El liberalismo ultra sólo puede entrar en la educación como entra en la
boca un cristal mientras lo mordemos: chirriando y dando dentera. Pero se va
filtrando mediante dos mecanismos principales. Uno es la propaganda y el otro
es el encaje de los postulados ultraliberales con los miedos, deseos y
debilidades de padres y madres con sus hijos.
La propaganda es invisible. Consiste en un goteo disperso de estudios,
pagados por bancos y organismos económicos, que muestran carencias del sistema
educativo en aspectos concretos. Como de propaganda se trata, el truco consiste
en no mentir, porque la mentira es fácil de impugnar y desautoriza a quien la dice.
La propaganda se hace a través de verdades debidamente elegidas que dejen en
penumbra otras verdades y que den una imagen sesgada de lo que ocurre. Estos
vientos buscan una educación gregaria de la actividad económica, más controlada
desde instancias políticas y más debida a objetivos que se marcan desde fuera
de la estructura educativa que a los que se derivan de su condición de servicio
público. Así, el hecho de que los profesores sean funcionarios estables puede
ser un engorro para estos propósitos. Por eso Albert Rivera dice que está en
desacuerdo con que el profesorado sea funcionario y lo dice señalando algo
verdadero: no es fácil disciplinar a un profesor incumplidor o prescindir del
que abiertamente es nefasto. Eso es verdad. Pero es una verdad pequeña. En el profesorado
hay mucho más problema de motivación que de impunidad. Es más habitual el
profesional valioso que se quema por luchar contra los elementos, que el
parásito incontrolado. Rivera quiere una carrera profesional hacia abajo, en la
que los profesores puedan perder, y no hacia arriba, en la que puedan mejorar. Se
proyecta la sensación de que hay un problema de malos profesores sin castigo y
no de buenos profesores sin incentivo. En ese sesgo consiste la propaganda. En
el goteo aparecen «estudios» difundidos en medios interesados que explican por
qué unas oposiciones son ineficaces. Se adornan con memeces del calibre de que
la validez predictiva de las oposiciones está por debajo de 0,45 y así,
juntando esta monumental parida con la verdad sesgada de que el sistema controla
mal a los incumplidores, vamos erosionando la imagen del profesor funcionario
estable. De momento, en España la alternativa a la estabilidad en los entes
públicos es el clientelismo, una plaga mucho más dañina y costosa y más
propensa a extenderse. Y no hay señal de que nadie quiera parar ese monstruo.
Si no muestra su plan al respecto, el que no quiere estabilidad quiere control
y clientelismo.
También nos llegan informes de que nuestros chicos no tienen las
competencias que quiere la empresa. Que necesitamos pilotos de drones, que no
hacen falta conocimientos sino habilidades personales y sociales (es decir, más
Alejandro Agag y menos López Otín supongo), que nuestros estudiantes no tienen
competencia financiera (para mí una buena noticia). De nuevo hay aquí una
verdad: es evidente la relevancia de la educación en la actividad económica
general y en el éxito laboral individual. Pero de nuevo es una verdad privada
de la compañía de otras verdades. El sistema educativo no sólo tiene impacto
económico. La educación tiene también un papel parecido a la sanidad, que tiene
que ver con el disfrute y calidad del tiempo y la convivencia de la gente. Es
el servicio que debe corregir la desigualdad de oportunidades de partida para
que las cartas no estén repartidas ya en el nacimiento. Es el servicio que
integra variedades étnicas, religiosas y culturales en un sistema de
convivencia viable o, por el contrario, el que desagrega peligrosamente a la
sociedad (¿no aprendemos nada de lo de Londres?).
Pero quieren ligar la educación sólo con la empresa, con competir, con
llegar antes que otros. Se diría que el ultraliberalismo concibe la educación
como una versión blanda de la Cornucopia de los Juegos del hambre. Allí los concursantes lo son a la fuerza y el
juego consiste en que se maten unos a otros hasta que quede sólo uno, que será
el vencedor. Cuando suena el pistoletazo, todos corren hacia la Cornucopia que
es una especie escenario lleno de armas blancas de todo tipo. Quien llegue
antes tendrá la ventaja de armarse primero y empezar a matar rivales. Así se
concibe la formación como aquello con lo que podemos coger ventaja y competir
con éxito, la cornucopia que nos dará los recursos para ganar a otros. De nuevo
una verdad a medias. Es evidente que en niveles ya muy cualificados o
profesionales cada sujeto tiene que buscar en la formación su valor añadido y
diferencial. Pero sólo en esos niveles. Se echa de menos un discurso sólido que
recuerde que la educación hasta al menos los 16 años no es eso. Es, como digo,
algo parecido a la sanidad. Nadie diría que el papel de la sanidad es que unos
se curen mejor que otros para tener ventaja al buscar trabajo. La sanidad tiene
que tener todo lo sana que se pueda a la población. Y la educación todo lo
formada, atenta, educada y feliz que pueda a la población. El sesgo de la
competitividad a destiempo trae el veneno de la exclusividad por encima de la
calidad, de buscar la cola buena en lugar de la mejor formación. El dogma de la
competitividad llega a extremos tan notables como el de pretender que sea un
avance la competencia entre centros educativos. En niveles universitarios, en
ese nivel en que la formación sí está asociada al valor diferencial de cada
uno, puede tener sentido. Pero en el caso de centros de primaria y secundaria
resulta incomprensible. Si en una ciudad hay dos hospitales, y en uno de ellos
la gente se cura mientras que en el otro se muere, ¿cuál es la receta?
¿Concentrar recursos en el primero, por su nivel de excelencia, y que se siga
muriendo la gente en el segundo?
La segunda vía, añadida a la propaganda, es el encaje de estos principios
con los miedos y deseos de los padres. Cualquiera es débil, temeroso y
ambicioso sin límite con sus hijos. Es natural y es bueno. El lógico y
bondadoso egoísmo que tenemos con nuestros hijos, tomado en estado puro y
proyectado al sistema general, da lugar a un sistema egoísta, insolidario y
segregador. Es fácil convencernos de que nuestra brillante hija está siendo
retrasada por repetidores o algún sordo que haya en su aula y que requiera más
atención del profesor. Es falso, es evidente que los estudiantes de alto
rendimiento progresan con menos atención. Pero es fácil preocuparnos con
nuestro hijo. Es fácil convencernos de que nuestro hijo vale mucho y debería estar
en un aula más adecuada para que llegue más lejos. Quién no cree en las
posibilidades de su hija y quién no hace lo que sea para asegurarle las mejores
bazas. Como digo, la segregación, el individualismo insano y la apetencia de
exclusividad encaja bien con la pulsión emocional que cualquiera tiene con sus
hijos. Así el liberalismo puede camuflarse como si fuera voluntad de los padres
y manifestación de su sacrosanta libertad de elección la que lleva a esas
prácticas. Por ahí viene también la concertación de centros privados que
ofrecen, se diga lo que se diga, y con estadísticas indiscutibles, exactamente
eso: la ilusión de exclusividad, la segregación y el individualismo que encaja
con los miedos y deseos naturales de los padres y que los poderes públicos
deben armonizar y moderar. En el caso de España, siendo la Iglesia la dueña de
casi toda la enseñanza privada concertada, y siendo la Iglesia un aliado
ideológico y orgánico del PP, el debate se vicia de manera insoportable por
intereses ideológicos y partidistas groseramente evidentes.
La enseñanza pública con la mejor calidad que se pueda permitir el país y
sin desviar recursos públicos para centros privados, que atienden objetivos
privados, no debe ser un dogma ideológico izquierdista sino una obligación irrenunciable
de todo gobierno. En la Segunda República eran intelectuales y ensayistas los
que difundían los principios de la instrucción pública. Ahora son los bancos. Y
no es lo mismo.