Giramos hacia el día 21 con la parsimonia con que el agua avanza en círculo
hacia el sumidero cuando se quita el tapón del desagüe. Los adoradores del 155
esperan la vuelta a la normalidad como si hubiera normalidad a la que volver. La
crisis económica que envuelve el procés y lo que no es procés fue un cambio en
la organización social que llamaron crisis sólo para que pareciera que se
terminaría en algún momento. Pero ni en Cataluña ni en el conjunto de España
hay un tiempo anterior a este al que volver. Y se sigue haciendo evidente que
el pasado necesita una poda y algún arreglo, como los jardines descuidados. En
la foto fija del momento está el oscuro horizonte de Cataluña, ese conjunto de
deterioros que quieren llamar crisis y esos descuidos que la transición dejó
bajo la alfombra y que brotan cada poco como la acidez de una mala digestión.
Estos descuidos siguen siendo bichas cuya mera alusión, según parece, rompe
ese dichoso marco de convivencia que nos hemos dado entre todos. Pero los
mentemos o no siguen ahí. Estos días volvieron a aparecer algunas de esas
regurgitaciones, como el cupo vasco. La foralidad es un concepto que chirría
con los tiempos y el sentido común casi tanto como una jefatura del estado
hereditaria. Los derechos que se llaman «históricos» huelen tan a naftalina
como el «plebiscito de los siglos» con que se pretende refrendar la legitimidad
de la monarquía (que hasta eso hubo que oír). En ningún sitio de la
constitución se habla de derechos históricos que justifiquen la diferencia de
renta, de impuestos y de dinero público por habitante que se da entre el País
Vasco y el resto de España. Las cuentas en que se basa el famoso cupo tienen más
opacidad y secreto que el patrimonio del Borbón emérito. Siendo la organización
territorial uno de nuestros problemas críticos, el evidente agravio vasco y
navarro actúa cada poco como un catalizador de conflictos e incomprensiones.
Como digo, cada monstruo bajo la alfombra de la transición es intocable porque
es una puerta a esas «viejas heridas» que se invocan para todo lo que no se
quiere tratar.
También salió de debajo de la alfombra con sordina el papel de la monarquía.
La jefatura del estado hereditaria es un ruido de fondo que llega a no oírse,
pero de vez en cuando alguna estridencia en la conducta del monarca nos
recuerda que, efectivamente, somos una monarquía. El Rey está interviniendo en el
debate político alineándose de manera impropia con el PP. Su discurso sobre la
corrupción, sobre la crisis, sobre la maniobra del PSOE para investir a Rajoy y
sobre Cataluña es un calco de la propaganda del PP. Que el Rey se alinee con un
partido político lo aleja de ser el Rey de todos los españoles y nos recuerda
que esta es otra de las cuestiones intocables que requieren ser tratadas.
La Iglesia es otro de esos descuidos intocables. Cada cierto tiempo salta
el IBI que no paga, el IRPF que se le regala, las cuentas que nadie explica,
las inmatriculaciones medievales que se les tolera y los privilegios que nadie
entiende. En estos días volvió a salir ese muerto de debajo de la alfombra un
par de veces. Se hizo público que España es ya el país europeo que más dinero público
le da a la enseñanza privada, casi toda ella de la Iglesia. Hay más enseñanza
concertada en España que en ningún otro país. Y no es porque España sea el país
en el que los padres son más libres de toda Europa. Ni porque tenga peor
enseñanza pública que otros sitios. Simplemente aquí a la Iglesia se le
conceden más privilegios y aquí el furor de la derecha por adoctrinar en la
escuela a través de la Iglesia es mayor incluso que el de los independentistas.
También se hizo patente esa asimetría por la que se pueden difundir odio y
prejuicios desde los púlpitos y sin embargo cae fácilmente en el delito quien
critique o se mofe de esos púlpitos. Una nueva ley que permite una vida normal
a personas de determinada condición sexual que no hacen daño a nadie disparó esos
truenos dialécticos episcopales que en sentido inverso serían delictivos. En
estos días se habló de una denuncia contra un psicólogo por un delito de odio
contra las mujeres. Y puede ser condenado porque puede cumplir las dos
condiciones para serlo: actuar efectivamente con odio hacia las mujeres y no
ser monseñor Cañizares ni ningún otro obispo.
Con estos muertos bajo la alfombra de la transición hay que encarar la
convivencia rota con Cataluña y dentro de Cataluña y la desigualdad y deterioro
social creciente que viene con Rajoy. Lo que hace oscuro el horizonte no sólo
es la gravedad de los problemas ni la dificultad añadida de afrontarlos con
morrallas históricas en la chepa. Es la desorientación que induce la clase
política. Hay inflación de llamamientos a pactos de estado y a la vez las
propuestas de los partidos sobre temas estructurales son tan extraviadas que
todas juntas se parecen más a una desbandada que a un debate político. Los
pactos de estado se invocan para los temas más variopintos y por las razones
más espurias. Rivera quiere pactos de estado para cerrar un círculo de
ortodoxia que deje fuera a los que no sean C’s, PSOE y PP. Pedro Sánchez,
aunque bajó algo el pistón, sigue queriendo pactos de estado para apuntalar su
condición de hombre de estado. Y el PP los quiere para que no haya debate de
ideas, para que los demás formen una unidad en torno a lo que ellos quieran
hacer sin consultar con nadie. Parece haber caído todo el mundo en la necedad
de creer que la continuidad obvia que tiene que haber de un gobierno a otro en
la gestión de multitud de temas sólo puede darse si hay un pacto de estado sobre
todos esos temas. La consecuencia es la que quiere el PP y esteriliza al PSOE:
que se reduce el debate de ideas y que la sensación de urgencia que inducen los
pactos de estado desvían la atención de otras tropelías.
Y, a pesar de tanta nostalgia de pactos, cada loco parece ir con su tema y
a su aire. El tema territorial, desde luego, se lleva la palma. Los
independentistas catalanes siguen jugando a que el mundo es tan reciente como
cuando en Macondo las cosas no tenían nombre y a que todavía no están puestos
los países en el mapa. Pedro Sánchez quiere reconocer naciones dentro de
España, pero no sabe cuántas; la última vez que las contó le salían tres, pero
no estaba seguro. Iceta quiere una hacienda catalana que recaude y gestione
todo lo que se cuece en Cataluña sin adelantar el balance. Pero Susana Díaz y
otras baronías siguen prefiriendo a Rajoy que a su presunto líder Pedro
Sánchez. El aparato conceptual nacionalista ingerido por Podemos parece mal digerido.
La nación de naciones y el derecho a decidir siguen circulando en su discurso
crudos y sin la debida digestión intelectual. La situación obliga a transmitir
claridad y afilar las críticas que haga falta. En algunos momentos les falta
una crítica más decidida a lo que llegaron a ser verdaderos desvaríos en la
táctica independentista, como si pusieran un celo innecesario en que no se les englobe
en el bloque españolista. El PP está encantado con su 155 y andan por todas las
autonomías pequeños mequetrefes haciéndose los importantes amenazando con el
artículo de marras a quien les parece. La financiación autonómica promete
nuevos prodigios, sobre todo teniendo en cuenta los aperitivos que nos sirve
Montoro cada día que anuncian que las arbitrariedades y el sectarismo no tendrán
límite.
La cuestión territorial se lleva la palma, pero no es la única. La política
nacional se deshilacha en ocurrencias y ensimismamientos que no forman un
caudal reconocible. La crítica y hasta la protesta enérgica contra las
políticas europeas es tan lógica como la protesta contra cualquier otra instancia
de poder. Pero tengo la sensación de que la mejor garantía de vertebración de
España es su pertenencia a organismos internacionales más o menos trabados. Es
como si la UE y demás organismos fueran la escayola externa que mantiene
nuestras estructuras internas sin torceduras insoportables. No debería ser
necesario que pasen años para que se perciba el enorme daño que está haciendo
Rajoy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario