sábado, 12 de abril de 2014

Cataluña y la caja negra. El momento del método

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)]
La cuestión de Cataluña me recuerda la catarata de principios, de Grandes Principios, que acuden en tropel cuando un asunto importante no se quiere abordar de verdad. Algunos temas públicos son de tal envergadura que no hay gobierno que pueda soslayarlos y los gobiernos entonces desarrollan estrategias para soslayar los temas que no se pueden soslayar. La táctica es darles mucha importancia, para no parecer vagos o desaprensivos, pero tanta importancia que nunca llega el momento de abordarlos. Piénsese, por ejemplo, en lo que ocurre con los temas en los que la jerga política hace intervenir la palabra “ética”. El aborto o la investigación en células madre son cuestiones tan éticas como las relaciones laborales o el derecho de jubilación. Son aspectos de la vida pública que deben ser regulados sin más. Pero en cuanto el aborto se hace una cuestión “ética” llegarán las consultas a los expertos, los informes interminables, la morralla de debates y artículos sobre si un huevo es una gallina y nunca se pondrán los legisladores a trabajar en serio. Cuántas veces se dijo que si quieres parar un asunto crea una comisión para estudiarlo. Ese es el truco. Le damos al tema la importancia que la gente intuye que tiene y los trabajos preparatorios van creando un fárrago que va convirtiendo al tema en aquellos misteriosos dueños del castillo a los que nunca se llega y al ciudadano que espera resolver lo que le afecta en el aturdido señor K que nunca ve el momento en que por fin se trate de lo suyo.
En Cataluña se viene reclamando con contundencia la independencia y esto no es una cuestión menor. Quien piense que en realidad son los menos puede que acierte y puede que no, pero lo que es seguro es que una abrumadora mayoría quiere que haya un referéndum sobre esta cuestión. Y esto tampoco es un tema menor. Es de esos temas insoslayables que el gobierno quiere soslayar. Así que aparecen los principios. Hay que actuar desde principios claros, dicen todos. Y cuanto más cuestión de principios sea la cuestión catalana, menos abordable será de tanto principio que hay defender.
Los principios son convicciones demasiado generales que chocan fácilmente entre sí cuando se enfocan a temas puntuales. Por supuesto, si trato de rebuscar en mis principios, encuentro unos cuantos que pueden apuntar a la cuestión catalana, tal como salió el otro día del Congreso, que es igual que como entró el otro día en el Congreso. Pero mis principios disparan sobre Cataluña con la misma ineficacia con que las poderosas armas de la Estrella de la Muerte intentaban repeler a las naves de Luc Skywalker y sus chicos. Eran armas preparadas para atacar a grandes destructores y los modestos bajeles voladores con que la Resistencia intentaba picotear al monstruo eran demasiado pequeños para armamento de tanto fuste y se escurrían con facilidad. Los principios son demasiado vagos como para que el grano fino de la cuestión no se nos escurra, como las naves de los jedi.
Mis principios me dicen que no es verdad que todos somos nacionalistas, como dicen los nacionalistas. Todos tenemos una nación, pero para muchos la patria es un ruido fondo y no el primer plano en el que soportamos el grueso de nuestro pensamiento y práctica sobre las cosas públicas. El ideario y razonamiento nacionalista acaba siempre por incorporar palabras que a mis principios les hacen el efecto de la arena entre los dientes: son expresiones como “pueblo” y su plural “pueblos”, “nación” (en ese sentido en que no es estado ni territorio, sino “realidad vital”), “hecho diferencial”, “derechos de los pueblos” y otros similares. Esas realidades tan etéreas se me escurren y fueron muchas veces la apoyatura de los peores contrabandos. También me rechinan en el ánimo como cristales molidos esas patrias indivisibles, unidas por el plebiscito de los siglos y cosas así. O esas leyes o constituciones tan complicadas de modificar que no permiten que nada pueda cambiar como decía Torcuato Fernández Miranda: de la ley a la ley.
No es que los principios de cada uno no tengan que ver con la cuestión catalana. Es que ahora no es el momento de los principios sino del método. Y para eso hay que empezar por poner en su sitio las cajas negras. La caja negra no es ese trasto que hay en los aviones y que lo graba todo. La caja negra en ciencia es el límite que nos imponemos para explicar las cosas, aquello que deliberadamente excluimos de la observación porque la complicación que introduce dificulta llegar a alguna parte. Por ejemplo, Skinner dijo que la mente era una cosa inabordable experimentalmente y que para estudiar la conducta había que ponerle una caja negra. No es que Skinner ignorase que la mente tiene que ver con la conducta. Simplemente la excluía de la observación para poder tratar experimentalmente con la conducta y la modificación de la conducta. Lo hacemos a diario. Todos decimos que la luz se enciende porque alguien pulsa el interruptor. Sabemos que la luz se enciende por el efecto que hace una corriente de electrones al modificarse el estado de un circuito, pero ponemos una caja negra y lo dejamos todo reducido al interruptor que hay que pulsar. Ponemos cajas negras cuando la introducción de ciertas cosas complica sin beneficio.
No sé lo que es una nación ni cómo se determina que un grupo humano lo sea. No sé si la gente de Guadalajara tiene nación o si nación sólo la hay donde los humanos hacen grumos sociales más densos de lo normal. Sí parece que en Cataluña es tenaz el convencimiento de que su organización político-social no funciona y que los catalanes quieren saber lo que piensan sus vecinos. Seguro que podríamos hacer interesantes y sesudos análisis históricos de Cataluña y España. Y podríamos perorar sobre sistemas fiscales solidarios, corresponsabilidad fiscal territorial, agentes recaudatorios y agentes con iniciativa de gasto. Y, como el agrimensor K, nos extraviaremos en debates y congresos sin llegar a la cuestión. Hay que poner cajas negras para tratar la cuestión. Y la cuestión es que cada vez más gente en Cataluña está dispuesta a declarar sin ley la independencia de Cataluña y cada vez más gente en España está dispuesta a actuar con los extremos más filosos de la ley sobre Cataluña (no estarás en la ONU, no tendrás moneda, no estarás en la UE, porque la ley me permite impedírtelo).
No necesitamos ahora principios, que es justo donde por definición nunca se pondrán de acuerdo dos personas que los tengan distintos. Necesitamos método, en el sentido etimológico: necesitamos un camino, una manera, no una razón superior a otras razones. Crujen las tablas del edifico por varios frentes. La monarquía está más en cuestión que nunca. Rouco Varela hizo en dos funerales el impagable servicio patrio de recordarnos que las relaciones entre la Iglesia y el Estado ofenden todos los días. Hay gente que dice que el estado de las autonomías nos aplasta. Nadie entiende para qué sirve el Senado. Nunca se estableció cómo se garantiza la igualdad en los servicios básicos ni cómo una autonomía puede evitar pagar los aeropuertos sin aviones de la autonomía de al lado. Una parte sustantiva de Cataluña quiere ser independiente y una clamorosa mayoría cree que debe cambiar su relación con España, bien para que deje de existir tal relación o bien para que sea de otra manera. No sé si alguien nos dijo a mediados de los setenta aquello de “que os zurzan”, pero si alguien lo dijo su deseo se cumplió. Ahora mismo España es más un Frankenstein, un zurcido inconexo de piezas yuxtapuestas que una sociedad fluida y armónica. Sólo hay un camino en el que, con más o menos escepticismo, todos pondríamos alguna esperanza: reformar la constitución.
La constitución es como un jardín descuidado. La maleza creció como crece la maleza: por donde nadie había pretendido. Una reforma de la constitución es el único escenario en que algunos creemos que podríamos introducir la discusión sobre las listas abiertas que nos liberen de esta Restauración 2.0 que nos aplasta, sobre la monarquía y la república, sobre si Cataluña puede ser un nuevo estado sin dejar de estar en España o eso es una mandanga, sobre si funciona eso de que haya territorios forales, sobre la Iglesia y el Concordato, sobre si la pertenencia a España es revocable o el que ahora permanezca en ella se calle para siempre. En España pinchan todas las aristas y la desesperanza crece por la paredes y por el ánimo. Como pasa en todas las familias, tenemos que quedar para vernos y hablar. A escala nacional eso quiere decir, tenemos que cambiar la constitución. ¿Con qué límites? Creo que con ninguno. Los españoles, quienes quiera que seamos, tenemos que decírnoslo todo. Sin límites. Nos hace falta este impulso. ¿Qué republicano o monárquico, que ateo o católico, qué catalán o qué vasco se negaría a una cita así? A decírnoslo y decidirlo todo. Sin límites.

(“Aquel que en última instancia se halla dispuesto, si es preciso, a no vacilar en imponer su autoridad más valdría que desistiese ya desde el principio de querer empezar por intentar ser escuchado. Si en el límite está la violencia, todo el resto es ya también violencia.”, dijo Rafael Sánchez Ferlosio).

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