Felipe VI no tendrá la culpa ni el mérito de lo que pase en Cataluña. Podría
haber sido un consuelo para el país, o un clavo que hubiera agrietado el
nacionalismo, o el anfitrión a cuya fiesta nadie podría negarse a ir a hacer
política. Pero prefirió ser un síntoma, un grano que nos pique y nos tengamos
que rascar. En Cataluña podría haber una declaración de independencia, seguida
de aplausos, arrobos patrioteros y un adanismo sedoso en las sedes de la CUP, los
únicos creyentes de la tierra prometida. La declaración de independencia dará
lugar a la activación del 155, que los atolondrados como Rivera no ven que
llevará, tras las consiguientes revueltas, a la activación del estado de
emergencia y nos dejaría a un paso del estado de excepción y otros abismos.
No parece entenderse que ninguna salida violenta y de mera fuerza es rápida
ni cierra ningún problema sino que lo hace crónico. La bravata descerebrada independentista
y la reacción matona y casposa del Gobierno dejaron unos aires mefíticos que ya
se huelen en toda España. Hay demasiada gente hablando del pifostio catalán con
ínfulas y con la voz demasiado alta. Hay mucha bandera nacional colgada de
todas partes. Franco nos dejó a la vez recelosos de la patria y temerosos de
sus símbolos. Por recelosos rodeamos el nombre de España y miramos su historia de
reojo. Y por temerosos no nos atrevimos a pensar en serio si aquella bandera
podía dejar de ser lo que había sido siempre. Es nuestra bandera y cada uno
puede hacer lo que quiera, pero no puedo evitar ver detrás de cada bandera
nacional de cada balcón un bramido o un ceño fruncido con cara de puñetazo en
la mesa. Lo más saludable del día 2 de octubre fue el gesto compungido, dolido
y perplejo de la gente. Era el gesto sano que debía dejar lo ocurrido el día
anterior. Y lo que me preocupa de los días posteriores son las certezas. A los
culturetas les gusta predicar la grandeza de la duda, cuando la mayor parte de
las veces se duda por pereza, por cobardía o por escasez de recursos mentales.
Pero la perplejidad, el enmudecimiento ante lo que atropella la razón, es una
señal saludable de haber captado la barbarie.
Alguien debería haberle dicho al Rey que las redes sociales registraron los
días siguientes al 1-O una coincidencia de opinión poco habitual. Casi el 90%
de los intervinientes del montón estuvieron de acuerdo en que el referéndum
catalán fue y hubiera sido una filfa en todos los supuestos y en que la fuerza
desplegada por la autoridad fue gratuita y desmedida. Lo que se diga en las
redes sociales es pura anécdota, salvo que coincida con la sensación que se
percibe en la gente (las banderas desafiantes son muchas, pero son muchos más
los balcones ajenos a bandas y banderas; recuerden aquello de la mayoría
silenciosa) y salvo que coincida con lo que, sin excepción, están diciendo
líderes e instituciones internacionales. A ojos de todo el mundo, antes del 1-O
había un problema con el independentismo catalán; ahora hay una alarma por el
«conflicto» de los gobiernos español y catalán. Antes se recibía con desgana a
Puigdemont, como quien recibe a un feriante; ahora se le entrevista como
testigo de un conflicto. La imagen internacional de España se resintió como
pocas veces y el estado de derecho y la ley no necesitaban aquellos
apaleamientos. ¿Le constan al Rey felicitaciones internacionales por la firmeza
de España contra el desafío a la ley? ¿Le llegó alguna voz de fuera calificando
de ejemplar el despliegue y actuación policial del 1-O? (dejo fuera a los
agentes concretos; lo mejor para todos es que quienes trabajan llevando armas
se limiten a obedecer a la autoridad civil).
La constitución atribuye al Rey la capacidad de actuación que una
constitución democrática puede atribuir a un Jefe de Estado no elegido: apenas
ninguna. Él no tiene que ser el papel de calco del PP ni el megáfono de sus
posturas políticas. El PSOE está tramitando una reprobación de la
Vicepresidenta porque no está de acuerdo con la actuación del Gobierno, y el
Rey no tiene derecho a ponerse del lado del PP en una disputa política. La
constitución no le da ese derecho. El acatamiento de la ley es condición
necesaria para cualquier legitimidad, pero no condición suficiente. Sin ley no
hay legitimidad, pero sólo con la ley no basta. Ni el PP es un ejemplo de
respeto a la ley ni el problema catalán se reduce a un problema legal. El Rey
dijo con pulcritud qué catalanes no están solos. Tras señalar, con razón, la
irresponsabilidad del gobierno catalán, dijo a quienes no apoyan a este
gobierno desleal que no están solos. Prueben a pedir a un camarero dos cafés,
uno de ellos sin azúcar, y verán cómo el otro lo pone con azúcar. Diga a la
mitad de Cataluña que no están solos y verán lo que entiende la otra mitad. La
opinión que tenga el Rey de quienes votaron a los independentistas o de los dos
millones que fueron a votar en un referéndum ilegal debería parecerse a la que
muchos tenemos de quienes votan al PP. Aunque considere que el delito es
estructural en la organización del PP, no creo que sus votantes sean
delincuentes, ni que sean peores que yo. Los considero gravemente equivocados,
pero no les pegaría por ello. Por eso mucha gente en España y en Europa estuvo
apenada y compungida el día 2, porque se pegó a gente normal en nombre de
nuestro país. Un Jefe de Estado no elegido debería ser el gesto de la nación y tener
palabras que resuenen en todas las mitades de Cataluña.
No es la primera vez que el autoritarismo que lleva en las tripas bajas el
PP le lleva al matonismo y la desmesura. Ya pasó en 2012 con aquellas cargas
que hacía tiempo no se veían en España. El PP gestiona esta situación como todo
lo demás. Siempre aprovecha la gravedad de los problemas, o se los inventa si
es el caso, para considerar irresponsable, antisistema o antiespañol cuestionar
al gobierno. En un momento de tanta gravedad pide lo de siempre: es momento de
unidad, debemos estar todos juntos para hacer lo que a mí me salga de los
cojones. Siempre sin ceder ni dialogar. Ni acordó con el PSOE lo que iba a
hacer el 1-O ni ahora lo que va a hacer el martes. El PSOE sólo está de acuerdo
con el PP en el respeto a la ley y en la lucha por que España no se desmiembre.
Coincidir sólo en lo obvio no es coincidir. Ni coinciden en el modelo
territorial ni en la manera de atajar la huida al monte de las instituciones
catalanas. Pedro Sánchez vuelve a avanzar patizambo entre las voces sensatas
que le llegan del PSC, las del socialismo rociero de Susana Díaz y su gestor y
presidente póstumo nuestro Javier Fernández, siempre en el papel de monaguillos
del PP, y las psicofonías de difunto de viejas glorias socialistas que creen
que ya se ganaron el derecho a ser pintorescos. Pedro Sánchez no debería tener
tanto frío lejos de Rajoy. Lejos de Rajoy se está muy cerca de mucha gente.
El escenario tras el 1-O es inmanejable y el Rey pulió las impurezas por
donde podría respirar e hizo el acabado impecable para que sea realmente
inmanejable. Así lo celebró la extrema derecha. Es inmanejable porque los
líderes catalanes ya no pueden bajar del monte más que para ir a la cárcel;
porque ya implicaron a un cuerpo armado y Puigdemont tuvo la maldad de señalar
a los policías y guardias civiles el día 2 para arrimar la cerilla a lo más inflamable;
porque cualquier gesto político de Rajoy se percibirá como derrota y ya no
puede hacerlo. Tampoco es serio hablar de mediaciones. Y menos si se piensa en
la Iglesia. Los despistados de semejante ocurrencia ¿vieron o escucharon alguna
vez los canales y emisoras de la Iglesia? Simplemente no se puede hacer nada
más que convocar elecciones y echar a quienes nos llevaron a esto. El Rey, con
su acabado de la situación, es el grano y síntoma de que esto ya no tiene
solución limpia. Y cuando esto pase se recordará para qué nos sirvió un Jefe de
Estado no elegido y quién lo aplaudió. Quizá su acabado de la situación apunte
al acabóse de la corona.
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