El resquicio que se abrió en el confinamiento permitió ver, como se ven las cosas por una rendija, el aspecto y el ánimo del país. Parece bueno y precario. Las redes sociales venían siendo como la lumbre de la parrilla, ese espacio donde se acumulan los tiznes y la grasa que pinga de la carne que se brasea. Visto por esa rendija, el país que chisporrotea encima de la parrilla y que deja caer en las redes sociales todos esos chorretones de desecho no parece tan descerebrado ni mal encarado. El aspecto y el ánimo parecen buenos. Pero también precarios. Corriendo por el paseo del Muro, un señor que se cruza conmigo me dedica gestos descompuestos y airados para indicarme las baldosas por las que yo debía correr, según alguna norma imaginaria que no dictó ni la autoridad ni la urgencia. No hice caso a la impertinencia y dejé al cargante perdido en su laberinto. Pero sé lo que hubo en mi interior durante unos metros. No fue la suma universal del odio y la cólera que el capitán Ahab amontonó sobre la blanca joroba de Moby Dick, pero sí anduve unas zancadas mordiendo juramentos. Por eso el ánimo es precario. Ni soy dado a retortijones anímicos ni creo ser bipolar. Vi escenas parecidas estos días. La membrana que separa la bondad de la furia es fina y está fatigada. Tantos ladridos en las redes y tanta mezquindad en la vida pública crean surcos en el ánimo por donde se deslizan después las conductas.
Hablemos entonces algo sobre la enseñanza sin escupitajos, pero sin chuparse el dedo. Esta semana se habló de la vuelta al colegio. Se dijo que alumnos y alumnas se turnarán para ir a clase y quedarse en casa con asistencia telemática. La primera sensación es la de ocurrencia y chapuza. Lo que convierte en ocurrencia esta o cualquier otra medida no es la medida en sí, sino la falta de gestión: falta planificación y movilización de recursos. Hay falta de planificación, porque no están descritos los efectos de la medida y mucho menos conjeturadas sus soluciones. No se sabe cómo se aísla físicamente a una población que juntamos en un espacio en las edades más resistentes al alejamiento físico, ni cómo se protege al profesorado, ni cómo organizan las familias su existencia cuando les toque tener a los niños en casa. Los profesores no tienen instrucciones ni protocolos para una situación desconocida e imprevista. Dicen que ya se hace en otros sitios, pero no analizaron esos casos para establecer procedimientos. Solo hubo gestión burocrática y además escasa.
Y falta movilización de recursos. Aquí hay evidencias que hay que afirmar con intensidad. Cuando venga un nuevo brote de coronavirus, el estrés de la sanidad será menor: los materiales que no había ya se habrán comprado, las mascarillas y respiradores se habrán comprado también, el despliegue hospitalario y el acondicionamiento temporal de espacios sabrá cómo hacerse y se hará a tiempo, no se volverá a llegar tarde y habrá personal disponible para la detección y análisis de la epidemia. Se están movilizando recursos. Nada de esto se percibe en la enseñanza. El sistema educativo necesita recursos, mantener la enseñanza con una epidemia descontrolada es más caro. No se puede tener la mitad de alumnos por aula con la misma cantidad de aulas. No se puede atender a la vez la enseñanza presencial y la telemática con la misma cantidad de profesores y profesoras. No se puede integrar a la población escolar y atender su igualdad de oportunidades si la mitad del tiempo el sistema los va a atender en sus muy desiguales casas con sus muy desiguales familias y sin recursos añadidos. Digamos algo claro. Para el tráfico que hay a las cuatro de la mañana nos sobran autopistas y carreteras. Lo que hace caras las infraestructuras es el tráfico del mediodía. Para los estudiantes de alto rendimiento, con familias universitarias y económicamente desahogadas sobra la mitad de los recursos del sistema educativo. Para mantener a la población en la desigualdad con la que nacen sobran profesores y escuelas. Un sistema clasista que se ocupa solo de los casos más favorables es tan barato como una red de carreteras para el tráfico de las cuatro de la mañana. Lo que encarece el sistema es que tiene que garantizar la igualdad de oportunidades, integrar y no desagregar a la población, subir el nivel de los mejores y que el más desdichado de los ciudadanos tenga la formación que le permita una vida digna. No es un asunto menor asumir de antemano la desigualdad con etiquetas cucas postmodernas como brecha digital y otras mandangas.
Por supuesto, con los recursos para la educación pasará lo que siempre pasa con los gastos sociales: dirán que pone en peligro la economía. Así por ejemplo, hasta la Iglesia mete baza contra la renta mínima vital. El rescate de las autopistas radiales le costó al Estado cientos de millones más de lo que cuesta esa renta en un año y además, en vez de salvar de la pobreza a gente, aquel rescate salvó las ganancias millonarias de empresarios que invierten sin riesgo a costa del dinero de los demás. La Iglesia no dijo nada de aquello ni de los rescates bancarios. Pero sí considera asunto suyo el gasto con los que más lo necesitan; como la patronal, la banca y la derecha, porque a veces la Iglesia sí que habla por tantos. Se necesitan recursos para atender el servicio de la educación. Durante los gobiernos de Rajoy desapareció una plaza docente por hora. Con doble motivo hay que gastar ahora en plantillas, aulas y recursos. Se opondrán los de siempre por los intereses de siempre
La segunda sensación es que se está gestionando la educación con desgana. No se abordan los problemas sino que se quitan de en medio. Y esto no es nuevo. No hay día que no lamente la caída de la profesión periodística. La digitalización, el chismorreo de las redes y la inversión interesada y desvergonzada en la manipulación informativa destrozó plantillas, hizo precarios los empleos e hizo muy difícil la divulgación de los hechos bien asimilada y profesionalmente tratada. Como nos podemos contar las cosas por chat y cualquiera puede divulgar lo que sea por la red social, parece que ya no hace falta el profesional que busca y divulga la información y lo pagamos con la degradación de la vida pública. Un proceso parecido pero con un ritmo más lento puede afectar a la enseñanza. La gente puede creer que se pueden obtener datos de los infinitos recursos de la red sin profesor que te lo cuente. Se multiplicarán empresas que pretendan que el tuning con el que preparan a gente para sus procesos productivos (siempre temporalmente) es la única educación que hace falta. Igual que el oficio que media entre los hechos y su divulgación, el periodismo, se adelgazó para mal de todos, el que media entre el conocimiento y la formación de la gente, la docencia, se adelgaza también y también para mal de todos. El deliberadamente confuso mundo de la «formación» se maneja como el océano en el que se desagua y pierde forma el servicio público de la educación. Transferir la enseñanza del aula a la conexión telemática puede ser inevitable, pero es una pérdida y debe ser temporal. La alegría con que se pretende asumir que sacar al alumnado del aula es poner a la enseñanza al día en el mundo de la información me hace pensar en ese proceso silencioso de disolución de escuelas y enseñantes. Leí hace poco un reportaje en el que se contrastaba la opinión de los profesores con la de los expertos en educación, como si los expertos fueran los que no están en el aula. Vi un reportaje bienintencionado que hablaba de ordenadores donados para las clases telemáticas y mostraba a la Guardia Civil entregándolos a niños de pueblos pequeños. No se mencionaba al docente que hacía los materiales y las tareas que se harían con el ordenador. Era difícil pasar el 2019 sin acordarse de Blade Runner. Si viviera Philip K. Dick, hay una pregunta que no querría hacerle por temor a que me la contestase. ¿Cómo era el sistema educativo en el mundo de Blade Runner?
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