Yo creo más en el estilo que en los principios. Las dos cosas se refieren a
constancias que imponemos a nuestra conducta. Lo más importante deberían ser
los principios, los convencimientos en torno a los cuales una persona
manifiesta ética y moralidad y alguna pulsión hacia el bien. Pero los
principios son más un criterio negativo que positivo para actuar, más
prohibiciones que pautas. Los principios son convencimientos que nuestra
conducta no debe quebrar más que indicaciones de cómo actuar y comportarse. El
estilo es el grado de automatismo sin beneficio que nos gusta a dar nuestra
conducta cotidiana y cuidarlo es una buena manera de ponerse a salvo de malas
prácticas y malos contrabandos.
Mala cosa es entonces que los principios afloren en discursos y análisis. A
veces oímos principios explícitos porque nuestro interlocutor es un plasta en
alguna de sus versiones. Pero a veces la explicitud de los principios no es la
tabarra de un moralista pesado, sino la manera de recuperar la orientación
cuando se acumulan quiebras en una situación. Por eso digo que mala cosa es que
los principios se hagan muy visibles en los discursos: o te están aburriendo o
estás viviendo un mal momento. Y creo que tenemos que ir a cuestiones de
principio porque estamos en un mal momento.
El partido más votado en España fue descrito por un juez como una
organización criminal, practica el robo sistemático y organizado, protege a delincuentes,
mintió y engañó y se financia ilegalmente. La cuestión de principio surge
porque los seis o siete millones de personas dispuestas a votar al PP tienen
por verdadero todo esto. No es que los voten porque crean que todo esto es
falso. Aceptan que, mientras Rajoy dejaba en el desamparo a los parados y
Andrea Fabra gritaba como una demente “¡que se jodan!”, ellos robaban. Saben
que Rajoy sale en los papeles de Bárcenas y saben que le daba su calor al
bandido con aquel “sé fuerte”. Ningún votante del PP dice que sea falso todo
esto. Y lo votan. Esto nos lleva, como digo, a las cuestiones de principio. Si
una misma organización puede robar sin disimulo, puede hacer leyes que dejan
impunes las golferías, y sigue recibiendo los votos de la gente, es que los
votos no sancionan la responsabilidad de los gobiernos y, por tanto, que no
sirven como control democrático. En suma, que la democracia no funciona, porque
no hay nada por lo que en este caso el PP deba dejar sus prácticas corruptas. Lo
dijo con impecable realismo Rita Barberá: “no veo motivo alguno para dimitir”. Sólo
podemos darle la razón. ¿Acaso no es senadora? El sentido común nos dice que
quien hace lo que hace el PP no debería ganar elecciones y creo que, ideologías
y preferencias aparte, debemos considerar un problema del sistema que pueda
seguir ganándolas. Hay tres factores que pueden estar contribuyendo a este
desaguisado, dos débiles y uno fuerte.
El factor fuerte es la parasitación partidaria de los mecanismos
institucionales de control. Es evidente que el voto de los ciudadanos no puede
sancionarlo todo. Por ejemplo, no podemos confiar en que las empresas no pacten
precios y dañen la libre competencia porque ya se encargarán los ciudadanos de
no votar al gobierno que lo permita. Tiene que haber, además de división de
poderes, contrapesos institucionales que impidan las malas prácticas. Por eso
hay órganos reguladores, tribunales de cuentas o comisiones de la competencia.
El problema es que desde el mismísimo Consejo General del Poder Judicial, el
Tribunal Supremo o el Tribunal Constitucional, hasta el Tribunal de Cuentas o
la Fiscalía General del Estado están apolillados por la presencia y control de
militantes de los partidos grandes que deben su cargo a la lealtad al partido
que los nombra. La erosión de estos mecanismos convierte a la democracia en un
cacicazgo, donde la gente tiende a aceptar al que manda porque no cree que haya
otro remedio.
El primer factor débil es la manera ineficaz de incorporar en los
argumentarios la crítica a la corrupción. Los políticos del cambio deben
entender que cuando la gente vota a un partido a sabiendas de que roba es
porque tienen una razón superior para votarlos que trivializa los desmanes. La
razón superior es que ese partido puede protegerlos y llevar el timón y los
demás no. La idea clave que deben trasladar es que ningún gobierno arruina a su
país (lo de que Zapatero arruinó a España es un chascarrillo zafio): nadie
gobierna sin calculadora y nunca al poder le faltan economistas o lo que
necesite. Pero sí hay gobiernos que no roban. La idea es paradójica, pero es la
que debe entender el electorado: donde mi programa esté gravemente equivocado
seguro que no lo cumplo, porque eso no ocurre en ninguna parte; y yo no robaré
y eso sí que ocurre muchas veces. Cuando Tsipras creyó no tener fuerza para
seguir su programa (con razón o sin ella), no lo aplicó. Grecia no empeoró y
tiene un gobierno que no le roba. Es decir, no hay que tener miedo a ningún
partido y, por tanto, no hay que tener miedo a echar a ningún partido.
El segundo factor débil es la manera frívola en que la prensa trata el
problema de la corrupción. Siento el tufo a topicazo que tiene esto, pero cada
cual debe cargar con lo suyo. Los informadores tienen todo el derecho a tener
su línea editorial, pero no deben contribuir a la desorientación ética de la
gente. Pongamos un ejemplo. En los tiempos del terrorismo de ETA hubo quien
quería comparar la muerte de quien recibió un tiro con sucedáneos tan grotescos
como la “muerte civil” de un partido ilegalizado. La prensa tiene derecho a
protestar y combatir la ilegalización de un partido, pero nunca confundir el
estado del militante ilegalizado con el estado del concejal con tiro en la nuca,
porque semejante fárrago contribuye a relajar en la moralidad pública sobre la
extrema gravedad de un asesinato. Y la prensa no hizo tal cosa, es sólo un
ejemplo. Ahora tenemos un grave problema de corrupción y saqueo del Estado. Muy
grave. La prensa puede tener la línea que quiera. Pero dedicar en su día titulares
a Errejón por tonterías de su beca que ni eran ilegales ni dañinas en ningún
sentido mezclándolas con las tarjetas de Cajamadrid; comparar el caso de
Monedero con el de Bárcenas y darle más focos que el más significativo caso
Aznar; delirar una financiación internacional de Podemos, que no tiene ni
locales, como si hubiera ahí algo similar a los gigantescos fraudes y tráficos
de la financiación del PP; en definitiva, trivializar los gravísimos casos del
PP a base comparaciones enloquecidas para sustentar una línea editorial es
contribuir a la confusión moral y ética hacia esas conductas. Así se puede
robar y tener votos, por la cosa de que todo es un lío y todos son iguales.
Cito algunos casos de Podemos porque es donde las líneas editoriales son más
rígidas y donde la ley del embudo está llegando a niveles más grotescos.
Apetece decir que los votantes del PP son estúpidos y que gana las
elecciones porque hay millones de estúpidos. Pero no sólo son estériles los
análisis que echan la culpa a las masas; es que además son equivocados. Los
votantes del PP son algo más lentos en reaccionar que otros y quizás algo más
temerosos. Y muchos simplemente tienen su ideología y tienen la esperanza de
que la corrupción sea cosa del pasado. Como los votantes socialistas andaluces
o asturianos, que sólo viven del mantra de que hay que mirar el futuro. Ese
voto resistente a los más graves desmanes indica que en España tenemos una
estructura caciquil por la perversión de las instituciones. Por ahí deben venir
los cambios. Y mientras tanto los partidos tienen que ser más eficaces en la
manera de tratar electoralmente la corrupción y los medios tener más escrúpulos
antes de usar esta lacra al servicio de sus líneas editoriales. Faltó nivel
para que se formara gobierno en estos meses. Pero es que hay que tener mucho
nivel para llegar a algo viable si el partido más votado puede ser referido por
un juez como una organización criminal. Que no se nos oculte el nudo del
problema.
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