Hacía tiempo que ni escuchaba ni me acordaba de Joaquín Sabina y me acordé de él leyendo en la prensa llariega los fastos del 8 de septiembre, nuestro Día de Asturias. Me acordé de cuando Sabina cantaba que le habían robado el mes de abril, mientras yo pensaba que nos robaron el 8 de septiembre. La escena de lo que se supone que era la celebración de Asturias era toda para el arzobispo Sanz Montes y para la familia real, sobre todo para el primero, que era el que podía discursear. Nadie diría que aquí, además de arzobispo, hay un gobierno. Javier Fernández parecía más «mudu» que nunca dejando la escena completa de Asturias a la Iglesia y la Corona y haciendo de figurante. El papel de la Corona me pareció inadecuado (luego me explicaré), pero también fue casual. No siempre van a estar aquí el Día de Asturias. Pero el papel de la Iglesia sí es parte de la estructura de este Día. Se hizo coincidir el Día de Asturias con la festividad de Covadonga y la Iglesia acabó inmatriculando el Día y quedándoselo, como la Mezquita de Córdoba.
Es difícil que la fiesta de una comunidad, además de lo que tenga de festivo, no incorpore conductas públicas insustanciales y discursos llenos de vaciedades y tópicos. No me refiero a los rituales. Los rituales no tienen nada de malo, porque por su propia rigidez y por lo mecánicamente que se repiten, son puros símbolos, no conductas y frases manidas. Pero, con todo su ritual y todo su postureo dulzón y cargante, estas fechas tienen su utilidad. Son como una señal periódica que convoca a quienes compartimos algo relevante, en la que nos recordamos qué nos vino pasando últimamente, qué nos preocupa, qué nos alegra y en qué afanes andamos. El Día de Asturias, como el día de cualquier sitio, debe tener, entre fiestas y oropeles, ese contenido. Los asturianos, como cualquier otra comunidad, somos una asamblea demasiado grande para juntarnos un día al año a hablar de nuestras cosas. Son las autoridades que nos representan quienes tienen que hacer ese papel, sin especial carga política, pero con contenido sobre nuestro momento y nuestras perspectivas.
La presencia estructural y destacada de la jerarquía eclesiástica en el Día de Asturias, digámoslo una vez más, rechina en una sociedad democrática. El carácter laico o no confesional (me aburren los detalles que diferencian una cosa de la otra) del estado es una implicación de su condición democrática. La laicidad del estado quiere decir que los órganos legislativos hacen las leyes sin que haya un catecismo o una autoridad religiosa que les ponga condiciones de obligado cumplimiento. La confesionalidad, el que la doctrina de las autoridades religiosas sí imponga condiciones a lo que pueden decidir los cargos electos, es antidemocrática, como los creyentes saben y admiten. El enredo político-eclesial con el que nos deleitan cada 8 de septiembre en Asturias convierte el Día de la comunidad en un día de catequesis obligada para nuestros representantes, que tienen que ir a misa, y nos deja a los demás sin Día propiamente dicho. La Iglesia lo inmatriculó con la sonrisa del PSOE. Una mirada a la prensa es suficiente para ver que el patrón de ese día es el arzobispo. No es él el que va al Parlamento, por alguna tradición alcanforada que quedara por ahí, a aguantar los discursos de los cargos electos. Son nuestros representantes quienes van a misa a padecer su sermón. Este año además estaba por aquí el Rey. La imagen del Jefe del Estado inclinado (encima, como es tan alto, muy inclinado) para besar el anillo del arzobispo, mientras las autoridades electas estaban en un segundo plano con sonrisa de visita en domingo por la tarde, y la sonrisa del arzobispo, tan llena de plenitud como el pecho del Magistral cuando repasaba con el catalejo sus dominios de Vetusta, es una imagen que sólo deberíamos ver en blanco y negro en una foto con bordes sepia. Es una imagen de otro tiempo que no sirve para que el Día de Asturias se parezca en nada a Asturias.
El problema es además, digámoslo con claridad, que la Iglesia no sabe estar. Como los niños malcriados. Ni siquiera puede mantener la compostura cuando tradiciones o costumbres rancias mantienen su presencia en actos representativos. Cuando alguien se casa por lo civil, lo hace normalmente en el ayuntamiento y podría casarlos el alcalde, es decir, un político electo. El saber estar quiere decir que ese político debe comprender que su presencia en el acto es ritual y no puede emplear la tribuna que le brinda el protocolo para endilgar soflamas políticas. No sé si nuestra alcaldesa Moriyón oficia personalmente matrimonios (hace tiempo que no me caso y no estoy al día), pero nadie espera que se le ocurra hablar en el casamiento de la bondades del Foro y de su próxima candidatura a la Junta. Esto, que parece tan de sentido común, está fuera del decoro de la Iglesia. Donde la tradición o la costumbre le da presencia la cumple con el talante que despliega en todo lo demás: la avidez. Es realmente irritante que en plena democracia tengamos que aguantarle al arzobispo cada 8 de septiembre sus diatribas ultraconservadoras como si fuera algo natural. El año pasado vino el señor Blázquez a rugir contra el aborto, como riñendo delante de nuestras narices a nuestros representantes. Este año el ultra y oscurísimo señor Sanz Montes mantuvo el tema de Cataluña y la unidad nacional flotando y balbució bobadas de nuevas reconquistas, como si el tema del Día de Asturias tuviera que ser Cataluña y como si él fuera quien pone el tema del Día de Asturias. Y habló de ideas «de fuera» e ideologías «liberticidas» que hieren nuestra «naturaleza» como pueblo. Y se atrevió a mencionar a la enseñanza pública como enseñanza «intervenida», la pública, la única que tiene obligación legal de no adoctrinar. No sólo es la cuestión de principio. Es que la Iglesia actúa con la codicia de un ultra incapaz de estar y controlarse. Si no están de acuerdo con el aborto ni les gusta la enseñanza pública, que hagan como Moriyón y el resto de alcaldes cuando casan: que sepan estar. Y visto que no saben, que no estén.
La presencia del Rey y la familia real añadió empalago a la imagen del Día, lo vació más y lo hizo más ajeno a Asturias y su circunstancia. Y ahondó más en su anacronismo. Las referencias a la familia real, llenas de lugares comunes y de un cierto baboseo, no ayudan a que su imagen ponga un contrapunto de modernidad a la oscura presencia de la Iglesia. La última vez que oí a alguien dirigirse a una niña como Leonor vaciándola de cualquier resto de infancia normal fue en Juego de Tronos. No se trata de que la familia real no pueda aparecer en actos públicos e institucionales en Asturias y que Asturias no pueda ser una anfitriona amable con la Jefatura del Estado, allá cada uno. Es que parece de todo punto inadecuado que el Día de Asturias sea el día del recibimiento y agasajo a la Corona con el arzobispo de anfitrión. Y, ya que Asturias es escenario relevante de la simbología y propaganda de la Corona, no estaría de más que de vez en cuando el Rey mencionara, como guiño e impulso para que entren en la agenda política del Reino, algunos de los problemas de Asturias cuya mención no implica compromiso partidario: la pérdida de población y el aislamiento, por ejemplo. Es educado reiterar la belleza de nuestros paisajes y los refritos del mito de D. Pelayo, pero quizá la Corona pueda apretar un poco más en la situación asturiana, sólo hasta donde ni los partidos discrepan ni se rechina con el buen juicio y la observación de la evidencia.
Los símbolos son sólo símbolos, pero nuestra mente es simbólica y los símbolos afectan a nuestra conducta y a la mirada que proyectamos sobre las cosas. El Día de Asturias debe ser un día festivo en el que Asturias se reconozca, no un día en que a los asturianos nos sienten pare ver diapositivas de cosas que no tienen que ver nosotros y que además son poco edificantes. No sé cuántas décadas necesitará el PSOE para abandonar su pereza cobardona.