En Grecia llamaban idiota (“idiótes”) más o menos a lo que hoy llamaríamos
paletos, sujetos estancados por encerrarse sólo en sus asuntos propios de poca
monta, ajenos al conocimiento y la situación social general (o “politiké”,
literalmente, “los asuntos de los ciudadanos”). La raíz “idios”, presente en “idioma”
o “idiosincrasia”, significa “lo propio”, de manera que el idiota es
básicamente el que se ocupa sólo de lo propio y, por extensión, el que razona
sólo desde lo propio. No hablamos de un egoísta. En la película de Thelma y Louise, el marido de Thelma es
un genuino idiota. La policía llama a su puerta y le dice que su esposa,
rutinaria ama de casa desaparecida el día anterior, está implicada en un
asesinato y un robo a mano armada, que se encuentra huida y que tienen que
pinchar el teléfono de su casa. El idiota suelta un medio silbido medio suspiro
de esos que se echan mirando hacia arriba por la magnitud de lo que nos espera
y lo único que dice es por lo del pinchazo: “¿y eso me costará dinero?” En eso
consiste la idiotez: el egoísmo es sólo aparente y en todo caso la
consecuencia; el bobo del marido sólo ve y razona con su reducido mundo del que
ni siquiera forma parte su mujer. Sólo piensa en el pinchazo y su coste porque
no tiene recursos mentales para más; es más una cuestión de imbecilidad que de
egoísmo. La labor de pensar es como cualquier tarea manual: se hace con las
herramientas disponibles. El idiota no tiene más herramientas que lo poco que
ve y vive en el momento.
La idiotez hace fortuna en la vida pública. Que nadie diga con la boca muy
grande lo de “nos toman por idiotas”. Hacernos idiotas es más fácil de lo que
parece. En esencia, el fenómeno consiste en hacer honor al étimo y conseguir
que la gente, por ignorancia o por actitud, razone con una idea, si puede ser
con una sola, limitada y mezquina, encerrada en lo propio y pequeño, y no
construya más pensamiento que la necedad para la que alcance un material tan
pobre. Se trata de conseguir que, cuando nos digan que la gente se muere a
millares a las puertas de nuestra casa, todos resoplemos mirando para arriba y
digamos, como idiotas, si eso nos va a costar dinero. Para conseguir esto ayuda
mucho tener idiotas contrastados en el Gobierno para dar ejemplo. Hace ahora un
año se murieron ahogadas en el Mediterráneo en dos tandas unas mil personas que
querían entrar irregularmente en Europa. Cuando empezó esa calamidad, Jorge
Fernández reaccionó como el marido de Thelma y lo primero que dijo en Europa fue
que no debía reforzarse el salvamento, porque eso causaría un “efecto llamada”. Hay que
ser idiota. Un año antes, en febrero de 2014, ya había razonado con material
escaso y casero para que nuestra policía disparara a aquellos africanos que
estaban en las aguas de Ceuta intentando no ahogarse; y se ahogaron catorce, no
fuera que aquello nos fuera a costar dinero.
El hacer idiota a las masas sólo requiere elegir
la idea oportuna para que la gente renuncie a razonar con otra cosa que no sea
esa idea. Algunos despistados nos alertan del populismo y nos cuentan que el
populismo nos dice lo que queremos oír para arrastrarnos. No es de extrañar
análisis tan despistado, teniendo en cuenta que viene de idiotas como Aznar y
de listos como Felipe González que nos quieren hacer idiotas. La idea que
funciona para hacernos idiotas no suele ser una idea positiva que queramos oír,
sino algo negativo, casi siempre asociado a algún miedo o a alguna frustración
que pueda convertirse en enfado y crispación. Con todos esos millones de
desesperados es fácil dar miedo. No es lo mismo la gente de viene de Siria que
de África, pero se puede hacer una bola confusa: son muchos, no caben, habrá
más delincuencia, más gastos sociales, no pagan impuestos, se alterarán las
costumbres, qué va a ser de nosotros. Cuando alguien pone palabras y tono a un
miedo o declama con acierto una irritación, parece que tiene razón. Y es fácil
la falacia según la cual si alguien tiene razón en algo tiene razón en todo lo
demás (falacia del término medio, se llama en lógica).
El Tea Party americano consiguió que la gente
identificara el Estado con el Gobierno y exacerbó una irritación confusa contra
todos esos mandones. Con una idea tan simple, y tan genuinamente idiota, braman
contra todo lo público llamándolo Gobierno. Su campaña contra la sanidad
pública contiene consignas como: “¿de verdad quieres que el Gobierno le diga a
tu médico lo que debe hacer? ¿Eres tonto o simplemente eres mala persona?”
Cuando el pensamiento se arma sólo con una idea simplona, alcanza este nivel.
Marine Le Pen consiguió arraigar en amplias capas sociales un discurso político
xenófobo y hasta racista a base de cultivar el miedo al Otro y a la Multitud
Esa que nos Acecha, explotando hábilmente los errores de los gobiernos. Qué
triste gracia tuvo aquel desdichado programa en que Ana Pastor la entrevistó,
creyendo que podía hacer su papel de periodista incómoda soltando topicazos de
ONGs. No sólo Le Pen la vapuleó poniendo la emotividad humanitaria a favor de
su postura, sino que la hizo balbucear cuando le preguntó si tenía ella
refugiados en su casa a su cargo, si tan viable era atenderlos (por cierto, que
no era tan difícil la respuesta. Estoy convencido de que los poderes públicos
tienen la obligación de atender la limpieza de las aceras y ese convencimiento
no quiere decir que me ponga yo a limpiarlas. Lo civilizado es que sea
institucional y no efecto del voluntarismo ciertas cosas básicas, como la
limpieza. O la atención humanitaria básica).
A partir de esa idea única y el estado de idiotez
asociado, Marine Le Pen introduce otros componentes políticos abiertamente
autoritarios. En otros países están pasando cosas parecidas. En España no hay partidos
de ese tipo, pero sí un partido conservador, el PP, infectado y con esas
prácticas ya en su torrente sanguíneo. Ahí el está el idiota de Albiol, el de
la limpieza de Badalona, y el imbécil ese que no puede ver a Ada Colau más que
fregando suelos. Pero lo grave es que sea la Europa institucional y oficial la
que esté dando pasos en ese sentido. Enfocar el problema de los refugiados y de
la inmigración a partir de una idea simplona basada en el miedo, y propia del
marido de Thelma o de Jorge Fernández, impide que el análisis de algo tan
complejo pueda ser mínimamente atinado. Cómo va a llegar Europa a un plan
eficaz en los países de origen si todo lo que hace es resoplar mirando al techo
y preguntarse si todo esto me va a costar dinero, como un idiota. Y, de la
misma manera que Le Pen cuela autoritarismo a partir de una idea única de
enganche, Europa deja caer sus propias leyes y pautas por el mismo
procedimiento. Este lamentable episodio de los refugiados sirios nos obliga a
repasar el abecé de la convivencia y recordar la diferencia entre el estado de
derecho y el estado policial. En un estado policial, un policía te puede
atrapar y romper las rodillas por maricón. Esto se debe a que: 1. puede decidir
que ser maricón es un delito; 2. puede decidir que eres culpable; y 3. puede
decidir que la pena por ese delito es partirte las rodillas. En el estado de
derecho no hay más delito que el que la ley diga, más culpable que el sentencie
un juez, ni más castigo que el que el código penal establezca. Pues con este
asunto se está ensanchando la actuación de los estados en la que no hay ley,
sino sólo cuerpos armados, es decir, estado policial. No sólo tiene cada vez
más idiotas xenófobos en plantilla. Como Le Pen, Europa está infiltrando en su
mundo dosis dañinas de autoritarismo antidemocrático a partir de conductas
inhumanas regidas por la idiotez. Mientras, la tragedia a sus puertas crece y
las soluciones para los países de origen se alejan. Idiotas.
Tontos del culo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario