Volvamos a la anécdota de Foster Wallace sobre McCain, el senador que le disputó a Bush la candidatura republicana. McCain suspendió un acto electoral pidiendo perdón a una señora que le había relatado la zozobra de su hijo por las presiones groseras que sufría del equipo de Bush. McCain pedía perdón por lo que había hecho su rival. Era un conservador que se avergonzaba de la ruindad de la política, aunque no fuera él el indigno. La sentencia de los ERE nos recuerda cuánto debemos a los sentidos. No hubo sorpresas, todos sabíamos lo que había. La sentencia es el equivalente de la vista, el oído y el tacto. Ahora no solo sabemos la infamia, sino que la vemos, la oímos y podemos tocarla. Cuando nos desayunamos en Asturias con lo de Fernández Villa, recordé la novela que Patricio Pron tituló delicadamente Una puta mierda. Al final de la ficción, las prospecciones demostraban que el subsuelo de Argentina era una bolsa gigantesca de heces, el país flotaba sobre un sumidero y se picase donde se picase siempre brotaba mierda. La transición, con todos sus brillos, consistió en parte dejar sedimentos de la dictadura sin remover y educó la actitud de no remover y no mirar atrás. La democracia, también con sus brillos, avanzó con el estilo cultivado en la transición, sin remover ni reparar. Al caldo de desechos de la dictadura se fueron uniendo los que la democracia iba creando siempre por este hábito de no enredar.
Es equivocado no ver brillos en la transición y la democracia. Pero también es necio no aceptar que, apenas se pica en Pujol, financiación de PSOE y PP, Cajas de Ahorro, Corona, Iglesia, Soma o Comunidades de Andalucía, Madrid o Valencia y demás, parece ocurrir como en la Argentina satirizada por Patricio Pron: siempre brota mierda. La inmundicia no es como la lluvia, que una vez te empapa ya dejas de notarla. Cada nuevo escándalo aumenta la degradación. La Gürtel mostró que el PP era estructuralmente un parásito del sistema que absorbía nuestros recursos y tenía condicionada su gestión para beneficio de algunos indeseables. La sentencia muestra que la gestión entera del PSOE andaluz era una red clientelar por la que se sangraba el dinero público. No son casos aislados. Es sistémico. Echamos de menos la actitud de McCain: un poco de vergüenza y altura moral.
La sentencia describe una sociedad caciquil. En los cacicazgos las relaciones no son formales sino personales. Yo no enseño a mis alumnos porque haya decidido echarles una mano, ni salgo de clase con la sensación de haberles hecho un favor, ni cobro un salario porque el rector o la consejera me hagan el favor de dármelo. Mi salario y mi vínculo con los alumnos es formal, mi papel en el servicio y los recursos que se le dedican es estructural y regulado por procedimientos. Todo funciona por encima de decisiones individuales. Cuando no hay estructuras formales, solo hay voluntades y relaciones personales, gratitudes y deudas, pagos y castigos. Lo que se recibe se recibe de alguien que lo da, del que se depende y con quien se queda en deuda. Todos deben algo a alguien, todos, incluso los perdedores, aceptaron algo que los hace parte de la red. Los vínculos personales no inspiran estructuras justas ni funcionales, porque siempre hay quien está en ventaja y en condiciones de imponerse a los demás y de favorecer camarillas de apoyo. La actividad colectiva gira en torno a los intereses de los caciques y no de la sociedad. Las puras formas, ese punto de impersonalidad que tiene el funcionamiento social, es lo que garantiza derechos, libertades y una aproximación a la igualdad. No se tiene ningún derecho si no hay el mecanismo formal que lo determine impersonalmente. Sin soporte en estructuras formales, la gestión de los asuntos públicos se mueve desde las emociones de la conducta ordinaria. Se interiorizan esas emociones de favor, ayuda y gratitud, como si las instituciones fueran la casa del cacique y él el anfitrión que nos trata con amabilidad o nos echa merecidamente por nuestra aspereza. El sistema clientelar es muy eficaz para crear y retener estructuras de poder. Es un sistema que llega a funcionar con inercia y dar apariencia de estabilidad, en el que todos acaban teniendo alguna complicidad y que por eso tiende a anestesiar el descontento o la denuncia.
Por esas redes se distraían sin término enormes cantidades de dinero público y cualquier recuerdo del bien común. La propia inercia del sistema y ese desapego del mundo que el poder produce en los necios pudo hacer que algunos culpables ni siquiera repararan en el mecanismo que engrasaban. Si no son capaces de avergonzarse por lo que hace el rival, al menos nuestros políticos podrían de vez en cuando dar muestra de vergüenza por lo que hacen los afines. En España se hicieron más cosas que robar, pero la sentencia describe un aspecto estructural de la gestión pública y una impunidad basada en la prolongación indefinida de esa cautela que había que tener en la transición para evitar que el ejército o algún sursuncorda se alzara. Por supuesto, la derecha y sus voceros mediáticos están lejos de la decencia de McCain y tienen la desvergüenza de dar lecciones, como si no chapotearan en peores lodos o como si Sánchez no estuviera más lejos de los ERE que Casado de la Gürtel. Pero cuesta hacer grados en la escala de la infamia. Los hay, pero es enojoso, porque cada baldón de más que veas en uno parece que es la medida en que disculpas al otro. Da pena ver a la generación descrita en la sentencia, a los abuelos del PSOE, con ese resentimiento oscuro que a alguna gente le produce la vejez y su desadaptación al hecho de que la Tierra sigue girando, balbuceando en periódicos y canales palmeros de la derecha (y más allá) los horrores de un pacto de izquierdas y los verdaderos planes de Iglesias que solo ellos conocen. Ni los derechos alterados por el gobierno de Rajoy ni el hedor de la extrema derecha los sacaron de su modorra. Solo las feministas, Sánchez y Podemos. No parecen darse cuenta de la poca diferencia que hay entre que hablen y sigan durmiendo.
El problema de los ERE es que la debilidad formal sigue donde estaba y esa cultura de lealtades y confianzas, que llegó hasta el sector financiero, sigue en el poder y cala en la sociedad. La lección que debería dejar este escándalo es que la democracia y los derechos consisten en mecanismos formales y que fuera de ellos solo hay grados de caciquismo. Las formas diferencian los derechos de la caridad. La caridad, aunque se manifieste en actos individualmente buenos, tiene dos problemas. El primero es que, sin solucionar nunca ningún problema, distrae del problema y lo eclipsa. De hecho, bobos como Pablo Motos deben creer que la atención al cáncer en España se hace con donaciones de Amancio Ortega. No es que no sean bienvenidas todas las máquinas que quiera donar, pero cegarse con ese acto hasta perder de vista la costosa estructura pública sanitaria es ya un hilo de caciquismo. El segundo problema es que no podemos ejercer nuestros derechos sin quedar en inferioridad moral con el benefactor. Muchas veces enfermé y me curé sin haber recibido un favor de nadie. Si mi curación depende de la buena voluntad de alguien quedo en deuda por haber tenido una atención que es mi derecho tener y por la que no debería estar en inferioridad ante nadie. Por eso mis estudiantes no me deben nada ni yo debo nada a quienes me curaron cuando lo necesité: porque son derechos y, por tanto, mecanismos formales por encima de voluntades individuales, gratitudes, ni deudas. Que Amancio Ortega done máquinas es personal. Que pague sus impuestos es lo formal y lo que importa.
Debe entenderse que la sentencia dibuja en Andalucía un extremo de algo que en dosis menores pero dañinas recorre nuestras instituciones y también se instala en nuestro pensamiento: la perversión de las formas y la generalización de mecanismos clientelares, más veniales o más graves (no olvidemos las Cajas de Ahorros). La democracia formal, en el sentido dicho aquí, es una redundancia: solo si es formal es democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario