios y coraje. Pero también puede deberse a una bondad básica, al sobrecogimiento ante la posible tragedia. No se sabe si los tibios son cobardes o simplemente gente con alma. Pero el retrato que hace de Casado y Rivera es claro y sin matices. Son unos despiadados sin escrúpulos.
Una mirada serena a Venezuela debería ver tres cosas. La primera es que es comprensible contra qué se levantó Chávez con gran apoyo popular: corrupción desatada, oligarquía depredadora, pérdidas de renta y derechos, inseguridad generalizada. La segunda es que los modos caudillistas de Chávez se fueron acentuando hasta el autoritarismo. Maduro es una caricatura de Chávez y el deterioro del país empapó su gobierno de esos males que hicieron comprensible la revolución de Chávez. Y la tercera es que el foco sobre Venezuela estuvo siempre distorsionado por la propaganda. Las infamias (violencia, tortura, corrupción, pobreza) no son en Venezuela mayores que en otros países de la zona y no digamos que en otros países amigos, como Arabia. La propaganda siempre empañó la percepción de Venezuela. La claridad es a veces sospechosa. Sobre este momento de Venezuela sólo se pueden tener las ideas claras, como para dar gritos y puñetazos en la mesa, por ofuscación ideológica, por ignorancia o por alguna de las facetas de la maldad (servilismo, oportunismo, desaprensión, egoísmo ciego). Sobre Maduro y el chavismo hace tiempo que cualquiera debería tener dudas, y más que dudas, por lo que acabamos de apuntar.
Pero desde luego es sospechoso no tener dudas sobre la legitimidad de Guaidó. Es raro porque no basa ese derecho en unas elecciones o una mayoría parlamentaria sino en una lectura creativa de la constitución venezolana. La rapidez de Trump hace ver esto estaba ya planeado desde fuera del país y que Guaidó se apoya más en la fuerza que en la constitución. La definición inmediata de determinados países es sólo un alineamiento geopolítico. Los actores y las motivaciones son muy dudosos. Trump es un energúmeno extremista que quiere un muro como monumento racial y que está alimentando los brotes fascistas de Europa y América. Ahora quiere imponer a un presidente en el país que tiene la tercera parte de las reservas de petróleo del continente. Siguiendo con los actores, no debemos perder de vista que es la extrema derecha la que defiende a Guaidó con más entusiasmo. Democracia y libertad en boca de Bolsonaro suenan como onomatopeyas. La intervención de Felipe González no aumenta los avales del presunto presidente, sino las sospechas. Son difíciles de olvidar sus enredos con Carlos Andrés Pérez. Es difícil no contrastar su aparición en Venezuela como abogado defensor del opositor Leopoldo López con su oposición a que se enjuiciaran los horrores de Pinochet porque «hace 150 años que España no administra justicia en las colonias». Si hay intereses que aclarar con Venezuela no son los de Pablo Iglesias (ni Zapatero, que de todo hubo que oír), sino lo suyos. Por supuesto, Aznar se suma al coro de entusiastas de este acto de fuerza. Él ya tiene currículum en botines de guerra. No podemos olvidar, no su alineamiento en la guerra de Irak, sino su intensa actividad previa para que hubiera guerra, cuando tanta gente intentaba evitar aquel baño de sangre, en el que por cierto nació y prosperó ISIS.
Casado atropella la política igual que sus estudios. Con la misma alegría y simpleza con que llamaba máster a una conferencia y Harvard a Aravaca, llama traidor al Presidente y chapotea en la crisis de Venezuela a ver qué puede pillar en los despojos. Él y la extrema derecha fueron los únicos avales de Orbán, amenazado por la UE por la quiebra del estado de derecho en Hungría. Y acaba de pactar feliz con Vox. Oírle exigir libertad y democracia en Venezuela es como oír a alguien que estuviera masticando cristales. La brújula moral de Rivera es inexistente. Adopta la forma del hueco que las encuestas le digan que está disponible y da bandazos sin recato. En los momentos de más protagonismo mostró su ramplonería. Son ridículos él y Casado jugando a ver quién grita más alto por Venezuela.
Pedro Sánchez hace bien en no reaccionar rápido y en propiciar que la UE no sea la jaula de grillos que quiere Trump y que creyó Theresa May. También hace bien en presionar para que haya elecciones. Qué otra salida cabe. Pero si al final reconoce a Guaidó sin más razón que la falta de pulso volverá a hacer de la socialdemocracia lo que fue estos últimos años: una versión pusilánime del neoliberalismo. Nadie debe olvidar que en el vértice está Trump con su internacional fascista detrás. Y sobre todo nadie debería olvidar que en la base está Venezuela. El giro vertiginoso de Venezuela hace borrosa la imagen de la compostura y la serenidad, pero nítida la de la desvergüenza y la impiedad.
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