lunes, 4 de diciembre de 2017

España escayolada

Giramos hacia el día 21 con la parsimonia con que el agua avanza en círculo hacia el sumidero cuando se quita el tapón del desagüe. Los adoradores del 155 esperan la vuelta a la normalidad como si hubiera normalidad a la que volver. La crisis económica que envuelve el procés y lo que no es procés fue un cambio en la organización social que llamaron crisis sólo para que pareciera que se terminaría en algún momento. Pero ni en Cataluña ni en el conjunto de España hay un tiempo anterior a este al que volver. Y se sigue haciendo evidente que el pasado necesita una poda y algún arreglo, como los jardines descuidados. En la foto fija del momento está el oscuro horizonte de Cataluña, ese conjunto de deterioros que quieren llamar crisis y esos descuidos que la transición dejó bajo la alfombra y que brotan cada poco como la acidez de una mala digestión.
Estos descuidos siguen siendo bichas cuya mera alusión, según parece, rompe ese dichoso marco de convivencia que nos hemos dado entre todos. Pero los mentemos o no siguen ahí. Estos días volvieron a aparecer algunas de esas regurgitaciones, como el cupo vasco. La foralidad es un concepto que chirría con los tiempos y el sentido común casi tanto como una jefatura del estado hereditaria. Los derechos que se llaman «históricos» huelen tan a naftalina como el «plebiscito de los siglos» con que se pretende refrendar la legitimidad de la monarquía (que hasta eso hubo que oír). En ningún sitio de la constitución se habla de derechos históricos que justifiquen la diferencia de renta, de impuestos y de dinero público por habitante que se da entre el País Vasco y el resto de España. Las cuentas en que se basa el famoso cupo tienen más opacidad y secreto que el patrimonio del Borbón emérito. Siendo la organización territorial uno de nuestros problemas críticos, el evidente agravio vasco y navarro actúa cada poco como un catalizador de conflictos e incomprensiones. Como digo, cada monstruo bajo la alfombra de la transición es intocable porque es una puerta a esas «viejas heridas» que se invocan para todo lo que no se quiere tratar.
También salió de debajo de la alfombra con sordina el papel de la monarquía. La jefatura del estado hereditaria es un ruido de fondo que llega a no oírse, pero de vez en cuando alguna estridencia en la conducta del monarca nos recuerda que, efectivamente, somos una monarquía. El Rey está interviniendo en el debate político alineándose de manera impropia con el PP. Su discurso sobre la corrupción, sobre la crisis, sobre la maniobra del PSOE para investir a Rajoy y sobre Cataluña es un calco de la propaganda del PP. Que el Rey se alinee con un partido político lo aleja de ser el Rey de todos los españoles y nos recuerda que esta es otra de las cuestiones intocables que requieren ser tratadas.
La Iglesia es otro de esos descuidos intocables. Cada cierto tiempo salta el IBI que no paga, el IRPF que se le regala, las cuentas que nadie explica, las inmatriculaciones medievales que se les tolera y los privilegios que nadie entiende. En estos días volvió a salir ese muerto de debajo de la alfombra un par de veces. Se hizo público que España es ya el país europeo que más dinero público le da a la enseñanza privada, casi toda ella de la Iglesia. Hay más enseñanza concertada en España que en ningún otro país. Y no es porque España sea el país en el que los padres son más libres de toda Europa. Ni porque tenga peor enseñanza pública que otros sitios. Simplemente aquí a la Iglesia se le conceden más privilegios y aquí el furor de la derecha por adoctrinar en la escuela a través de la Iglesia es mayor incluso que el de los independentistas. También se hizo patente esa asimetría por la que se pueden difundir odio y prejuicios desde los púlpitos y sin embargo cae fácilmente en el delito quien critique o se mofe de esos púlpitos. Una nueva ley que permite una vida normal a personas de determinada condición sexual que no hacen daño a nadie disparó esos truenos dialécticos episcopales que en sentido inverso serían delictivos. En estos días se habló de una denuncia contra un psicólogo por un delito de odio contra las mujeres. Y puede ser condenado porque puede cumplir las dos condiciones para serlo: actuar efectivamente con odio hacia las mujeres y no ser monseñor Cañizares ni ningún otro obispo.
Con estos muertos bajo la alfombra de la transición hay que encarar la convivencia rota con Cataluña y dentro de Cataluña y la desigualdad y deterioro social creciente que viene con Rajoy. Lo que hace oscuro el horizonte no sólo es la gravedad de los problemas ni la dificultad añadida de afrontarlos con morrallas históricas en la chepa. Es la desorientación que induce la clase política. Hay inflación de llamamientos a pactos de estado y a la vez las propuestas de los partidos sobre temas estructurales son tan extraviadas que todas juntas se parecen más a una desbandada que a un debate político. Los pactos de estado se invocan para los temas más variopintos y por las razones más espurias. Rivera quiere pactos de estado para cerrar un círculo de ortodoxia que deje fuera a los que no sean C’s, PSOE y PP. Pedro Sánchez, aunque bajó algo el pistón, sigue queriendo pactos de estado para apuntalar su condición de hombre de estado. Y el PP los quiere para que no haya debate de ideas, para que los demás formen una unidad en torno a lo que ellos quieran hacer sin consultar con nadie. Parece haber caído todo el mundo en la necedad de creer que la continuidad obvia que tiene que haber de un gobierno a otro en la gestión de multitud de temas sólo puede darse si hay un pacto de estado sobre todos esos temas. La consecuencia es la que quiere el PP y esteriliza al PSOE: que se reduce el debate de ideas y que la sensación de urgencia que inducen los pactos de estado desvían la atención de otras tropelías.
Y, a pesar de tanta nostalgia de pactos, cada loco parece ir con su tema y a su aire. El tema territorial, desde luego, se lleva la palma. Los independentistas catalanes siguen jugando a que el mundo es tan reciente como cuando en Macondo las cosas no tenían nombre y a que todavía no están puestos los países en el mapa. Pedro Sánchez quiere reconocer naciones dentro de España, pero no sabe cuántas; la última vez que las contó le salían tres, pero no estaba seguro. Iceta quiere una hacienda catalana que recaude y gestione todo lo que se cuece en Cataluña sin adelantar el balance. Pero Susana Díaz y otras baronías siguen prefiriendo a Rajoy que a su presunto líder Pedro Sánchez. El aparato conceptual nacionalista ingerido por Podemos parece mal digerido. La nación de naciones y el derecho a decidir siguen circulando en su discurso crudos y sin la debida digestión intelectual. La situación obliga a transmitir claridad y afilar las críticas que haga falta. En algunos momentos les falta una crítica más decidida a lo que llegaron a ser verdaderos desvaríos en la táctica independentista, como si pusieran un celo innecesario en que no se les englobe en el bloque españolista. El PP está encantado con su 155 y andan por todas las autonomías pequeños mequetrefes haciéndose los importantes amenazando con el artículo de marras a quien les parece. La financiación autonómica promete nuevos prodigios, sobre todo teniendo en cuenta los aperitivos que nos sirve Montoro cada día que anuncian que las arbitrariedades y el sectarismo no tendrán límite.

La cuestión territorial se lleva la palma, pero no es la única. La política nacional se deshilacha en ocurrencias y ensimismamientos que no forman un caudal reconocible. La crítica y hasta la protesta enérgica contra las políticas europeas es tan lógica como la protesta contra cualquier otra instancia de poder. Pero tengo la sensación de que la mejor garantía de vertebración de España es su pertenencia a organismos internacionales más o menos trabados. Es como si la UE y demás organismos fueran la escayola externa que mantiene nuestras estructuras internas sin torceduras insoportables. No debería ser necesario que pasen años para que se perciba el enorme daño que está haciendo Rajoy.

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