A pesar de la tensión separatista, en Barcelona quedó algo de tiempo para
visitar el Belén de la plaza de S. Jaume, con figuras en dos dimensiones
colocadas cada una en lo alto de un palo y con una disposición poco
convencional. No tardó en rugir una parte de la población por el quebranto de
la tradición navideña. En Madrid hubo su polémica también por el Belén de la
Puerta de Alcalá, en este caso por no estar. El año pasado no habían gustado
las ropas de Sus Majestades y en el Puente de Vallecas los Reyes Magos habían
sido Reinas Magas. Por estas fechas también, en un pueblo de Granada los
vecinos se disputarán a las mujeres del pueblo mediante una puja. Se hace por
lo mismo por lo que prende la indignación en una parte de Madrid y Barcelona:
por la tradición. Claro que pujar por mujeres y hacer Belenes no es lo mismo.
¿O sí? Difícil de ver el lado oscuro es, dice el maestro Yoda. En la vida pública
hay mecanismos útiles y además inevitables que, según en qué dosis, pueden ser
dañinos. Y, como advierte Yoda, no siempre es fácil ver el punto en el que
dejan de ser virtuosos y empiezan a ser un problema. Podemos aprovechar que
estamos en Navidad y hay lío de Belenes para hablar del ejemplo de las
tradiciones. Las tradiciones son inevitables y útiles, pero las sustentan
mecanismos emocionales y por eso son potencialmente caballos de Troya
portadores de mercancía en mal estado. Las tradiciones son manifestaciones
colectivas cuya curiosa característica esencial es la de no servir para nada y la
de no saber por qué se hace lo que se hace. No diríamos que es una tradición la
de pagar después de comer en los restaurantes o la de detener los coches cuando
el semáforo está en rojo, porque sabemos por qué hacemos esas cosas. Tampoco
diríamos que es una tradición bajar la basura por las noches, porque es una
conducta compartida que tiene una utilidad conocida. Pero si nos preguntan por
qué bebemos la sidra todos del mismo vaso, diríamos que por tradición, es
decir, que no tenemos ni idea y que además no tiene ninguna utilidad hacerlo
así. Por eso no es una conducta movida por mecanismos racionales. Nos gustan
las tradiciones por lo mismo que los niños disfrutan de la repetición
interminable del mismo cuento o la misma pantomima. Nos gusta que haya cosas
que se repitan para que le mundo tenga forma. Además las tradiciones nos hacen
sentir parte de un grupo y mejoran por ello su cohesión. Y muchas de ellas,
como la Navidad en que nos columpiamos, son cíclicas. Tenemos sentidos que
captan el espacio, vemos el espacio con nuestros ojos y notamos la extensión de
los cuerpos con nuestro tacto. Pero no hay ningún sentido que sienta el tiempo.
Sabemos que está ahí, pero no es la sensación directa de ningún órgano. Tenemos
que darle forma y ritmo con símbolos y metáforas, porque si no nos daría una
especie de agorafobia. Las tradiciones cíclicas, como los cumpleaños o los
carnavales, nos hacen sentir el tacto del tiempo. Las tradiciones nos hacen
sentir bien y nos acercan a los más próximos. Simplemente son inevitables y participan
en nuestra eficacia de grupo.
A la gente le irrita que se alteren las tradiciones. Les irrita porque su
esencia es la repetición y alterarlas ofende porque parece un menoscabo del
grupo al que identifica. Ofende hasta que digan «sidriña» en discursos condescendientes
y descuidados. Como digo, las tradiciones engrasan la convivencia y sostienen
la memoria colectiva y es natural que la gente las aprecie. Pero no debemos
olvidar que son conductas solidificadas que se mantienen por generaciones y que
llevan en sí materiales de otros tiempos, para bien y para mal. Cuanto más tradicional
sea una manifestación colectiva, más amnésica es, más olvidado está ya su sentido
original. Yo percibo la Navidad en su conjunto, sin entrar en el detalle de
Belenes o misas de Gallo, como una tradición y, en la medida en que esto sea
cierto, como algo que no se vive ya de manera religiosa. Comer turrón justo por
estas fechas, juntar la familia en una noche concreta o hacerse regalos en un
día señalado no son cosas que se hagan como parte de un culto religioso. El
origen es católico y antes de católico era otra cosa, pero la manifestación
colectiva actual está desvinculada de ese origen y por eso es adecuado decir
que la Navidad, en conjunto, es una tradición. Probablemente, si Carmena o Ada
Colau hubieran mantenido los Belenes con el aspecto habitual, no podrían ser
acusadas de confesionalidad en la gestión pública. Aunque a ello volveremos
enseguida.
Lo cierto es que las tradiciones, por su inmovilismo y su repetición,
llevan dentro mercancías de hace mucho tiempo y muchas veces esas mercancías,
ya caducadas y en descomposición, alimentan credos y posiciones políticas de la
peor forma en que se puede hacer: ligadas a emociones espurias y no a la
racionalidad. Así como el bulto gordo del barullo navideño es una tradición ya
desvinculada del catolicismo, la tradición por la que el Día de Asturias junta
en misa al Arzobispo y al Presidente del Principado no tiene esa vaciedad de
contenido característica de las tradiciones. Ahí, con la tradición, viaja un
papel de la Iglesia en la vida pública impropia de una democracia. La ofrenda
al apóstol Santiago, con la clase política prosternada ante el Arzobispo de turno,
es también una tradición que vierte contenidos teocráticos de otros tiempos en
una sociedad que ya no debería recibirlos. Qué recuerdos aquellos de cuando el
Arzobispo era Rouco Varela y echaba sus arengas ultraderechistas a la cara de
los poderes públicos democráticamente elegidos. La Iglesia, por el poder
histórico que tuvo y se le concede en España, está presente en muchas
tradiciones y muchas de ellas destilan una confesionalidad fuera de lugar. Por
supuesto, la manera de defender esa presencia espuria en una sociedad
democrática es la emocional: la de apelar a la tradición, sabedores de lo que
irrita que se alteren esas costumbres que se basan en la repetición; y no la
racional, porque no hay argumento posible. No hace falta recordar las barbaridades
que se hacen a animales por tradición, las exclusiones «tradicionales» de
mujeres a ciertos festejos o la propia puja para llevarse al baile a la hembra
apetecida (entiéndase esta expresión torpe como un caso de polifonía textual).
Todos cantamos alguna vez la de El mío Xuan miróme, pero por mucho que cueste
modificar estas conductas petrificadas, hay que entender que repetir la
historia de un holgazán que «acaricia» a su mujer con un palo es deslizar en
nuestras juergas ecos de épocas más burdas que supuran en dosis invisibles un
tipo de barbarie que sigue entre nosotros.
¿Qué hacemos en concreto con los Belenes municipales? ¿Son ya tan tradición
como la Navidad en su conjunto y podemos considerar que el hilo católico es ya
muy tenue e inofensivo? ¿O es la parte de la Navidad con la que la Iglesia
mantiene una presencia en la vida pública que no le corresponde? ¿O es la parte
de la Navidad donde la Iglesia mantiene una presencia a la que sí tiene
derecho? Como dije antes, las tradiciones, queridas e inevitables, son muchas
veces portadoras de mercancía ideológica en mal estado y no es fácil distinguir
el punto en que se pasa del lado virtuoso al dañino. En este caso, a diferencia
de las presuntas tradiciones que juntan a políticos y arzobispos en actos religiosos,
creo que estamos ante un toro manso no demasiado importante. Pero hay que ser
comprensivos con la suspicacia hacia cualquier elemento emocional que incida en
la vida pública. Por poner otro ejemplo, es bueno recurrir a famosos para que
digan no al racismo, por la pulsión emocional que generan. Pero un día a Xabi
le da por hablarnos de la felicidad fuera de la democracia o Mario Vaquerizo
nos ilustra con que el abuso sexual se produce porque las chicas son gilipollas
y siguen el rollo. Sobre el momento en que la nación, la religión, las
tradiciones o reír las gracias a los famosos deja de ser oxígeno y se hace
colesterol en las arterias de la convivencia, conviene hacer caso a Yoda.
Difícil de ver el lado oscuro es.
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