Cataluña no está
siendo una crecida que nos ahogue. Está siendo un desagüe que nos reseca, como
se resecan los pantanos cuando no llueve. En tiempos de retirada de aguas, en
los pantanos se hacen visibles las casas de los antiguos pueblos anegados para
el embalse y todo lo que normalmente parece que no está porque lo cubre el
agua. Alguien parece haber sacado el tapón del desagüe nacional en Cataluña y a
medida que baja el nivel de la convivencia se empiezan a hacer visibles en
color imágenes de patrioterismo rancio y franquista que sólo conocíamos en
blanco y negro. Ahí estaban, sólo se necesitaba resecar y agrietar la
convivencia para que emerjan como emergen los pueblos fantasmas de los
embalses. Las cosas que salen a la luz después de estar sumergidas salen como
babadas y reblandecidas, y así los mismos gritos y vivas pueden enredar su
aplauso con el Cara al Sol o con un discurso de Borrell. No es que esas
banderas tan ostentadas y esa españolidad tan paseada sean a su manera
equidistantes entre la falange y Borrell. Es que son coherentes, con esa
coherencia que Unamuno atribuía a los rebaños. Nos acercamos al grado de
agitación y barbarie que el nacionalismo catalán con buen criterio quería
provocar, porque su fiesta requiere rebaños que oscilen entre la mansurronería
y el griterío sin fases intermedias de circunspección y racionalidad. Porque
con nacionalismo hemos topado. A los nacionalistas siempre les gustó decir que
todos somos nacionalistas. Ellos dicen que lo son y dicen cuál es su nación, y dicen
que quienes se les oponen siempre lo hacen por nacionalistas de otra nación y
por antagonismo nacional. Pero se equivocan. Todos tenemos una patria, en el
sentido de que somos extranjeros fuera de ella. Pero no somos todos
nacionalistas. Ni mucho menos.
Mala cosa son los
idearios montados sobre emociones o principios compartidos. Discutir o
contrastarse con otros a partir de principios compartidos es siempre agresivo y
casi siempre sectario. Si el que lleva a su hijo a un colegio privado da como
argumento que es que para él la prioridad es el bien de su hijo, parece lógico
que el que lo lleva a uno público se sienta atacado. Contrastarse a partir de
un valor compartido es negarle al otro ese valor. Por eso dan tan mala espina
las organizaciones de defensa de la familia o de la vida; o los partidos
nacionalistas. Es normal querer a la familia y sentir como un beneficio que la
gente tenga vínculos familiares. Sobreactuar sobre lo obvio es síntoma de no
tener mucho que decir o de tener mucho que ocultar. Una organización que se
defina por su defensa de la familia atribuye a aquellos con quienes se
contrasta la carencia de ese valor. Como se trata de un valor básico, parece
que se está luchando en la frontera misma de la civilización, que se trata de
una batalla que hace irrelevante cualquier otro debate. Lo mismo si el valor es
el bien de la nación. No puedo hacerme el humano sin fronteras y negarme la
importancia que tendría para mí que un país extranjero bombardease Córdoba,
como no podría dejar de prestar atención a que entrase gangrena en un pie. Todos
sabemos que hay un país que es el nuestro. Definirse por la defensa,
construcción o intereses de ese país es vociferar una obviedad y, de nuevo, es
negarle a nuestros discrepantes un valor básico, cuya defensa es condición previa
de cualquier otra cosa. La única forma de percibir que los demás no están
defendiendo a la familia o al país es tener un versión muy estricta (recordemos
que etimológicamente «estricta» y «estrecha» es la misma palabra) de lo que es
la familia o de lo que es el país. Por eso decía que mala cosas son los
idearios montados sobre emociones o valores compartidos, porque vienen al mundo
teñidos de sectarismo y, como de emociones se trata, de cierta irracionalidad.
Por eso quienes vociferan la obviedad de la familia creen que la atacan las
mujeres que abortan, las parejas del mismo sexo, o quienes pretenden la
igualdad de derechos. En eso consiste su sectarismo y de ese sectarismo está
teñido el nacionalismo. Aún recuerdo cuando Eguíbar decía que comprendía que
hubiera vascos que se sintieran españoles y que ya tenían ahí al lado su patria
ya hecha, que dejen a quienes se sintieran vascos hacer la suya aquí (por el
País Vasco). En qué cabeza cabe que pudieran compartir espacio y país quienes
piensan distinto, parecía querer decir. Por eso suenan tan mal las palabras
referidas a lo más querido cuando se pronuncian como etiqueta ideológica:
familia, nación, libertad. Qué mal suena la libertad cuando se pregona en
sociedades libres, en el impuro y normal sentido de la expresión. Siempre se
quiere ocultar o distraer de algo.
Y por eso todos
tenemos patria, pero no todos somos nacionalistas. Se está repitiendo mucho
estos días la cantinela de que la Generalitat está rompiendo el pacto
convivencia que nos dimos y que nos trajo una prosperidad nunca antes tenida en
España. No es la Generalitat la primera quiebra de ese pacto. Se nos está
diciendo que los ricos no pueden pagar tantos impuestos porque llevarían su
dinero a otra parte; que ahora las empresas se deslocalizan muy fácilmente y
que también se van con sus puestos de trabajo a otro sitio; que esa prosperidad
nunca antes tenida en España estaba por encima de nuestras posibilidades, que
hay que trabajar más por menos dinero y los jóvenes por ningún dinero; que la sanidad
no es sostenible y que hay que pagar; que la enseñanza pública es un dogma y
que es ineficiente; que las universidades tienen que ser apéndices de empresas
que no gastan un duro en ellas; que no se puede pretender que todo el mundo
lleve a sus hijos a un máster y tenga un pisito en la playa; que hay que
trabajar en la vejez, que el sistema no aguanta. Y tantas otras cosas. Ahí
empezaron las grietas que desagregan a países como España y los dejan en la
intemperie de emociones negativas, que oscilan entre la perplejidad, la
indignación y el desconsuelo, listos para ser incendiados por el primer
pirómano. La emoción nacional es de las más movilizadoras, porque la nación es
la máxima estructura protectora y la caja de todas las certezas. El día que
Artur Mas tuvo que usar un helicóptero porque no lo dejaba salir una
muchedumbre indignada por los derechos que le recortaba debió comprender que la
única marea que anegaba el juicio de la gente era la de la nación y a ello se
aplicó. El PP llevaba envuelto en la bandera desde su nacimiento y echar sal a
cierto resquemor anticatalán siempre le fue provechoso para empequeñecer la
corrupción, la politización de la justicia o los recortes sociales. El extremo
sectarismo con que el independentismo catalán llevó adelante su juego provocó
que Cataluña se llenara de senyeras donde antes había puños clamando a Mas por
sus derechos; y que España se llenara de rojigualdas y llamamientos de ilustres
de los ochenta y noventa que no habían aparecido, ni las banderas ni los ilustres,
cuando se nos decía que aquella prosperidad y relativa justicia social que nos
había traído el régimen del 78 quedaba derogada.
La entrevista de
Évole con Puigdemont mostró lo que ya se sabía: que el nacionalismo no tiene
más nutriente que el rugido colectivo y que cuando singularizamos una voz lo
que se oye son insustancialidades. Lo mismo hubiera ocurrido si el mismo
periodista hubiera singularizado alguna de esas voces enfundadas en la
rojigualda. Como los pantanos cuando se quedan sin agua, a medida que la convivencia
se reseca se hacen visibles las cicatrices de la historia. Cuando muchas
rojigualdas se juntan para expresar orgullo patrio, en el murmullo acaban
resonando los ecos del Cara al Sol y las cloacas del fascismo rebosan y
derraman su fetidez. El dibujo de tanta bandera desafiante, tanto nacionalista
buscando el caos para pescar repúblicas en río revuelto y tanto patriota
sacando pecho contra esos traidores de ahí al lado es también un dibujo que
nuestra historia autoriza a temer. El Rey decidió ser parte del rebaño y rugir
como un rumiante más. Nadie lo cita ya ni lo menciona porque su intervención lo
borró como institución. Las voces más sensatas y los actos enérgicos mejor
dirigidos vinieron desde fuera de España. Hace poco recordó Enric Juliana la
metáfora de los pingüinos yugoslavos para adaptarla a este enredo. En esencia,
parece que todo esto asusta a mucha gente, pero entristecer, lo que se dice
tristeza profunda por la simiente de rencor que ya se plantó sin remedio, por
la basura que salió de las alcantarillas y que ya está ahí apestando las
calles, por el fárrago emocional que no deja ver el estado de nuestros
servicios y de la moralidad pública, esa tristeza, es sólo cosa de los
pingüinos, de aquellos para los que la patria es un sobreentendido que ni entra
en sus razonamientos ni es una emoción que le embote el juicio. Y ahora
entramos en territorio 155. Mal hábitat para los pingüinos.
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