miércoles, 18 de octubre de 2017

La nación y otras grietas

Cataluña no está siendo una crecida que nos ahogue. Está siendo un desagüe que nos reseca, como se resecan los pantanos cuando no llueve. En tiempos de retirada de aguas, en los pantanos se hacen visibles las casas de los antiguos pueblos anegados para el embalse y todo lo que normalmente parece que no está porque lo cubre el agua. Alguien parece haber sacado el tapón del desagüe nacional en Cataluña y a medida que baja el nivel de la convivencia se empiezan a hacer visibles en color imágenes de patrioterismo rancio y franquista que sólo conocíamos en blanco y negro. Ahí estaban, sólo se necesitaba resecar y agrietar la convivencia para que emerjan como emergen los pueblos fantasmas de los embalses. Las cosas que salen a la luz después de estar sumergidas salen como babadas y reblandecidas, y así los mismos gritos y vivas pueden enredar su aplauso con el Cara al Sol o con un discurso de Borrell. No es que esas banderas tan ostentadas y esa españolidad tan paseada sean a su manera equidistantes entre la falange y Borrell. Es que son coherentes, con esa coherencia que Unamuno atribuía a los rebaños. Nos acercamos al grado de agitación y barbarie que el nacionalismo catalán con buen criterio quería provocar, porque su fiesta requiere rebaños que oscilen entre la mansurronería y el griterío sin fases intermedias de circunspección y racionalidad. Porque con nacionalismo hemos topado. A los nacionalistas siempre les gustó decir que todos somos nacionalistas. Ellos dicen que lo son y dicen cuál es su nación, y dicen que quienes se les oponen siempre lo hacen por nacionalistas de otra nación y por antagonismo nacional. Pero se equivocan. Todos tenemos una patria, en el sentido de que somos extranjeros fuera de ella. Pero no somos todos nacionalistas. Ni mucho menos.
Mala cosa son los idearios montados sobre emociones o principios compartidos. Discutir o contrastarse con otros a partir de principios compartidos es siempre agresivo y casi siempre sectario. Si el que lleva a su hijo a un colegio privado da como argumento que es que para él la prioridad es el bien de su hijo, parece lógico que el que lo lleva a uno público se sienta atacado. Contrastarse a partir de un valor compartido es negarle al otro ese valor. Por eso dan tan mala espina las organizaciones de defensa de la familia o de la vida; o los partidos nacionalistas. Es normal querer a la familia y sentir como un beneficio que la gente tenga vínculos familiares. Sobreactuar sobre lo obvio es síntoma de no tener mucho que decir o de tener mucho que ocultar. Una organización que se defina por su defensa de la familia atribuye a aquellos con quienes se contrasta la carencia de ese valor. Como se trata de un valor básico, parece que se está luchando en la frontera misma de la civilización, que se trata de una batalla que hace irrelevante cualquier otro debate. Lo mismo si el valor es el bien de la nación. No puedo hacerme el humano sin fronteras y negarme la importancia que tendría para mí que un país extranjero bombardease Córdoba, como no podría dejar de prestar atención a que entrase gangrena en un pie. Todos sabemos que hay un país que es el nuestro. Definirse por la defensa, construcción o intereses de ese país es vociferar una obviedad y, de nuevo, es negarle a nuestros discrepantes un valor básico, cuya defensa es condición previa de cualquier otra cosa. La única forma de percibir que los demás no están defendiendo a la familia o al país es tener un versión muy estricta (recordemos que etimológicamente «estricta» y «estrecha» es la misma palabra) de lo que es la familia o de lo que es el país. Por eso decía que mala cosas son los idearios montados sobre emociones o valores compartidos, porque vienen al mundo teñidos de sectarismo y, como de emociones se trata, de cierta irracionalidad. Por eso quienes vociferan la obviedad de la familia creen que la atacan las mujeres que abortan, las parejas del mismo sexo, o quienes pretenden la igualdad de derechos. En eso consiste su sectarismo y de ese sectarismo está teñido el nacionalismo. Aún recuerdo cuando Eguíbar decía que comprendía que hubiera vascos que se sintieran españoles y que ya tenían ahí al lado su patria ya hecha, que dejen a quienes se sintieran vascos hacer la suya aquí (por el País Vasco). En qué cabeza cabe que pudieran compartir espacio y país quienes piensan distinto, parecía querer decir. Por eso suenan tan mal las palabras referidas a lo más querido cuando se pronuncian como etiqueta ideológica: familia, nación, libertad. Qué mal suena la libertad cuando se pregona en sociedades libres, en el impuro y normal sentido de la expresión. Siempre se quiere ocultar o distraer de algo.
Y por eso todos tenemos patria, pero no todos somos nacionalistas. Se está repitiendo mucho estos días la cantinela de que la Generalitat está rompiendo el pacto convivencia que nos dimos y que nos trajo una prosperidad nunca antes tenida en España. No es la Generalitat la primera quiebra de ese pacto. Se nos está diciendo que los ricos no pueden pagar tantos impuestos porque llevarían su dinero a otra parte; que ahora las empresas se deslocalizan muy fácilmente y que también se van con sus puestos de trabajo a otro sitio; que esa prosperidad nunca antes tenida en España estaba por encima de nuestras posibilidades, que hay que trabajar más por menos dinero y los jóvenes por ningún dinero; que la sanidad no es sostenible y que hay que pagar; que la enseñanza pública es un dogma y que es ineficiente; que las universidades tienen que ser apéndices de empresas que no gastan un duro en ellas; que no se puede pretender que todo el mundo lleve a sus hijos a un máster y tenga un pisito en la playa; que hay que trabajar en la vejez, que el sistema no aguanta. Y tantas otras cosas. Ahí empezaron las grietas que desagregan a países como España y los dejan en la intemperie de emociones negativas, que oscilan entre la perplejidad, la indignación y el desconsuelo, listos para ser incendiados por el primer pirómano. La emoción nacional es de las más movilizadoras, porque la nación es la máxima estructura protectora y la caja de todas las certezas. El día que Artur Mas tuvo que usar un helicóptero porque no lo dejaba salir una muchedumbre indignada por los derechos que le recortaba debió comprender que la única marea que anegaba el juicio de la gente era la de la nación y a ello se aplicó. El PP llevaba envuelto en la bandera desde su nacimiento y echar sal a cierto resquemor anticatalán siempre le fue provechoso para empequeñecer la corrupción, la politización de la justicia o los recortes sociales. El extremo sectarismo con que el independentismo catalán llevó adelante su juego provocó que Cataluña se llenara de senyeras donde antes había puños clamando a Mas por sus derechos; y que España se llenara de rojigualdas y llamamientos de ilustres de los ochenta y noventa que no habían aparecido, ni las banderas ni los ilustres, cuando se nos decía que aquella prosperidad y relativa justicia social que nos había traído el régimen del 78 quedaba derogada.

La entrevista de Évole con Puigdemont mostró lo que ya se sabía: que el nacionalismo no tiene más nutriente que el rugido colectivo y que cuando singularizamos una voz lo que se oye son insustancialidades. Lo mismo hubiera ocurrido si el mismo periodista hubiera singularizado alguna de esas voces enfundadas en la rojigualda. Como los pantanos cuando se quedan sin agua, a medida que la convivencia se reseca se hacen visibles las cicatrices de la historia. Cuando muchas rojigualdas se juntan para expresar orgullo patrio, en el murmullo acaban resonando los ecos del Cara al Sol y las cloacas del fascismo rebosan y derraman su fetidez. El dibujo de tanta bandera desafiante, tanto nacionalista buscando el caos para pescar repúblicas en río revuelto y tanto patriota sacando pecho contra esos traidores de ahí al lado es también un dibujo que nuestra historia autoriza a temer. El Rey decidió ser parte del rebaño y rugir como un rumiante más. Nadie lo cita ya ni lo menciona porque su intervención lo borró como institución. Las voces más sensatas y los actos enérgicos mejor dirigidos vinieron desde fuera de España. Hace poco recordó Enric Juliana la metáfora de los pingüinos yugoslavos para adaptarla a este enredo. En esencia, parece que todo esto asusta a mucha gente, pero entristecer, lo que se dice tristeza profunda por la simiente de rencor que ya se plantó sin remedio, por la basura que salió de las alcantarillas y que ya está ahí apestando las calles, por el fárrago emocional que no deja ver el estado de nuestros servicios y de la moralidad pública, esa tristeza, es sólo cosa de los pingüinos, de aquellos para los que la patria es un sobreentendido que ni entra en sus razonamientos ni es una emoción que le embote el juicio. Y ahora entramos en territorio 155. Mal hábitat para los pingüinos.

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