[Artículo semanal en Asturias24 (www.asturias24.es)].
Volvamos a las condiciones
improbables. Hace veintidós días que fue coronado Felipe VI. La sucesión se
hizo rápida y de tapadillo, casi nerviosa, con sensación de barrido bajo la
alfombra. Y de tapadillo lleva reinando veintidós días el nuevo monarca.
Podríamos pensar que es muy pronto para decir algo sobre su gestión, si cabe
llamar “gestión” a lo que tiene que hacer un rey. Pero los reyes tienen algo de
calendario, las etapas en que luego se estudia la historia llevan sus nombres. Llevamos
veintidós días de lo que los libros llamarán el reinado de Felipe VI. Debería
ir presentándose o haberlo hecho ya. Cabía esperar algún gesto que indique una
nueva etapa, algún rasgo de estilo, algún propósito que acompañe a los tiempos.
El nuevo rey apenas tuvo desde su coronación palabras o gestos públicos, como
no fuera la misa privada, pero profusamente publicada, con Rouco Varela y el besamanos
al Papa.
Podría pensarse que, en cualquier
reflexión sobre el papel de un monarca, los republicanos tienen (tenemos) la
obligación de negar la mayor, sostener que ser republicano implica el
convencimiento de que no hay papel que valga para un rey y mantenerse fuera de
la discusión. Sí y no. La lógica difusa de Zadeh nos enseña que no siempre la
afirmación de una cosa y su contraria es una contradicción. Así que sí y no. La
mayoría de los republicanos aceptarían, y de hecho lo exigen, que se decidiera
en referéndum la forma de la Jefatura del Estado. Esto supone que un
republicano normal aceptaría legitimidad democrática en una monarquía si eso
fue lo que la mayoría votó y si el asunto no se zanja para los siglos de los
siglos. Y esto a su vez implica que un republicano puede imaginarse, por un
referéndum adverso, con un rey sin dejar de estar en una democracia saludable.
Así pues, a la par que exige la
república o una monarquía legitimada y bendecida por el pueblo y no por Rouco
Varela, cualquier republicano tiene que formarse una idea de las funciones del rey,
de lo que lo hace más aceptable o menos, como piensa en cualquier otra cosa
pública. Pensemos entonces en ello, mientras discrepamos de la monarquía y
denunciamos su falta de legitimidad.
Entiendo que el rey puede cumplir
dos funciones que son dos condiciones para resultar un Jefe de Estado más
aceptable para monárquicos y republicanos. El rey no interviene en el debate
político. No habla de aquello en lo que discrepan los partidos (salvo los
partidos que rompen el sistema por alguna de sus aristas, como los independentistas),
no toma posición en lo que se discute. De ahí la primera de sus funciones. Lo
que sea que diga el rey o manifieste con su conducta ha de ser de aceptación
general o al menos de aceptación común o normal. Lo que quiere decir que el rey
normalizará en la sociedad lo que sus
palabras digan o lo que su conducta exprese.
Por decir algo inocente de momento,
los piercings y los tatuajes son
adornos transgresores, muy habituales, pero ajenos al aspecto con el que no se
llama la atención de nadie. Si Letizia se pusiera un piercing en la ceja, se normalizaría tal aditamento como un adorno
común y no transgresor. Digamos que aumentaría la tolerancia social hacia él.
Así pues, una posible función de una figura regia a la que no se discute lo que
dice y hace, porque tiene el papel de no decir y hacer cosas discutibles, es ayudar
a hacer normales e indiscutibles las cosas que diga o haga (perdón por el
trabalenguas) y a aumentar la tolerancia social hacia ellas.
La segunda función o condición de
aceptabilidad tiene que ver con el papel de representación sin gestión que
también se le atribuye. Todo el mundo recuerda a Sandro Pertini, presidente de
Italia en aquel momento, en la final de la copa del mundo de fútbol de 1982, que
ganó su país. Se levantaba y sentaba de su asiento con nerviosismo, se le iban
los brazos y las manos en las jugadas tensas, saltó como un resorte con el gol
de su selección. Era la imagen de cualquier italiano que estuviera viendo el
partido. Esto es anecdótico y prescindible. Pero también lo recuerdo con motivo
de unas inundaciones catastróficas con muertos (no recuerdo exactamente dónde),
declarando ante la calamidad, con el gesto tenso del que contiene el llanto o
la ira blasfema, “estoy amargado”. Era realmente la imagen de la amargura de
Italia ante aquel espanto.
A veces el país está consternado,
iracundo, esperanzado o pesimista. Pero el país no tiene cara ni gesto. El
monarca puede ser, y esta es su segunda función, algo así como el avatar del
país, el que ponga el gesto o la mueca nacional. Juntemos ahora las dos
funciones.
Las dos funciones juntas pueden
hacer un papel no desdeñable. Si el rey deslizara en algún discurso, con esa
campechanía de los Borbones, alguna anécdota de lo que le dijo tal señor a su
marido un día de Navidad, su discurso ayudaría a normalizar el hecho de que dos
varones estén casados y a mejorar la tolerancia hacia un tipo de amor que
resulta indistinguible de cualquier otro tipo de amor. Podría dejarse ver en
algún acto militar, sólo alguno, atendiendo a sus hijas mientras Letizia dice
las palabras protocolarias que correspondan a los uniformados, para normalizar
así la situación en que la mujer tiene protagonismo mientras él se encarga de
los arrumacos a la prole. O podría mostrarse cuando le explican el
funcionamiento de algún trasto bélico, con esa cara de interés que ponen, pero
donde el militar que da las explicaciones sea una mujer.
Un rey así debería ser un fanático
del CIS. Ahora mismo vería que en un país con el veintimucho por ciento de paro
y sin esperanzas en el horizonte, el problema número uno para los españoles, el
que más migrañas le levanta, es la corrupción y singularmente la corrupción de
los dirigentes. Como digo, el país no tiene cara ni gesto. El rey podría ser su
avatar. Podría ser un Pertini que hiciera una aparición pública en que se
dijera amargado por la incapacidad de nuestro sistema para garantizar conductas
honestas. Al país le haría bien la cara amargada del rey, ver su propio gesto
en quien lo representa al pronunciar las siglas SICAV.
Por muchas veces que nos lo
repitan, cada vez que lo oigamos pondremos la misma cara de estupefacción y
pasmo cuando nos recuerden los aeropuertos sin aviones que se hacían en época
electoral (¡y que ahora se inauguran en época electoral aún sin aviones!).
También nos haría bien ver a un rey pasmado y estupefacto aludiendo a tal
desatino en alguno de sus discursos llenos de cosas indiscutibles. Que nadie
dude de la utilidad del estupor real para que dejen de tirarse nuestros dineros
en tales desbarros. El rey, como digo, haría un favor al país leyendo los datos
del CIS y siendo él la mueca nacional, el gesto del país.
Son dos condiciones factibles,
pero, como dije de otras condiciones hace unos días, improbables. Algunos creen
que una cosa buena de la monarquía es tener al frente a alguien específicamente
preparado para representar al país. No hay tal destreza. Igual que no se puede formar
a nadie para ser aceptado o para ser buena gente, tampoco se puede formar a
nadie para representar a un país. El único gesto del entorno del rey fue el de
aforar a quienes no lo estaban y espesar la opacidad sobre las andanzas del
anterior rey y, con ellas, las que vengan del nuevo.
De momento, la época de Felipe VI
se deslinda de la de Juan Carlos I como se deslinda un barrio de otro en una
ciudad. Nadie sabe el punto exacto donde empieza uno y acaba otro. Pocas
funciones podemos esperar del rey que no hayamos visto ya. Esas por las que
acaban urgiendo aforamientos irregulares.