[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)]
La cuestión de Cataluña me recuerda
la catarata de principios, de Grandes Principios, que acuden en tropel cuando
un asunto importante no se quiere abordar de verdad. Algunos temas públicos son
de tal envergadura que no hay gobierno que pueda soslayarlos y los gobiernos
entonces desarrollan estrategias para soslayar los temas que no se pueden
soslayar. La táctica es darles mucha importancia, para no parecer vagos o
desaprensivos, pero tanta importancia que nunca llega el momento de abordarlos.
Piénsese, por ejemplo, en lo que ocurre con los temas en los que la jerga
política hace intervenir la palabra “ética”. El aborto o la investigación en
células madre son cuestiones tan éticas como las relaciones laborales o el
derecho de jubilación. Son aspectos de la vida pública que deben ser regulados
sin más. Pero en cuanto el aborto se hace una cuestión “ética” llegarán las
consultas a los expertos, los informes interminables, la morralla de debates y
artículos sobre si un huevo es una gallina y nunca se pondrán los legisladores
a trabajar en serio. Cuántas veces se dijo que si quieres parar un asunto crea
una comisión para estudiarlo. Ese es el truco. Le damos al tema la importancia
que la gente intuye que tiene y los trabajos preparatorios van creando un
fárrago que va convirtiendo al tema en aquellos misteriosos dueños del castillo
a los que nunca se llega y al ciudadano que espera resolver lo que le afecta en
el aturdido señor K que nunca ve el momento en que por fin se trate de lo suyo.
En Cataluña se viene reclamando con
contundencia la independencia y esto no es una cuestión menor. Quien piense que
en realidad son los menos puede que acierte y puede que no, pero lo que es
seguro es que una abrumadora mayoría quiere que haya un referéndum sobre esta
cuestión. Y esto tampoco es un tema menor. Es de esos temas insoslayables que
el gobierno quiere soslayar. Así que aparecen los principios. Hay que actuar
desde principios claros, dicen todos. Y cuanto más cuestión de principios sea
la cuestión catalana, menos abordable será de tanto principio que hay defender.
Los principios son convicciones
demasiado generales que chocan fácilmente entre sí cuando se enfocan a temas
puntuales. Por supuesto, si trato de rebuscar en mis principios, encuentro unos
cuantos que pueden apuntar a la cuestión catalana, tal como salió el otro día
del Congreso, que es igual que como entró el otro día en el Congreso. Pero mis
principios disparan sobre Cataluña con la misma ineficacia con que las
poderosas armas de la Estrella de la Muerte intentaban repeler a las naves de
Luc Skywalker y sus chicos. Eran armas preparadas para atacar a grandes
destructores y los modestos bajeles voladores con que la Resistencia intentaba
picotear al monstruo eran demasiado pequeños para armamento de tanto fuste y se
escurrían con facilidad. Los principios son demasiado vagos como para que el
grano fino de la cuestión no se nos escurra, como las naves de los jedi.
Mis principios me dicen que no es
verdad que todos somos nacionalistas, como dicen los nacionalistas. Todos
tenemos una nación, pero para muchos la patria es un ruido fondo y no el primer
plano en el que soportamos el grueso de nuestro pensamiento y práctica sobre
las cosas públicas. El ideario y razonamiento nacionalista acaba siempre por
incorporar palabras que a mis principios les hacen el efecto de la arena entre
los dientes: son expresiones como “pueblo” y su plural “pueblos”, “nación” (en
ese sentido en que no es estado ni territorio, sino “realidad vital”), “hecho
diferencial”, “derechos de los pueblos” y otros similares. Esas realidades tan
etéreas se me escurren y fueron muchas veces la apoyatura de los peores
contrabandos. También me rechinan en el ánimo como cristales molidos esas
patrias indivisibles, unidas por el plebiscito de los siglos y cosas así. O
esas leyes o constituciones tan complicadas de modificar que no permiten que
nada pueda cambiar como decía Torcuato Fernández Miranda: de la ley a la ley.
No es que los principios de cada
uno no tengan que ver con la cuestión catalana. Es que ahora no es el momento
de los principios sino del método. Y para eso hay que empezar por poner en su
sitio las cajas negras. La caja negra no es ese trasto que hay en los aviones y
que lo graba todo. La caja negra en ciencia es el límite que nos imponemos para
explicar las cosas, aquello que deliberadamente excluimos de la observación
porque la complicación que introduce dificulta llegar a alguna parte. Por
ejemplo, Skinner dijo que la mente era una cosa inabordable experimentalmente y
que para estudiar la conducta había que ponerle una caja negra. No es que
Skinner ignorase que la mente tiene que ver con la conducta. Simplemente la
excluía de la observación para poder tratar experimentalmente con la conducta y
la modificación de la conducta. Lo hacemos a diario. Todos decimos que la luz
se enciende porque alguien pulsa el interruptor. Sabemos que la luz se enciende
por el efecto que hace una corriente de electrones al modificarse el estado de
un circuito, pero ponemos una caja negra y lo dejamos todo reducido al interruptor
que hay que pulsar. Ponemos cajas negras cuando la introducción de ciertas
cosas complica sin beneficio.
No sé lo que es una nación ni cómo
se determina que un grupo humano lo sea. No sé si la gente de Guadalajara tiene
nación o si nación sólo la hay donde los humanos hacen grumos sociales más
densos de lo normal. Sí parece que en Cataluña es tenaz el convencimiento de
que su organización político-social no funciona y que los catalanes quieren
saber lo que piensan sus vecinos. Seguro que podríamos hacer interesantes y
sesudos análisis históricos de Cataluña y España. Y podríamos perorar sobre
sistemas fiscales solidarios, corresponsabilidad fiscal territorial, agentes
recaudatorios y agentes con iniciativa de gasto. Y, como el agrimensor K, nos
extraviaremos en debates y congresos sin llegar a la cuestión. Hay que poner
cajas negras para tratar la cuestión. Y la cuestión es que cada vez más gente
en Cataluña está dispuesta a declarar sin ley la independencia de Cataluña y
cada vez más gente en España está dispuesta a actuar con los extremos más
filosos de la ley sobre Cataluña (no estarás en la ONU, no tendrás moneda, no
estarás en la UE, porque la ley me permite impedírtelo).
No necesitamos ahora principios,
que es justo donde por definición nunca se pondrán de acuerdo dos personas que
los tengan distintos. Necesitamos método, en el sentido etimológico:
necesitamos un camino, una manera, no una razón superior a otras razones.
Crujen las tablas del edifico por varios frentes. La monarquía está más en cuestión
que nunca. Rouco Varela hizo en dos funerales el impagable servicio patrio de
recordarnos que las relaciones entre la Iglesia y el Estado ofenden todos los
días. Hay gente que dice que el estado de las autonomías nos aplasta. Nadie
entiende para qué sirve el Senado. Nunca se estableció cómo se garantiza la
igualdad en los servicios básicos ni cómo una autonomía puede evitar pagar los
aeropuertos sin aviones de la autonomía de al lado. Una parte sustantiva de
Cataluña quiere ser independiente y una clamorosa mayoría cree que debe cambiar
su relación con España, bien para que deje de existir tal relación o bien para
que sea de otra manera. No sé si alguien nos dijo a mediados de los setenta aquello
de “que os zurzan”, pero si alguien lo dijo su deseo se cumplió. Ahora mismo
España es más un Frankenstein, un zurcido inconexo de piezas yuxtapuestas que
una sociedad fluida y armónica. Sólo hay un camino en el que, con más o menos
escepticismo, todos pondríamos alguna esperanza: reformar la constitución.
La constitución es como un jardín
descuidado. La maleza creció como crece la maleza: por donde nadie había
pretendido. Una reforma de la constitución es el único escenario en que algunos
creemos que podríamos introducir la discusión sobre las listas abiertas que nos
liberen de esta Restauración 2.0 que nos aplasta, sobre la monarquía y la
república, sobre si Cataluña puede ser un nuevo estado sin dejar de estar en
España o eso es una mandanga, sobre si funciona eso de que haya territorios
forales, sobre la Iglesia y el Concordato, sobre si la pertenencia a España es
revocable o el que ahora permanezca en ella se calle para siempre. En España
pinchan todas las aristas y la desesperanza crece por la paredes y por el
ánimo. Como pasa en todas las familias, tenemos que quedar para vernos y
hablar. A escala nacional eso quiere decir, tenemos que cambiar la
constitución. ¿Con qué límites? Creo que con ninguno. Los españoles, quienes
quiera que seamos, tenemos que decírnoslo todo. Sin límites. Nos hace falta
este impulso. ¿Qué republicano o monárquico, que ateo o católico, qué catalán o
qué vasco se negaría a una cita así? A decírnoslo y decidirlo todo. Sin
límites.
(“Aquel que en última instancia se
halla dispuesto, si es preciso, a no vacilar en imponer su autoridad más
valdría que desistiese ya desde el principio de querer empezar por intentar ser
escuchado. Si en el límite está la violencia, todo el resto es ya también
violencia.”, dijo Rafael Sánchez Ferlosio).
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