En algunas operaciones algebraicas hay un número neutro, que deja intacto
al número que opere con él; y un número absorbente, que es él el que permanece siempre
intacto, sea cual sea el número que opere con él. El número 1 es el neutro de
la multiplicación y el 0 el absorbente, por ejemplo. Un lenguaje apropiado para
algunos lances actuales. Las elecciones de Holanda subrayan dos tendencias que
no deberían despacharse con simplezas: la desconfianza hacia la política
europea y el hundimiento de la socialdemocracia. Las dos pulsiones se perciben en
más países. Las dos son incómodas y para las dos se propone la misma simpleza:
es el populismo, ese peligro confuso que crea desafección con Europa y que
asfixia las propuestas ilustradas y equilibradas de la socialdemocracia. Lo
mismo da Le Pen que Tsipras: si se duelen de Europa y se desesperan del partido
socialdemócrata de turno son lo mismo. No hay oposición a la política europea,
por la derecha o por la izquierda, que no sea manifestación de ese populismo
tan proteico. Y no hay hartazgo izquierdista de la socialdemocracia que no
caiga en ese batiburrillo. Como si no hubiera pensamiento civilizado que
pudiera ser desacorde con la política europea y no hubiera actitud progresista sensata
que oponer a la práctica de los partidos socialdemócratas. Una consecuencia no
menor de la confusión es que se oscurece lo que son algunas cosas que deberían
estar siempre claras: el partido holandés que alarmó a toda Europa no es
populista, es un partido fascista. Eso es lo relevante y lo que en Europa debe
emitir resonancias históricas nítidas. La etiqueta de populista es pura
propaganda para untar la palabra de veneno y tenerla lista como arma para otras
pendencias aprovechando que de puro vacía se puede aplicar a cualquier cosa.
Cuando oigamos la palabra «populista» o sus derivados tenemos muchas
posibilidades de estar escuchando a un tombolero.
La socialdemocracia no pasa apuros por incompetencia, sino por irrelevancia.
Los tiempos del dinero se mueven a distinto ritmo que los ritmos electorales en
que cabe la soberanía popular. Los procesos de globalización se mueven también
ámbitos distintos de aquel en el que se viene ejerciendo esa soberanía, el estado–nación.
Cada vez más decisiones se toman en ámbitos ajenos a los que la gente puede
sancionar con su voto y en plazos imposibles para cualquier escrutinio
democrático. Un seguimiento somero de la actualidad deja ver que cada vez hay
podemos elegir menos aspectos de la forma en que nos gobiernan. O lo que es lo
mismo, aquellos a quienes podemos votar tienen menos margen para hacer unas
cosas u otras. La democracia se redujo y así decayeron derechos y bienestar.
Los partidos conservadores se encuentran cómodos en esa sociedad más
estratificada que siempre buscaron. Los partidos socialdemócratas están más
desorientados. Su ideario choca con estas tendencias, pero están demasiado
asentados en instituciones y en nichos oligárquicos como para incubar la
rebeldía a la que debería incitar su propia ideología. El juego de
complicidades y enredos de estos partidos que estuvieron muchas veces en la
pomada hace que arrastren demasiada morralla consigo como para transmitir los
mensajes o actitudes ideológicamente coherentes. Se mantienen cómplices dentro
de este sistema más despótico y menos igualitario, con lo que se desfiguran
como partidos socialdemócratas.
Eso los convierte en el elemento neutro de cualquier combinación de
partidos, en España de manera especialmente acusada. Una parte del PSOE teme
que el entendimiento con el PP los diluya en él y deje todo el campo a Podemos.
Otra parte teme entenderse con Podemos, porque esta fuerza podría
«fagocitarlos». Da la sensación de que PP con PSOE da PP; y que PSOE con
Podemos da Podemos. Siempre como el 1 de la multiplicación. Por eso hay tanta
injerencia interesada en estas primarias, sobre todo ahora que Susana Díaz
anunció que anunciaría su candidatura (otra bobada propagandística de
cucharón). Los periódicos y columnistas conservadores elevan a Díaz a la
categoría de necesidad histórica. El País, activamente involucrado en las cosas
internas del PSOE con tanto entusiasmo como falta de profesionalidad, babea
artículos y editoriales sobre la candidata y guarda silencio sobre el soldado
Sánchez. A Patxi López no hace falta silenciarlo, él mismo es inaudible. Los
medios más progresistas se despachan en críticas o rechiflas contra Susana Díaz
y cruzan los dedos por Pedro Sánchez. Todo depende de qué pretenda cada cual
multiplicar por 1, si al PP o a Podemos.
Al PSOE le cuesta hacer oír un discurso propio que no se disuelva tan fácil
en discursos ajenos por esta falta de identidad de los socialdemócratas, que
tienen un sistema que proteger que ya no es el sistema que toleraba sus ideas;
un pasado y unos asentamientos en pesebres del sistema de los que no pueden
desprenderse; y, como contrapunto, una ideología sentida por la militancia que
choca con la deriva de ese sistema. A poco que se le presione desde su propio
credo socialdemócrata (por ejemplo cuando Podemos plantea que la televisión
pública deje de emitir misas y no digamos si les diera por achuchar con la
enseñanza concertada o la corrupción de la monarquía) el PSOE se retuerce como
aquel personaje de Cortázar que intentaba ponerse un jersey que se le enredaba
y tras contorsiones angustiosas y enloquecidas dejaba de controlar las partes
de su cuerpo y podía ser atacado por su propia mano. Entre un sistema que se
encoge y deja fuera su ideario, unas prácticas que lo ligan a las canonjías y
miserias de ese sistema y un pasado que lo cubre de ruido y confusión, al PSOE y
a los socialdemócratas europeos les pueden atacar sus propias ideas como le
puede atacar a uno su propia mano en una confusión límite.
La reacción autoafirmativa está siendo intelectualmente pobre. Abundan
artículos que quieren hacer pasar la desorientación por tolerancia y actitud de
diálogo. Y se afanan en aquilatar principios indiscutibles que no son de
aplicación, como el valor de la negociación y de la flexibilidad. Si alguien
pide socorro desde un despacho cerrado, no se puede pasar de largo y abundar en
las razones por las que hay que respetar el mobiliario y no andar rompiendo
puertas. No es ese el principio de aplicación. La Comisión Europea dice que el
13% de los españoles que trabajan son pobres (imagínense los muchos que no
trabajan); que el 28% de la población está al borde de la pobreza; que los
trabajos son tan precarios que, con menos salario, está sin embargo bajando la
productividad; que los recortes disminuyeron la protección de la población; y
que, con todo, España sigue igual de vulnerable e inestable ante cualquier
traspiés de los mercados. Rajoy llama a todo esto reformas y dice que no
negociará su modificación. ¿De verdad el principio de aplicación al caso es esa
flexibilidad? ¿No piden los hechos un «no» contundente a esta gestión? Mariano
Rajoy está dispuesto a ser el elemento absorbente de cualquier combinación y
mantenerse idéntico a sí mismo, sea quien sea quien hable con él. Él ganó las
elecciones, dice y dicen los guardianes del régimen, y tiene derecho a ser el
cero de la multiplicación, de manera que Rivera por Rajoy dé Rajoy y Rivera por
PSOE por Rajoy dé Rajoy. Y quien no quiera se ganará editoriales y artículos
que los situarán en la trinchera del no y un montón de argumentos de desecho
sobre principios obvios que no son de aplicación. El planchazo parlamentario
del decreto de la estiba demostró a tanto profeta de los males del populismo
que es Rajoy es el que lleva años inflexible, asilvestrado y atrincherado;
porque este revés sólo hace visible lo que lleva años sucediendo. Y PSOE y
Podemos mejor retenían las palabras que José María Izquierdo dedicó a la
izquierda en la SER: «votar unidos unos y otros en
ciertas ocasiones no causa sarpullidos, ahogos ni alteraciones graves de
la salud. Es más: permite respirar a pleno pulmón.»
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