En la pugna simbólica entre matemáticos («bienvenidos a las matemáticas
puras, el país de la soledad», decían en Incendies)
e ingenieros (al pan, pan), el principio básico de los ingenieros es que
entender una máquina consiste en saber cómo construirla. Quien sabe hacer un
televisor es quien realmente sabe lo que es un televisor. Sin embargo, el
principio peca de ambicioso. Parece enunciar una condición necesaria, pero no
suficiente. Sin saber cómo se hace un televisor no podemos decir que entendemos
ese artefacto. Pero seguramente, si sólo sabemos cómo se hace, tampoco lo entendemos
del todo. Observando un televisor no sólo debemos ver un ensamblaje minucioso
de piezas, ni sólo el efecto del talento de su inventor. Tenemos que ver algo
que sólo hay en nuestra especie: historia.
El talento que pudiera tener Logie Baird no puede explicar que haya sido
capaz de inventar y construir el primer televisor. Ni su cerebro ni el de nadie
es capaz de concebir una máquina así. Nuestra especie tiene memoria
intergeneracional. Por una serie de razones que ahora no interesan, tenemos la
capacidad de asimilar información obtenida por otra persona sin hacer el
esfuerzo que la otra persona tuvo que hacer para obtenerla. Cada generación
hereda sin coste información de la generación anterior y le añade un poco más
para la siguiente generación. Cada generación se encuentra en el mundo tal como
lo dejó transformado la anterior generación y añade nuevas transformaciones. No
estamos reproduciendo el esfuerzo de Sísifo generación tras generación como les
ocurre a las demás especies. Por eso el mundo y los objetos que creamos están
por encima de nuestras capacidades, porque no son efecto de nuestras
capacidades, sino sobre todo de la historia, de la acumulación de saberes de
muchas generaciones. Logie Baird sólo añadió algo notable a un legado de
conocimiento que él solo no habría podido reunir. Igual que Alan Turing para
concebir el ordenador o Berners Lee al imaginar la pieza que faltaba para que
existiera internet.
Por eso en un televisor no hay sólo las piezas que los ingenieros saben
ensamblar. Hay historia. No exactamente pasado. Un ingeniero no necesita saber
la historia de los televisores para construir uno moderno. Pero necesitamos
saber cómo es la continuidad histórica que hace posible la acumulación de
conocimiento, para que haya ingenieros. Por decir una obviedad, si dejamos de
enseñar a leer y a escribir a los niños y criamos generaciones analfabetas,
sabemos que no tendremos ingenieros que hagan televisores más sofisticados,
porque algo sabemos de qué procesos provocan que haya ingenieros y televisores.
Por decir algo menos evidente, seguramente el espasmo de innovación que dio
lugar al fenómeno de Silicon Valley tuvo que ver con la acumulación de
científicos venidos de lenguas y culturas distintas, que provocó un intercambio
masivo y súbito de rarezas que animó caminar por donde no se había transitado. David
Torres nos invita esta semana a leer el manifiesto redneck de Jim Goad. Nos
invita para entender lo que es la «basura blanca» y la furia que puso al
monstruo en la Casa Blanca. En la continuidad histórica está parte de la
naturaleza del televisor, de la acumulación de capacidades de los ingenieros o
de la presidencia de Donald Trump. Su conocimiento es necesario para tener
control sobre los procesos que llevan a que haya ingenieros, televisores o
energúmenos que lleguen al poder aupados por el pueblo. Si tuviéramos que poner
el número siguiente al número 5 sin saber los anteriores, no podríamos porque no
sabríamos si la secuencia es de números naturales, números impares o números
primos. La desmemoria hace impreciso el paso siguiente y errático el rumbo.
Xandru Fernández deslizó en su Ojo vago
la profundísima idea de que la única inmortalidad concebible es la que consiste
en concatenar vidas, que nadie puede soportar una vida demasiado larga con una
sola infancia. El desarraigo es parecido a la desmemoria y los dos tienen que
ver con el desamparo.
El latín o el griego no sirven para hablar y entenderse con otra gente, más
que anecdóticamente. Las lenguas no son sólo herramientas de comunicación ni
están especialmente bien hechas para la comunicación en sentido estricto. La
historia muchas veces se solidifica en libros y en papeles, y las lenguas en
que están escritos son la materia de esa memoria valiosa para el conocimiento y
control de los procesos históricos. Las propias palabras de las lenguas son
salpicaduras del mundo y mirada de la sociedad que las hablaba. Las lenguas
clásicas nos llevan a momentos trascendentes de la historia, que además resulta
ser nuestra historia, la que nos permite dar volumen, profundidad y sentido a nuestras
cosas. Traen en sus palabras, según se mire, fósiles o ecos del mundo antiguo,
a su manera inacabado, que nos permite ver el nuestro como un proceso con
forma. Y además en esos papeles escritos en latín y en griego están algunas
muestras de belleza y de pensamiento que deberíamos apetecer aunque no fueran historia
nuestra. El contacto con las lenguas clásicas, con el nivel que razonablemente
podría alcanzarse en la enseñanza media, abriría grietas para que los
estudiantes vean y oigan aspectos de ese mundo que amplía el nuestro, escuchen
sus versos, presencien la altura dramática con que expresaron los conflictos
humanos o se acerquen a sus sistemas de pensamiento, de los que los nuestros
son continuación.
La distinción de Carlos García Gual como académico es agridulce. Es dulce
porque siempre es un estímulo concentrar la atención sobre el conocimiento. Y
es agria porque nos recuerda lo que se fue eliminando de la formación de
nuestra gente y lo que irá desapareciendo con gente como él. La enseñanza media
debe capacitar a los estudiantes para desarrollar conductas complejas e
informadas ante el entorno, y no respuestas simples básicas. Eso incluye la capacidad de enfrentarse
a disciplinas más complejas de enseñanza superior con método y con sentido. Si
los estudiantes fueran ordenadores, en la enseñanza media deben asimilar el
sistema operativo (que por sí solo no hace nada), y no las aplicaciones. Ni
siquiera la Formación Profesional, la más directamente enfocada a destrezas de
aplicación inmediata, debe carecer de este componente formativo. La
desaparición de las lenguas clásicas es sólo un aspecto del vaciamiento
cultural del sistema educativo, que el PP llevó a niveles grotescos. El propio
García Gual recuerda la evidencia de que a los gobernantes no les interesa
gente formada culturalmente. Me gusta recordar, como síntoma, la cantidad de
estudios e informes sofisticados sobre educación que proceden de los bancos. La
última broma que nos llegó del conglomerado de PISA es que nuestros estudiantes
puntúan muy bajo en competencia financiera. Se les aleja de la cultura, en el
sentido más noble de la palabra, pero el problema es que no saben interpretar
una nómina o leer una factura. En realidad, tampoco saben interpretar las
señales de tráfico muchos de ellos, quizás deberían estudiar menos historia y
literatura y poner más atención en el tráfico.
En Memorias de África hay una
escena en la que el jefe de no sé qué tribu hace una marca con su estatura y
deja ir a la escuela sólo a los chicos que midan menos que él. No quería
arriesgarse a que se hiciera más listo que él alguien que encima fuera más
alto. Parece que a nuestros dirigentes no les preocupa la estatura, sólo que la
gente esté razonablemente formada. Dentro de poco no serán sólo las matemáticas
puras, como decía el personaje de Incendies.
La llamada de atención sobre García Gual nos recuerda que la formación cultural
en sí misma va siendo el reino de la soledad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario