Si nos acercamos a un gato por detrás y le arrojamos delante un pescado, su
reacción es diferente de la de un humano al que le hagamos lo mismo tirándole
delante un fajo de dinero. Lo primero que hace el gato es ir hacia delante
hacia el pescado. Lo primero que hace el humano es mirar hacia atrás, a ver de
dónde salió ese fajo de billetes. Está en nuestra naturaleza el razonamiento
causal. Cuando hay una anomalía, nuestra mente quiere restituir la normalidad
comprendiendo la causa. Es la base de la racionalidad. Sabemos que el tiempo no
tiene marcha atrás y sabemos también que las causas van antes que los efectos. Sentimos
una relación entre la racionalidad y la secuencialidad temporal. Por eso,
cuando metemos el tiempo en nuestras afirmaciones, parece que estamos razonando
y que nuestras opiniones no son opiniones sino expresión de lo inevitable. Antes
de Navidades, Joaquín Estefanía reproducía estas palabras de Aznar: «[…] hay
algo incuestionable: el Estado de Bienestar es incompatible con la sociedad
actual. Tenemos que tenerlo muy claro: el Estado de Bienestar se ha hundido
sólo por su propia ineficiencia y anacronismo». Si Aznar dijera en un chigre que el Estado de Bienestar es
un asco y lo hiciera dando voces con una mano en la entrepierna, se notaría a
la legua que no estaba razonando, sino voceando dogmas brutos. Pero si dice lo
mismo poniéndose y quitándose las gafas y deslizando expresiones como «actual»,
«anacronismo» o cualquier otra que aluda al paso del tiempo, parece que está
razonando y que lo que dice es tan inevitable como la gravedad o la traslación
de los planetas. En realidad, decir que el Estado de Bienestar no vale porque
no va con los tiempos y decir que no vale por mis cojones tienen el mismo rango
de racionalidad, pero así son las intuiciones que tenemos del tiempo.
En Navidad se hace especialmente notable el contraste entre dos discursos
contradictorios que salen de las mismas bocas. Son esas bocas que nos dicen para
según qué asuntos que las cosas no pueden cambiar, porque el cambio es
desintegración y caos, y que las cosas (como el Estado del Bienestar) no pueden
seguir igual, porque mantenerlas nos lleva a la desintegración y al caos. La
Navidad es uno de esos momentos en que esas bocas quieren petrificar nuestras
costumbres en su origen religioso, a nosotros en nuestras costumbres y a
nuestras vidas en los ritos religiosos que están en el origen de nuestras
costumbres. La derecha es siempre muy celosa de todas las tradiciones en las
que sea rescatable algún cordón umbilical por el que se puedan bombear valores desde
el pasado, desde tiempos en que la sociedad era más clasista, más desigual, más
jerárquica y más autoritaria. La religión tiene un papel especialmente
relevante, porque es el fenómeno asociado a más tradiciones colectivas y la
Iglesia es un difusor garantizado y permanente de valores conservadores. Los
toros tienen un lugar más modesto, pero el resorte es el mismo. Es un
espectáculo en el que se superponen la polémica del maltrato animal con los
valores que el franquismo asoció con él y que la derecha más cutre quiere
mantener en el aire que respiramos. Pero, como digo, en estas fechas tan
saturadas de tradición se hace más intenso este intento de revivir lo
momificado. El caso de las cabalgatas llama la atención por su doble
hipocresía. En realidad la Navidad es una tradición que se deja modificar por
el mercado sin grandes alharacas. Aquellos solitarios dos turrones, el duro y
el blando, hace tiempo que quedaron convertidos en los escaparates en una
sinfonía de colores y variedades cada año más atrevidas. En Nochebuena nos
limitábamos a la cuchipanda familiar y había que aguantar los nervios hasta el
lejano día 6 para ver un regalo. Nadie se rasgó las vestiduras por la irrupción
de Papá Noel, como una venganza de Napoleón por lo del 2 de mayo. La llegada de
sus Majestades, por lo que tiene de tumultuoso y nervioso, fue siempre un
trance muy dado a ocurrencias e improvisaciones. No hace tanto que llegaron a
Gijón en helicóptero, rompiendo todos los relatos sobre camellos y orientes
lejanos. En Madrid hace tiempo que hay carrozas patrocinadas por El Corte Inglés
y similares. Este año va a haber Dj y todo.
Pero la cuestión no es la tradición, sino los valores y la cutrez política.
En nombre de lo segundo se utiliza este jolgorio para hacer populismo torpón
contra Carmena. En nombre de lo primero, se clama al cielo porque una de las
muchas cabalgatas de la capital lleva una carroza que alude a transexuales, es
decir, que normaliza a gente normal. Como digo, de valores se trata. En la
parte de las tradiciones donde se pueda rascar el fósil de costumbres antiguas
que anclen el presente en esos valores ultracatólicos asociados a valores
políticos ultraconservadores, ahí es donde la derecha clama por la emoción y la
identidad y por que las costumbres sean una especie de calambre en la conducta
colectiva.
Sin embargo, esas mismas bocas se esfuerzan en explicarnos que las cosas
que creemos intocables y esenciales en nuestra convivencia son las que sí hay
que cambiar. Aquí el cambio se llama adaptación y dinamismo, aquí donde los
cambios sí son demolición. Nos referimos a ese Estado del Bienestar que tanto
ofende a Aznar y tan indigesto resulta en nuestras sociedades. El Estado de
Bienestar es esa sociedad desigual pero en la que todo el mundo tiene derecho a
unos mínimos de la riqueza nacional y, de acuerdo con la prosperidad del país,
el trabajo le da para algo más que la mera subsistencia. La negación del Estado
del Bienestar consiste en desproteger a la población y hacer muy desigual el
acceso a los servicios de educación, sanidad, justicia, vivienda, energía o
dependencia. Así dicho suena bruto y por eso no se dice así. Para eso, como
decía, se introduce la secuencia del tiempo y con ella dos sensaciones falsas,
pero que parecen verdad, dos de las sensaciones que acompañan nuestra
percepción del tiempo: que es inevitable y que es racional. Se dice que países
que tienen un PIB mayor que hace unos años «ya no» pueden sostener ese tipo de
sociedad. Si dice que «la tendencia» es a aligerar cargas al Estado. Hablan de
la sanidad gratuita como algo «anacrónico» y del «pasado», exactamente los
mismos que quieren petrificar el pasado en nuestras costumbres, nuestros
estereotipos y nuestros prejuicios. Los que quieren hacer sólido e intocable el
pasado y que el presente no pueda ni respirar en las carrozas de una cabalgata
quieren que los derechos de todos sean líquidos y se nos puedan escurrir entre
los dedos sin darnos cuenta.
Las mismas bocas vienen exagerando la novedad de las cosas nuevas y los
cambios de las cosas que cambian. Cuando se introduce la idea de que todo
cambia mucho y muy deprisa, casi siempre se pretende justificar el principio de
que está justificado hacer cualquier cosa. Para qué si no, se nos viene
poniendo en cuestión nuestro sistema educativo y la formación de nuestros
jóvenes, tan bien apreciada fuera de España según se puede ver. La alarma
educativa nos lleva a ese estado mental que justifica que se haga cualquier
cosa, como la LOMCE. Ahora se rodean de magia y misterio esas «nuevas formas»
de intoxicación y propaganda (otra vez la secuencia temporal). La conclusión es
que hay «adaptarse» a estas nuevas amenazas y repensar la libertad de expresión
para estos tiempos tan nuevos. Igual que las «nuevas» amenazas terroristas
obligan a pactos que «modifican» nuestro sistema de libertades. Igual que la
igualdad y protección, las libertades empiezan a ser un anacronismo que no
encaja en estos tiempos. Sólo los valores pasados ultracatólicos o de
nacionalismo casposo que se puedan rastrear congelados en las tradiciones
actuales son intocables y sólo Carmena consintiendo su alteración amenaza
nuestro ser colectivo. La Navidad, con tanta tradición y costumbres, es un
yacimiento para pescar rigideces y cantar prejuicios y dogmas. Por eso, este
lenguaje contradictorio empeñado en hacer permanente lo sectario y contingente
lo justo alcanza su máxima grosería en estas fechas. Demos a unas palabras la
poca importancia que tienen y no descuidemos la trascendencia que sí tienen las
otras.
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