El Beato de Turcia, personaje imaginario de La fuente de la edad de Mateo Díez, predicaba una curiosa variación del Apocalipsis: el Finis Deleitosus. El fin del mundo llegaría cuando una quinta parte de la humanidad coincida en orgasmo a la vez. Semejante concurrencia provocaría la disolución y volatilización del cosmos. El fascismo repugna a la mayoría de la gente la mayor parte del tiempo. Es uno de los envoltorios actuales del neoliberalismo salvaje. Pero aunque lo repugnemos, el fascismo se acopla bien con estados emocionales que tenemos pocas veces, pero que tenemos todos. Si coincide una masa suficiente de población en ese estado emocional receptivo al patógeno fascista que, como otros virus, siempre merodea esperando que cojamos frío, podría llegar el reverso del Finis Deleitosus, un Finis Iracundus que volatilizara la convivencia democrática.
Todos conocemos esas fibras bajas. Cuando yo era niño, en mi barrio los hombres iban a trabajar con el mono puesto en oleadas marcadas por la sirena del cambio de turno. Las mujeres se quedaban a hacer tareas de casa, mantener parlamentos desordenados de ventana a ventana y llamar a voces a sus hijos para que vinieran a comer. En todos los barrios había chismosos, atentos a la vida ajena y a los detalles que pudieran levantar pequeñas olas de cotorreos escandalizados e historias llenas de elipsis. Sus chismorreos eran tentativas, solo funcionaban si prendían en conversaciones maledicentes. Si no, el chisme se extinguía y seguían atentos a la mirilla buscando la siguiente nimiedad prometedora. Parecían peces fuera del agua, apurando en la vida ajena el oxígeno que les faltaba en la propia. Los chismosos conseguían muchas veces tener a todo el mundo pendiente de lo que no le atañe y distraído de lo que sí le incumbe. Es un arte no dejarse arrastrar en remolinos de chismes sin dar una sensación de altanería que pueda aprovecharse para alimentar el oleaje chismoso. Es el tipo de debilidades que hace de materia prima para la propaganda que busca que coincidamos en esa mala fibra emocional que lleve al Finis Iracundus ultra. La propaganda hace de atajo, para evitar el camino más largo del razonamiento; de distracción, cuando hay mucho que ocultar; y de caldo de cultivo, cuando los propósitos son autoritarios y se necesita una población rebosando odio. Lanzan en batería embustes y agravios impostados de extranjeros, tenencia de armas, caza, toros, Don Pelayo, feministas, felaciones en colegios públicos, Franco o Venezuela. Siempre son tentativas inconexas, que servirán cuando provoquen bronca. Si lo de las armas o la caza no cuaja en vocerío, pues vamos con la sodomización de niños en las escuelas o con los moros que gastan nuestros impuestos. Desde el primer momento y el primer muerto de la pandemia se llevan aplicando a esta amplificación enferma del chismorreo. Cuando no tienen el poder, las maneras del PP y sus voceros son apenas matices de las maneras ultras.
A esto obedece lo que vemos. Y a esto obedece la relativa poca atención prestada a lo que nos incumbe: el acuerdo de empresarios y sindicatos y los movimientos en Europa. No es fácil tratar con la propaganda de la derecha ultra y non plus ultra, tan financiada, y mantener la atención pública en lo que importa. No es fácil porque hay que encontrar puntos de equilibrio resbaladizos. La provocación solo funciona si una conducta desafiante es percibida como grupal y consigue escandalizar a un grupo vulnerable. Los pijos de Núñez de Balboa y cacerolas (que ahora se ponen en la cara pinturas de guerra rojigualdas y se hacen llamar «resistencia») son alentados porque, pocos o muchos, dan aspecto grupal a las consignas. Lo que los convierte en propaganda ultra no es el hecho de manifestarse contra el Gobierno, sino el disparate. Ese engrudo que envuelve en la bandera nacional gritos de asesinos y comunistas no es una protesta ordinaria, sino una provocación agresiva. Los que crean otra cosa deben buscar en la prensa internacional lo que se dice de España. Verán menciones a la extrema derecha pero no a asesinos en el Gobierno. La provocación no funciona si no hay grupo escandalizado. Díaz Ayuso, parte del tinglado ultra (algún día hablaremos en serio de Madrid), se dispara en todas direcciones buscando reacciones escandalizadas diarias que distraigan y hagan errática la conducta del gobierno y la izquierda (en realidad, de la democracia). Por eso, por un lado, parece aconsejable no reaccionar. Tal vez sea la actitud de Gabilondo y, en parte, del Gobierno. Pero por otro, y por eso es resbaladizo, el desdén puede percibirse como altanería y vanidad que, por contraste, acabe haciendo sentir la agitación provocativa como sincera e inconformista. No fue buena idea despachar a Trump como un energúmeno analfabeto, aunque lo sea. Ni es buena idea tratar a Ayuso como una tarada incompetente de circo, aunque lo sea. Hay que tomarlos en serio, tomar en serio lo que dicen y desenmascarar en serio sus propósitos, y no sentirnos sobrados por la bajeza moral e intelectual de sus palabras y conducta.
La reacción, el tomarlos en serio sin escandalizarse, es también terreno resbaladizo porque no tiene que dejar que marquen la agenda, es decir, la lista de asuntos que intuimos deben ser gestionados por los poderes públicos. Por la propaganda y no por los hechos, por ejemplo, tenemos a la política de Venezuela en la agenda de nuestra actualidad, y no a la de Bolivia o Arabia. Vox, con el PP a remolque, intentó poner en la agenda si los niños son de los padres o del Estado, a propósito de falsedades sobre la escuela pública. Tiene que haber reacción, pero que ponga en la agenda el afán de la Iglesia y sectas de censurar la escuela pública, mientras el Estado costea sus colegios más integristas. Por poner otro ejemplo, Pablo Iglesias acierta al proponer una tasa para los más ricos para la reconstrucción económica. Su propuesta saldrá o no y estará bien formulada o necesitada de retoques, pero pone en la agenda con eficacia el reparto de costes de la crisis. No es un cambio de impuestos, sino una tasa especial para una situación especial. Por esas razones de urgencia y excepción, Rajoy quitó una de sus pagas a los funcionarios. El valor de la propuesta no solo es su evidente justicia, sino modificar esa agenda en la que en una emergencia solo hay sacrificios salariales y de derechos y nunca hay costes para las rentas más altas. La pandemia crea una situación límite apta para ese enconamiento que buscan los ultras y la reacción no debe ser la que busca su provocación, sino la que pone en la agenda el refuerzo de los servicios que nos protegen y la distribución de costes para reconstruir la economía. Al final, la diferencia siempre es entre quienes no tienen más prioridad que los ricos y quienes no tienen nada en contra de que haya ricos y tienen su prioridad en que no haya pobres. Esas matanzas deliradas, esa resistencia de cómic y esos planes secretos para llevarnos al maoísmo vociferados por Ayuso y el pijerío facha deben quedar en chismorreos sin mecha.
Los estragos de la pandemia y sus efectos en lo personal y colectivo parece que nos deben reforzar en tres afanes. El confinamiento nos debe reforzar en el afán del divertimento saludable; la desinformación, bulos y desorientación nos deben reforzar en el afán de la formación personal; y la desunión y falta absoluta de armonización de las piezas territoriales e ideológicas debe reforzar nuestro afán de trabajo colectivo y sentido del conjunto. Los tres afanes confluyen en un espacio y una palabra: cultura. Divertimento, formación personal y tejido colectivo, eso es lo que nos jugamos en ese espacio despachado con tanta desgana. El tejido colectivo no tiene nada que ver con esas patrias envueltas en pinturas de guerra, banderas y caceroladas. Es una versión débil del apego que se da en la familia. Sirve para dotarnos de una estructura sanitaria que nos proteja, de una estructura educativa que nos forme y de un sistema de pensiones que garantice dignidad en todos los tramos de la vida; para ese tipo de cosas. No hay más patria a la que servir ni más patriotismo que eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario