[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)]
Una parte de la inteligencia de Google descansa en los tesauros, catálogos de palabras relacionadas por afinidad. Si escribimos “subvenciones para autónomos en Asturias”, Google nos propone páginas donde se habla de fomento del trabajo autónomo, de subvenciones para emprendedores, de ayudas para autónomos y cosas así, a pesar de que no usamos las palabras “ayuda”, “emprendedor” ni “fomento”. Google no usa nuestras palabras, sino una red de palabras afines, un remedo de nuestro humano sentido común, para hacer búsquedas sensatas.
Una parte de la inteligencia de Google descansa en los tesauros, catálogos de palabras relacionadas por afinidad. Si escribimos “subvenciones para autónomos en Asturias”, Google nos propone páginas donde se habla de fomento del trabajo autónomo, de subvenciones para emprendedores, de ayudas para autónomos y cosas así, a pesar de que no usamos las palabras “ayuda”, “emprendedor” ni “fomento”. Google no usa nuestras palabras, sino una red de palabras afines, un remedo de nuestro humano sentido común, para hacer búsquedas sensatas.
Un problema es que las leyes no tienen tesauros. Las leyes llaman por su nombre a los delitos y a las obligaciones, pero el nombre en cuestión no está enlazado con otros en un tesauro. Hay una legislación que establece cómo y quién puede declarar la guerra a alguien, cuál es trámite y cuál el papel del Gobierno en tal situación. Pero si lo que hacemos en Irak no es una guerra sino una “acción militar”, si el campo de batalla es un “teatro de operaciones” y si los bombardeos son “incursiones aéreas”, la legislación se marea y la justicia hace eses sin entender la situación. Esos tesauros que vinculan palabras y hacen tan sensato a Google no existen para las leyes, y así no hay forma de relacionar ante un tribunal “bombardeo” con “incursión aérea”. Hasta pudo llamar Federico Trillo a la zona ocupada una “tranquila región hortofrutícola” y seguir tan tranquilo redactando sus memorias de la campaña de Perejil.
Otro problema, quizás mayor, es que nuestro ánimo tampoco tiene tesauros. Lo que tuvo Clinton con su famosa becaria fue una relación “inadecuada”. Si la relación hubiera sido sexual, hubiera incurrido en falsedad y hubiera ofendido la moral de muchos de sus electores, henchidos de valores familiares. Si el ánimo tuviera un tesauro tan eficaz como el de Google, en este contexto reaccionaría igual ante las palabras “inadecuada” y “sexual”. Pero no lo tiene. Los republicanos estuvieron bien atentos a eso y sembraron el ancho mundo de expresiones que dejaban desfallecido el derecho internacional y extraviado el ánimo de los americanos, como cuando llamaron “entregas extraordinarias” al envío de presos de guerra a países donde fuera legal la tortura. Nuestro cerebro entiende bien la identidad de las cosas que se dicen con distintos nombres, pero lo que mueve el resorte de la resignación o de la agitación, lo que nos hace conformarnos o rebelarnos, es el ánimo, no las razones. La indignación y la templanza son estados emocionales no ideas.
Y así se llenó la política española de esos llamados eufemismos, esas expresiones que tan abusivamente se usan para lo ilegal y lo injusto aprovechando esta carencia de tesauros que unifiquen en el ánimo todo lo que es idéntico. Cómo olvidar aquella ley para “aflorar activos ocultos” con la que Montoro nos subía nuestros impuestos a todos y amnistiaba los delitos de Bárcenas y otras altezas. Artur Mas, el Príncipe Valiente de Cataluña, puso en marcha el “ticket moderador sanitario”. De esa manera se refería al “copago” de la atención médica, que ya era un eufemismo en sí: ¿por qué se empeña todo el mundo en decir “copago”, con una sílaba de más? No hay copago, hay pago a secas. Los alumnos no copagan sus matrículas, las pagan, aunque no paguen todo lo que cuesta su plaza.
Soraya Sáez de Santamaría, cuando se recuperó de aquel llanto suyo por los desahuciados, se le pasaron los hipos y se sonó los mocos de tanto disgusto por los débiles, explicó que iba a haber “un recargo temporal de solidaridad”, para que nuestro cerebro entendiese que subían los impuestos, pero nuestro ánimo sintiera como que nos gobiernan comunistas utópicos. Y tenemos todos los días en el telediario del régimen las “reformas y ajustes”, que son siempre recortes, y anuncios de “profundización” en esas reformas, que son siempre más madera. Y ahí quedan aquellos pagos en diferido, desaceleraciones transitorias, movilidades exteriores y demás heridas de la inteligencia.
Podríamos decir cosas muy sesudas sobre los eufemismos, pero mejor nos conformamos con lo fundamental. Los eufemismos son ruidos. Son la vuvuzela estridente en la oreja del que intenta decir algo, la mancha de chorizo en los apuntes que los hace ilegibles, el japo que el matón del patio echa en las gafas del empollón para que no vea. A menudo se discute vociferando una sentencia para a continuación proferir abucheos, vítores o gritos de todo tipo que hagan ruido y no dejen espacio sonoro para ninguna réplica. Eso es el eufemismo de la vida pública. Son palabras diseñadas para que no se oigan las palabras que dicen algo, expresiones sin razones ni entrañas que circulan con impunidad porque no hay tesauro que las ancle debidamente en nuestro ánimo.
Cuando Montoro dice que no se quitó la paga a los funcionarios, sino que “se difirió” en el tiempo y cuando la CEOE dice que no se trata de facilitar el despido sino de “moderar los privilegios” de quienes tienen trabajo, son la viva imagen del macarra de recreo pegando capones al escuchimizado con la pandillona detrás gritando uuuuhh para aumentar el escarnio. A ellos les gusta creer que son hábiles fintas dialécticas, pero son sólo alaridos y escupitajos de quinquis.
Y como no hay necedad que no pueda ser más necia, no sólo inventan palabras que sólo hacen ruido. También quieren reducir a ruido las palabras que sí dicen cosas. Rajoy dice ser un fanático del estado del bienestar, y por él y por su causa quita médicos, maestros y justicia gratuita. Jorge Fernández quiere fortalecer el derecho de manifestación y la libertad de expresión y para eso convierte en delito las expresiones feas y las manifestaciones que llenen de gente los sitios. Gallardón enseguida sacará pecho por los derechos de la mujer, por su derecho a procrear y por su protección contra la violencia machista y para todo ello prohibirá el aborto (sí, yo también sentí un cosquilleo en La Fuerza cuando se tropezó en las escaleras). Así quieren sacarles las vísceras a expresiones como estado de bienestar, libertad de expresión o derechos de la mujer hasta dejarlas convertidas en onomatopeyas, casi en eructos. Algo de esto vimos en el funeral de Mandela, pero esa es otra historia.
En lo que llevamos de legislatura el Gobierno y el PP ya mostraron una inclinación a la estridencia de alaridos y eufemismos tan firme como su afán por silenciar por ley a las mayorías y convertir al país, de verdad, en una mayoría silenciosa. Apetece contextualizar en este griterío nuestra espesa afonía política: el amago de muleta de Gabino de Lorenzo, el envite de Javier Fernández a sus antiguos socios, las cuentas con los dedos de UPyD o las perplejidades y tribulaciones de Izquierda Unida. Pero esa es otra historia.
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