Sus fluidos corporales dan lugar al nacimiento de mestizos. Porque la
verdad es la autodeterminación del cosmos y es oscuro como la guadaña que siega
la cosecha. (Embajador de Marte, Mars
attacks!).
El momento clave del discurso de Puigdemont me dejó con el entrecejo
fruncido un rato, como queda un rato la sonrisa después de reído un chiste, por
la pura inercia que retiene el gesto sin que nada le esté a uno haciendo pensar
o reír. Hace años (bastantes años) no sé qué nos hizo dudar a dos amigos y a mí
en la playa del Sardinero de si seríamos capaces de completar un salto mortal
desde un alto de un metro hasta la arena. Dos caímos de pie porque vimos rápido
que Dios no nos llamaba por ese camino. El otro, más pertinaz e indeciso, creyó
más tiempo en sus posibilidades, cayó de bruces y se levantó masticando arena. Puigdemont
llegó al momento del salto con todo el impulso de la CUP y la aritmética
parlamentaria, de la gigantesca y muy relevante movilización del 1-O, del
ensimismamiento y tontuna nacionalista, del asombro local e internacional por la
violencia macarra del mismo 1-O, de la borrachera de senyera y patria, de su
lugar en la historia y su destino en lo universal, de agravios y horas de
procés y asentimientos. Y llegó con el freno de ese otro cincuenta por ciento
de catalanes, de empresas y dinero que hacen el equipaje, de severos
editoriales internacionales, de restos flotantes de CiU que temen y advierten, de
juzgados a la espera y de llamadas y mensajes de la UE, sobre todo, esas
llamadas y esos mensajes que median anunciando que no mediarán y no tolerarán.
Puigdemont, como mi amigo pertinaz o indeciso, apuró el salto y salió con la
boca llena de palabras extraviadas que nos dejaron a todos con el ceño fruncido
y el sentido común pidiendo justicia. Las veces que vi la repetición me pareció
ver al embajador de Marte llegando a la Tierra hablando de mestizos y guadañas
sin sentido o con sentido de otros mundos.
Decía Bergson que sólo los humanos ríen, pero también sólo de lo humano, o
lo que se le puede asimilar, nos reímos. Y añadía que los humanos se hacen
risibles y ridículos cuando pierden su condición humana y se asemejan a
mecanismos sin gobierno racional, como cuando resbalamos y caemos en un charco
o nos caga una gaviota, que parecemos un objeto inanimado derrumbándose sin
control o un poste recibiendo guano. España, y no sólo Puigdemont, está
manifestando esa pérdida de compostura característica de la ridiculez, de lo
humano que momentáneamente parece una cosa. Las cargas del 1-O, cuyas
consecuencias aún no se evaluaron debidamente, mostró al mundo el problema
catalán como un conflicto dramático, violento y potencialmente bélico. Y el
mundo nos devolvió la imagen del problema catalán caricaturizado por el efecto
que en el mundo habían hecho aquellas cargas uniformadas sin sentido. Así que
el momento del discurso de Puigdemont se cargó de expectación, temores y
trascendencia. El galimatías abstruso de un Puigdemont en descomposición; un
gobierno preguntando oficialmente que qué diablos había dicho de la
independencia, mientras la ministra de defensa juntaba en una misma frase las
palabras «ejército», «intervención» y «Cataluña»; y Puigdemont sin responder
porque era él el que esperaba respuesta, que resulta que aquel abracadabra era
una propuesta; todo ello es la imagen de un país cayendo de culo en un charco o
recibiendo una cagada en la coronilla. Pero lo ridículo no siempre hace gracia.
A veces sonroja. Se hizo evidente ya desde el principio que Pablo Casado,
aquella ocurrencia que el PP lanzó al ruedo como réplica chusca de Pablo
Iglesias y Garzón, era poco más que el tonto del pueblo. Pero el desparpajo con
el que este personaje alude a cómo acabó Companys, que acabar lo que se dice
acabar acabó torturado y fusilado, e ilegalizar partidos independentistas da
muestras de que, efectivamente, en las atahonas del PP todo esto debe hacerles
gracia. El 1-O dos millones de catalanes hicieron colas de horas, en muchos
casos con riesgos, para votar en un referéndum ilegal. Aquello no fue un
referéndum, pero sí una movilización abrumadora que no se alcanza en toda
Europa por ninguna causa política o social. Fue una expresión contundente de la
gravedad de un problema que los ateos de creencias patrióticas y los ayunos de
embelesos de banderas sólo podemos mirar de lejos, pero no cometer la estupidez
de ignorar. Las cargas policiales tensaron el desvarío independentista hasta
las puertas del conflicto. España entera está más crispada, hay mucha gente
dispuesta a discutir o encararse con el vecino. Lo de esta semana fue ridículo,
pero no tiene gracia.
Según parece, Puigdemont creía haber lanzado una pelota al tejado de Rajoy
con aquel tartamudeo conceptual. Por si acaso, Rajoy se la devuelve preguntando
si sí o si no. Puigdemont no puede contestar que no hizo declaración de
independencia, porque sería la forma más estúpida de romper todo el tinglado
independentista. Pero tampoco puede contestar que sí, porque tendría que
explicar entonces por qué no lo dijo alto y claro cuando tenía al mundo entero
escuchando y a la prensa del planeta para divulgarlo y por qué dejó con cara de
lelos a los suyos, allí delante de todos. Tampoco puede no contestar y subir el
ridículo a niveles de Champions. Seguramente, lo único que puede hacer después
de que se le escapase el eructo en público es convocar elecciones. Y Rajoy
debería pensar en el 155 con algo más que una calculadora electoral. El 155
viene con la sombra del 116, porque pasar de las colas del 1-O a la supresión
de las instituciones catalanas no va a ser indoloro ni va a carecer de
consecuencias. A Rivera parece divertirle lo del 155 y sorprende su ligereza en
este tema. Se ve que los viajes a Venezuela lo educaron después de todo.
Pedro Sánchez consigue momentáneamente una posición reconocible del PSOE,
que consiste en poner el foco en un cambio constitucional. Pero no debe ignorar
las aspiraciones de los socios que buscan su compañía. Si lee los editoriales
que en su día compararon su victoria en el PSOE con la de Trump y con el
Brexit, comprenderá que la aspiración de una parte de su partido y del PP y la
razón por la que Rivera vino al mundo es que haya un cierre entre el PP, el
PSOE y C’s para dejar como antisistema y antipatriota todo lo demás. Esa que
Pablo Iglesias llamó triple alianza es un tazón en el que el PSOE puede volver
a diluirse. El PSOE no puede controlar lo que haga el PP si hay 155 y tumultos
en Cataluña. De repente puede verse, como tantas veces, en el mismo barco de
quienes ordenaron las cargas del 1-O que Iceta pidió detener sobre la marcha y
que el propio PSOE reprobó explícitamente. Puede volver a engrosar un bulto
lleno de impurezas ajenas al PSOE por un mal entendido sentido de Estado que lo
lleva a compañías que nunca le dan nada. Que repase lo que sacó el PSOE con
aquella altura de miras de poner a Rajoy en la Moncloa. Pablo Iglesias debería
hacer fácil su interlocución reforzando lo más constructivo de Sánchez: la
reforma constitucional. No tiene por qué renunciar a la idea de un referéndum
pactado si es lo que piensa, pero no debería ser ese el foco de su propuesta.
No parece que un referéndum pueda ser la salida armónica a la resaca de este
extraño ciclo. El momento pide tratar de nuestro sistema territorial y ahí
debería tener iniciativa e ideas Unidos Podemos. En contra de lo que algunos
creen, Podemos y los Comunes pueden ser un puente muy útil para integrar la
emoción nacionalista en un marco estatal estable.
Y nadie recuerda ni cita las palabras del Rey. La atención internacional
sobre la Corona es inexistente. El Rey se borró como institución. Fue más un hooligan del PP (y no es la primera vez)
que un Jefe de Estado que debería ser el anfitrión de encuentros. Se habla de
Borrell, pero no de él. Ni tiene el derecho de terciar en disputas de partidos,
ni el parido que parece gustarle es ejemplar como para asociar con él la
Jefatura del Estado. Después de lo de la infanta y el duque, podía haber hecho
útil a la Monarquía, en vez de ser un actor secundario en el sainete. España
debería recuperar la compostura y dejar de ser tan chistosa.
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