Nadie reconoce su propia voz la primera vez que la oye grabada. Cuando
hablamos, además de por el aire, nuestra voz nos llega al oído interno desde
dentro, propagada a través de los huesos y ciertos tejidos de la cabeza. Nos llega
con resonancias bajas que por el aire se pierden y así la oímos con más cuerpo.
Nuestra voz grabada nos parece desangelada y nos decepciona. En este caso lo
que nos llega de dentro mejora las cosas. Pero no siempre es así. Cuando una
ciudad es destruida, lo que emerge de su interior son las ratas y la basura. Cuando
se retira la carne de nuestras manos al morir, se dejan ver más la uñas, como
si siguieran creciendo. Mucha gente repudió el dichoso autobús de los fachas de
Hazteoír e hicieron votos por que no se considerase delito lo que es carcundia
y estupidez, es decir, parte del precio que cuesta la libertad de expresión.
Pero muchas de estas reflexiones llegaron con cierta inocencia, cuando creen
que grupos tan mohosos y tan de churre son restos de otras épocas en sus
últimos castañeteos. En realidad la voz de esos que quieren hacer oír su odio y
que de buena gana no nos dejarían hacernos oír a los demás no es murmullo
residual que venga de fuera. Es parte de esas resonancias internas que nos
llegan desde las entretelas de nuestra sociedad. Y no siempre lo que viene de
dentro es grato.
El odio es pudoroso y no quiere ser reconocido como odio. Por eso no se
suele expresar denigrando directamente al grupo odiado, sino poniendo en valor
y protegiendo a quienes están fuera de él, para que la agresión pase por
legítima y desamparada defensa. Steve Bannon no menosprecia a los negros ni
Trump odia a los mexicanos. El primero protege a los blancos y el segundo vela
por los norteamericanos. Y Hazteoír sólo protege la familia católica. Dicen. Nunca
entendí de qué manera la estructura familiar de mi casa, más vista que el
tebeo, puede verse alterada porque alguno de mis vecinos tenga con otra persona
de su sexo el mismo tipo de apaños que tengo yo con mi mujer. No defienden mi
casa. Odian a mis vecinos. El partido que gobierna en España declaró de
utilidad pública a esta asociación precisamente por su odio hacia grupos reconocibles
de nuestros compatriotas y por la actividad que busca su segregación. A sus
manifestaciones acude José María Aznar y algunos de los que gobernaron con él y
siguen en libertad sin cargos. Esa misma fibra de odio impregna la actividad
más visible de la Iglesia y se extiende a los colegios que el propio Estado les
concierta y les paga. La del autocar no es una voz residual de otros tiempos ni
que venga de «desiertos remotos» o «lejanas montañas». Puede ser estridente que
esta vez llevaran el veneno a la puerta de los colegios, pero lo que oímos esta
semana es un componente habitual del tono de nuestra sociedad, de ese que llega
desde dentro.
Los sistemas de análisis de la opinión pública son muy sofisticados y muy
eficaces. Uno de ellos es el que consiste en formar los llamados grupos de
debate, donde se juntan personas elegidas por su interés estadístico con un
profesional que sacará temas de discusión y moderará la conversación. Una de
las formas de sacar todo el jugo de lo que realmente hay en la mente y el alma
de la gente es que algunos de esos grupos sean de gente homogénea en su
pensamiento. Es cuando mejor se despachan y más a fondo llegan de lo que
sienten. Si alguien cree que llamar odio al autobús o a buena parte de la actividad
de la Iglesia es destemplado, traten de imaginar por un momento a diez o veinte
personas de las que podrían verse en manifestaciones antiabortistas o contra el
matrimonio homosexual. Traten de imaginarlos a solas despachándose a gusto en
la comodidad de la complicidad y la coincidencia. Es seguro que su imaginación los
llevó hasta el lenguaje grueso del menosprecio y el odio.
Este autobús nos obliga a recordarnos el abecé de la libertad de expresión.
Sabemos que tal derecho comporta la obligación de oír a indeseables y también
sabemos que ese derecho tiene el límite al menos de proteger a los más
vulnerables. No parece que se pueda decir o hacer cualquier cosa a la puerta de
un colegio. Pero nos obliga también a recordarnos lo fina y resbaladiza que es
la lámina en que se mueve la conducta civilizada y políticamente democrática
con las religiones. Es evidente que el encaje de la emoción religiosa en la
democracia es ineludible, pero delicado. La conducta inducida por la religión
es en buena parte compulsiva y emotiva. Esto no es malo. Es bueno que parte de
nuestra conducta sea así, que nos partamos el alma por un hijo sin que la razón
intervenga o que el sentimiento nacional movilice ciertos resortes de altruismo
compulsivo. Pero quien está en el trance de la compulsión o emoción nos provoca
una sensación compleja sobre su persona y conducta, en parte de debilidad y en
parte de trascendencia que nos induce un respeto o tolerancia especial con
respecto a quienes no están en esa situación. Si alguien declina comer el
filete que le ofrecemos porque contraviene su religión o porque es vegano,
sentimos ese impulso de respeto que no sentiríamos si otra persona hace el
mismo rechazo simplemente porque no le gusta o no le apetece. La religión o el
veganismo hace que sintamos su conducta debida a razones más trascendentes que
el momento y que sintamos también esa conducta como una debilidad en el sujeto,
como si no tuviera libertad para hacer otra cosa y esa falta de opción lo
disculpara. Por lo mismo, la intuición nos dice que la quiebra emocional que un
creyente siente cuando se mancillan sus símbolos es mayor que la que sentiría
un militante si se hiciera escarnio de los de su partido político. A la vez
todos intuimos que ese respeto puede convertirse en una trinchera de impunidad
para agredir la condición de otras personas y su conducta, como si el hecho
mismo de discutir contra quien habla desde un credo compulsivo fuera por
definición una de esas mancillas agresivas contra su credo. Por eso digo que la
lámina de la corrección es fina.
El respeto debido a un credo religioso es del mismo paño que el respeto que
debemos a la familia de alguien o a su país. Se puede sentir legítimo daño
porque se escarnezca a nuestro hijo, a nuestro país o, por qué no, a nuestro credo
religioso. Pero el bien de nuestros hijos no hace respetable el nepotismo, el
robo y la corrupción en su favor; el bien de la patria no puede ser la razón de
bombardeos preventivos, muros u otros oprobios; y el respeto a la religión, por
ese punto compulsivo que lo asemeja a la emoción familiar o nacional, no puede
dar dignidad natural a odios ni a actividades políticas partidarias que se
quieren hacer pasar por pastorales aprovechando la vulnerabilidad de la (buena)
fe de los creyentes.
Es evidente que algo pasa en las democracias, algo hay en nuestro modelo
que está en retroceso. Como la carne de las manos tras la muerte, la retracción
de nuestro tipo de organización social y democrática está dejando al
descubierto interioridades feas y conviene no dejar de afianzar conclusiones y
convencimientos al hilo de incidentes como el del autobús. Lo que más resiste
de las ciudades destruidas cuando se van cayendo son las ratas y la porquería.
Lo que más resistirá en nuestras sociedades si permitimos su desmoronamiento
son los credos compulsivos en su versión menos amable, como las uñas de los
muertos. En España el problema es algo más intenso que en otros sitios, porque
tras la muerte de Franco aceptamos sin querer que la historia se hiciera
perezosa y un régimen se superpusiera al anterior con indolencia, sin hacer las
debidas limpiezas. Tenemos mucha basura histórica en nuestro interior lista
para coger forma a poco que la convivencia se retraiga. Estamos entrando en
esta crisis rara y de nuevo siglo de las democracias sin haber limpiado los
restos del pasado anterior a la democracia cuyo modelo declina. Y hay que
decirlo claro y hacerse oír.
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